Saetas de Junio |
A
pesar de los problemas que tengo para levantarme temprano, esta vez tuve
cuidado de llegar a tiempo. Encadené la bicicleta a uno de los barrotes
de la barda perimetral, saque el bote de agua y fui a buscar el sitio más
conveniente para sentarme. Se suponía que iban a comenzar a
las siete y media, justo la hora que marcaba mi reloj cuando llegué al Campus.
“Para variar”, no comenzarían a la hora.
La mañana aún era fresca, aunque se advertía que iría calentando hasta
merodear los treinta grados. Poco
a poco la gente iba colmando el local, entre poses y movimientos
precipitados en busca de los mejores puestos; lo cual, desde mi leal saber
y entender es una decisión de suyo relativa, sobre todo cuando de bancas
de cemento se trata. Pero quién no conoce a los humanos y sus afanes por
marcar territorio. Enseguida fueron llegando mis compañeros, a los que,
para hacer tiempo, intenté
repasar uno a uno. Como
es costumbre, desde ya asomaban los camarógrafos, para acomodar tomas
desde la parte alta del escenario o en los patios con grama del edificio.
El ambiente comenzaba a teñirse con el ropaje negro de la ocasión. Se veían
muchos rostros ávidos por que el acto iniciara y, justo es decirlo, no
dudo que también desearan que acabase pronto. No expresaría lo mismo de
algunas madres en cuyos ojos noté un brillo inusitado, que matizaba un
poco la aspereza del ritual. A
las ocho y minutos el Coro rompió el murmullo de la gente, entonaba con
épicos arrestos el himno nacional. Un aire solemne dominaba mientras se
escuchaba el cántico, como si las notas descendiesen del cielo; y así,
con el pecho henchido, algunos sentíamos
-supongo que no sólo a mí me ocurría- la presencia de una fuerza
inexplicable que por momentos nos libraba de los bajos pensamientos. Sí,
pero lo bueno es siempre breve, al concluir la intervención del Coro, el
bullicio volvió a la carga como un agitado avispero. No
faltaron personas del público que iban sacando las sombrillas,
atiborradas por el sol que acaba de librarse de un banco de nubes. El
maestro de ceremonias continuó con el programa. En algún momento casi no
le prestaba atención, y a hurtadillas me fui por un rato a
cuando el Profesor de Derecho Romano nos decía: “Hoy
ingresan a esta Facultad... donde no faltarán escollos, mas para los de
vocación genuina, serán apenas los primeros trazos en la senda de un
jurista”.
Palabras muy inspiradas, no lo dudo. ¡Ah, pero cuánto se esconde detrás
de un decálogo y una Constitución! Ahí
comencé a conocer estos compañeros que habitan el recuerdo de mis años
de estudiante, años de idilio, cuando ingenuamente creímos que el saber
se resumía en un discurso inspirado, en la teoría de Kelsen balbuceada
por algún catedrático o, simplemente, en la euforia de un examen
aprobado. Los
suspiros de aquel tiempo tenían la enjundia de quien nada teme, nada
debe; acorazados por la hidalguía, templados por la sangre caliente que
nos arroja en la vertiente de los sueños. Sin embargo, entre día y
noche, se fueron moldeando nuestras personalidades; mudando la piel que
nos tornara en tal o cual clase de adultos, presionados por esa voz entre
las sombras, ésa que nos pide no desentonar con el gris del ambiente. Me
puse a observar a Martínez, el de bigote recortado, en la segunda fila,
si uno comienza a contar desde la parte baja del anfiteatro. De los más
inteligentes. Yo diría que su interés está en la política más que en
el derecho. Hijo de un encumbrado dirigente de uno de los partidos que
gobiernan el país. Muchacho en sus cabales... cuando de amigos se trata.
Lo veo con una firme carrera por delante; estudioso de la sicología de
masas, hábil para colarse en los entramados de poder. Sin embargo, huelga
decir, debe ser cauteloso, ya que ahora muchos se perfilan –y a costa de
cualquier artimaña- en las arenas del juego político. Muchas anécdotas
inolvidables con Martínez, cualquier cantidad de buenos momentos. Allí
está Marcelo, nadie discute acerca de su vocación: “¡Se
equivocó de carrera!, él nació para ser poeta”, él que se
defiende: “No dejo de serlo por
ser Abogado”. Marcelo, el joven bardo, que si le daban orilla,
retocaba en fina prosa hasta el más destemplado discurso. Lo conocí
desde la clase de Filosofía; hablaba poco, casi no daba la vista de
frente. Sí, era esquivo y creo que lo que no decía… lo escribía. A
pesar de eso, ¡Cuánto decía cuando se animaba! Con él tuve pocas
experiencias; casi siempre me pareció como una sombra que vagaba por los
pasillos de la Facultad, siempre observando, como si grabase cada detalle,
momentos que los demás suelen ignorar. Armando
es el de lentes oscuros, en la misma fila de Marcelo, siempre bien
rasurado, la piel alba y su aspecto enjuto. Fue de los mejores alumnos;
siempre tan concentrado, tan puntual para acertar con su afinado análisis
jurídico. Desde antes de terminar las clases, una firma de abogados de
buena aureola lo acogió como procurador. En sus ojos brillaban los códigos;
y desde su figura arropada en saco y corbata, nada costaba vislumbrar a un
prominente hombre de leyes. No
me llevé mucho con él; prefería codearse con personas de otro aire; era
inusual verlo en un círculo que no fuese el de las oficinas alfombradas,
los autos elegantes y los regios portafolios. Muy serio el Armando;
siempre tan leal, tan incapaz de decir algo en contra de lo establecido.
No alcanzamos a ser amigos, lo confieso; prejuicios a lo mejor, pero nunca
terminó de agradarme. Unas
filas más arriba, cerca del pasaje de gradas que conduce al escenario,
allí vemos a María Luisa; se gradúa porque Dios es grande, o mejor
dicho, porque ella tiene el don de saber mirar; me refiero ciertamente, a
la temible capacidad que poseía para alcanzar a ver las respuestas de los
compañeros. No importaba si estuviesen correctas o no, de cualquier modo
les sacaba provecho. Se ve tan alegre, lista para sentir el orgullo de
portar el título entre sus manos, en honor a tan descomunal esfuerzo. Ya
me fijé en Ramiro, el del pueblito del sur; le costó un mundo venirse a
estudiar a la universidad, no porque él nos lo haya contado; lo hemos
visto con nuestros ojos. Sin embargo, ahí fue saliendo adelante, a veces
trabajando, a veces... a veces no sé como sobrevivió, que prestame diez,
te los pago mañana, en efecto, los paga hoy, que prestame otros veinte
para fin de mes; que se olvida pagar, pero ahí está a la semana
siguiente sin deberte nada. Insistente el muchacho, y hoy más que nadie
siente en el alma este momento. Quisiéramos
ver a Hipatia, la de los ojos claros. Pero eso no es posible. La noticia
nos cayó como plomo. Quién iba a pensar
que no se estaría graduando hoy; cómo haber
imaginado que moriría tan joven. Hipatia, la que desafiaba con
buen tino los dogmas que algunos profesores querían imponernos. Nadie
tuvo jamás en nuestro tiempo universitario el talante que ella mostraba.
“El derecho”, solía decir,
“oscila entre dos impulsos:
reforzar a punta de normas injustas el statu quo, o bien,
convertirse en instrumento para el cambio social…”, “¡De
nosotros depende…!”, decía. En
el día de sus funerales, qué pena, no asistió ningún compañero, con
eso de que todos se confiaron a que el otro iría..., pero hay que ser
honestos, muchos tenían miedo a que la policía los asociase con ella,
porque era indudable que la policía iba estar ahí. No me gustan los
funerales, y está de más decirlo ahora, pero admito sin contemplaciones
que… me arrepiento de no haber ido yo tampoco. No
sé, a lo mejor exajero las cosas, pero aun así me atrevo a pensar que
vidas como la de Hipatia son un espejismo que únicamente podrían existir
al interior del Campus; fuera de ahí, la realidad adquiere una fiereza
que devora cualquier utopía… Ojalá que yo estuviese equivocado al
respecto… A lo mejor no esté bien pensarlo, pero… desafío a la vida
para que me muestre lo contrario… Han
pasado los minutos, la graduación está a punto de terminar; cada uno ha
sido llamado para recibir su título, menos yo, por supuesto. Sin embargo,
aquí estoy, desde las afueras del anfiteatro, observando la escena con mi
par de binoculares. Está de más quebrarme la cabeza en justificar los
motivos por los cuales tuve que abandonar la carrera; aunque debo admitir
que me faltó tomar los estudios en serio, lo cual no es fortuito, si se
toma en cuenta que nunca pude encontrar incentivos para someterme a la
rutina. Pero no se malentienda, mi condición no implica, en lo absoluto,
que lleve prejuicio hacia aquellos que lograron adaptarse… De ninguna
manera. El calor es sofocante, mucho más para los que llevan puesta la toga, pero aún resta el acto final, algo que si bien no está en el programa se ha vuelto parte de la tradición. Así, jubilosos, los titulados, se quitan los birretes para lanzarlos al aire, por encima de sus cabezas; no obstante, contra lo que debería esperarse, impulsados por un vendaval, los birretes, tal si fueran cometas, con las borlas amarillas a manera de colas, comienzan a elevarse más y más, sin que regresen ya a las testas vacías. Puedo observar la angustia de todos, menos la mía... claro está. |
Álvaro Cálix
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