Los artistas /
Alfredo Alcón |
Hay un papel que Alfredo Alcón interpreta como nadie: el del entrevistado. Dado que sabiamente decidió hace ya mucho tiempo no hablar de su vida personal, fabricó un personaje para los periodistas: un actor tímido, que se muere de miedo cada vez que sale a escena, que trató incluso de matarse cuando fue descalificado por algún crítico y que, en general, considera que los demás esperaron más de él que él mismo y que tanto esperaron que consiguieron transformarlo en Alfredo Alcón, el primer actor argentino. Lo de primero no lo dice él, pero se deduce de cualquier enumeración, por incompleta que sea, de las obras, películas y programas de TV que ha protagonizado, de sus premios, que son legión, y, entre otras cosas, de su electrizante carrera teatral en España. -¿Cunill era un maestro duro? -Sí, yo tenía muy malas calificaciones. Pero él pensaba que yo podía servir para el cine. -¿Sólo para el cine? -Sí, en general, sí. Y no porque hubiera sacado esa conclusión después de haberme visto actuar, sino porque yo no actuaba. Yo subía al escenario, ponía la cabeza para abajo y no había Dios que me la levantara para mirar a la compañera. Y cuando la miraba, me reía de nervios... -Es inexplicable. No sé por qué. Supongo que porque de pronto apareció gente que comenzó a tener fe en mí. Yo estaba en Radio Nacional, porque Cunill me había hecho entrar en el elenco del ciclo de teatro Las dos carátulas . Di un examen y quedé, pero para leer el boletín del Mercado de Hacienda. Los grandes papeles en Las dos carátulas los hacían los actores grandes. Yo no era más que un pibe, y tenía que leer las noticias: "Entraron tantas vacas, salieron tantas ovejas". Había que hacerlo con público, y me daba una vergüenza terrible por las chicas. Yo tenía que decir cuánto había que acercar un toro a una vaca para que quedara preñada... -¿Cuántos años tenía entonces? -Y, 16, 17... -¿Allí lo fue a buscar Pepe Cibrián? -No era precisamente un muchacho ambicioso... -No, no, la ambición la pusieron los demás sobre mí. Cuando Torre Nilsson me llamó para hacer Un guapo del 900 , me sorprendí muchísimo. No hubiera pensado nunca que yo, con aquella cara de nene de mamá, pudiera interpretar al guapo. Samuel Eichelbaum, el autor, cuando se enteró de que yo había firmado el contrato quiso retirar los derechos que había cedido. Y tenía toda la razón. Mi propia mamá se la daba. Me habían ofrecido en la misma época hacer de cura en otra película, y le pregunté: "Mamá, ¿qué hago, de cura o de malevo?" "Hacé de cura, nene", me contestó. -Supongo que cuando Eichelbaum vio la película lo llamó para decirle que había cambiado de idea. -Me gustaría poder decir eso, que un día me llamó para decirme: "Me equivoqué". Pero no. No. Y en la filmación fui el hazmerreír de la mayoría de mis compañeros, porque yo me había tenido que dejar el bigote. Todos sabían que no me quedaba natural. Un día me encontré con Armando Discépolo en un tren. Él había dirigido la obra en el teatro. Traté de esconderme, pero me vio. "¿Adónde va?", me dijo. Él sabía... "Voy a hacer una película, señor." "¿Qué película?" " Un guapo del 900 ." "¿Usted qué papel hace?" Yo no le dije "el guapo". Le dije: "Ecuménico López". Me miró un minuto que a mí me pareció un siglo. Después desvió la vista, se puso a mirar por la ventana y no me miró más en el resto del viaje. Cuando llegué a destino, yo no sabía si tenía que decirle: "Señor, me bajo..." Pero no me atreví. Llegué al estudio llorando y diciendo que me iba, que yo no quería hacer eso. Entonces lo llamaron a Torre Nilsson. "¿Qué le pasa?", me preguntó. "No, señor, no la voy a hacer", le contesté, entre sollozos. "Pero ya hace una semana que estamos filmando. ¿Usted no me tiene confianza?" "Sí, señor, pero no lo voy a poder hacer..." Le conté lo de Discépolo. Me tranquilizó diciéndome que les preguntara a los técnicos, a los camarógrafos, cómo estaba saliendo todo. Todos pensaron que yo estaba haciendo un buen trabajo, y por eso seguí. Por eso le digo que la ambición la tuvieron los demás sobre mí. La tienen los demás sobre mí. -Son los demás, no usted, los que creen que lo puede hacer... -Claro. Me llamaron de España para hacer Rey Lear , pero a mí no se me ocurriría hacer Lear. Ni loco, no se me pasa por la cabeza. -Lo raro del caso es que lo que está diciendo suena auténtico. -Le juro. ¿Para qué le voy a mentir? Son esas cosas sin explicación. ¿Por qué fue ocurriendo todo así, por qué ahora usted me está preguntando cosas y yo estoy tratando de contestarle? ¿Cómo pasó? Porque yo sigo siendo aquel también. Puedo decir que tengo cierta experiencia, que me lleva a pensar: "El otro me tiene fe", así que le contesto. Después leo notas que me hacen y digo: "¡Pero qué bien que hablé!" Pero no, el que habló bien fue el periodista, que arma bien lo que yo balbuceo. -Pese a su declarada timidez, usted se ha metido, y se mete, en bailes complicados. Pienso, ejemplo, en esos papeles en los que debe disfrazarse de mujer. -Bueno, para eso me llamó Adrián Suar. Me dijo: "Me dijeron que me ibas a mandar a la miércoles, pero yo igual te llamo. Te mando un libro. No te enojes". Era el libro de Cohen vs. Rosi . A mí me dio una alegría muy grande que creyeran que yo podía hacer eso, porque tenemos tendencia al encasillamiento, a creer que el actor dramático tiene que hacer solamente drama. Y un actor es un actor. Si no, es como si le faltara una parte de su oficio. Sería como un pianista que tocara solamente Chopin. -¿Por qué era tan sensible a las críticas cuando eran negativas? -Porque me parecía que tenían razón. Pensaba en qué iban a decir el director o los productores cuando leyeran esas críticas. Siempre me sentía comprometido con ellos. Por ejemplo, estábamos una vez en Mar del Plata, haciendo una comedia con Nicolás Cabré, que se llamaba El gran regreso . Una noche fuimos a comer. Yo tenía de un lado a Adrián Suar y del otro al empresario Pablo Kompel y me dijeron: "¿No querés hacer La muerte de un viajante ?" No fui yo. Por eso tenía que responder a quienes habían confiado en mí. Lo mismo cuando Lluís Pascual me llamó para hacer Eduardo II , de Cristopher Marlowe. O El público , de Federico García Lorca, que estrenamos en el Piccolo de Milán y después llevamos a París. -Los demás seguían insistiendo en convertirlo a usted en Alfredo Alcón. -Sí, exactamente. Yo he sentido siempre una amistosa, cálida y generosa confianza de los otros. Especialmente con mis compañeros de trabajo. Ahí sí que no tengo dudas. Yo siento que me tienen afecto. Ahora mismo me pasa con Guillermo (Francella). Eso no lo puedo pagar con nada. Es generosidad pura de los otros. -¿De qué colegas se acuerda mejor usted? -Por supuesto, de Norma (Aleandro), de Juan Carlos Gené, Ernesto Bianco, con quien hice hace muchos años una versión de Hamlet para televisión dirigida por David Stivel. Bianco era un fenómeno raro, de los que sólo se dan con algunas pocas personas. Por ejemplo: usted pruebe mencionar en una reunión en la que haya gente que la haya conocido, cuando se produzca un silencio, el nombre de Delia Garcés. A todo el mundo se le iluminará la cara. A todo el mundo, ¿eh? Es matemático, no es un hecho poético inventado por mí. Y todos competirán para ver quién cuenta algo más lindo de ella. Yo no trabajé con ella, no soy de su época, pero cuando debuté en teatro con Colomba , de Jean Anouilh, junto con Analía Gadé (por esa época no venía nadie a saludarme al camarín), de pronto escucho que golpean la puerta y era Delia, aquel ser de luz, maravilloso, de una belleza y una delicadeza increíbles. Me felicitó, y ahí pude ver hasta qué punto había gente dispuesta a ser generosa conmigo. Gente que no conocía. Como Cibrián: yo no lo conocía. Yo me escondí cuando me dijeron en la radio: "Te está buscando Cibrián; está abajo..." Me escondí en un estudio de Radio Nacional atrás de un piano, contra la pared. Pero un compañero le dijo dónde estaba. Y bueno, corrió el piano y me llevó de prepo a la tele. -¿A quién hubiera querido parecerse de joven? -A Francisco Petrone. Era de una generosidad increíble. Yo había hecho en el cine Un guapo del 900 , que había sido su gran creación en el teatro. En una comida que se había hecho en homenaje a Orestes Caviglia, lo veo en la otra punta del salón, enfocándome con esa mirada dura y esas pestañas lacias que tenía. Yo me quedé duro. Empezó a apartar gente, llegó a mi lado, me puso una mano en el hombro y me dijo: "Pibe, me robaste lo que más quería, pero está en buenas manos". Yo pensé: de esto no me olvido más en mi vida... -¿Por qué piensa que lo han alentado, a pesar del concepto crítico que usted tenía de sí mismo? -Yo tengo una teoría. Mala, pero teoría al fin: yo creo que debo de dar lástima y que por eso la gente me protege. Mi debilidad debe de ser muy visible y por eso los otros quieren protegerme. -¿Es más difícil llegar a ser un actor conocido para un chico de hoy? -Hay muy buenos maestros, hay mucha gente que estudia teatro, más que cuando yo comenzaba. Muchos de ellos están haciendo televisión, pero cuando alguien les ofrece algo interesante en el teatro, se rompen el alma, pero lo hacen. Yo aprendo más de los jóvenes que de los grandes, porque algunos de los de más edad dan la impresión de creer que ya lo han aprendido todo, y eso me aburre. Yo trabajo con Nicolás Cabré, con Diego Peretti, con Fernán Mirás, con Fabián Vena y los veo venir con tanta pasión, tantas ganas. Están pendientes de que alguien les diga algo para aprender. Es una camada formidable la que hay ahora. adn Alcón Nació el 3 de marzo de 1930 en Ciudadela. Vivió su infancia en el barrio porteño de Liniers. Dice que fue hijo único de madre viuda, ya que su papá murió cuando él tenía tres años y como su mamá tuvo que salir a trabajar lo criaron sus abuelos. Estudió en la Escuela Nacional de Arte Dramático. Es casi imposible reseñar su carrera. En cine, hizo Un guapo del 900, Los siete locos, Saverio el cruel y Martín Fierro; en TV, lo más reciente fue Locas de amor, para Pol-ka. En teatro, fue Lear y Hamlet, Eduardo II y Edipo. Ahora se prepara para reeditar en Mar del Plata el éxito porteño de Los reyes de la risa, junto a Guillermo Francella. |
por Hugo Caligaris
LA NACIÓN, Bs. As. (Arg.)
Viernes 17 de diciembre de 2010
Autorizado por el autor
Ir a índice de América |
Ir a índice de Caligaris, Hugo |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |