Yo era una escritora.
Y mi madre me despertaba para ir a catecismo.
A veces me encontraba despierta con un libro que parecía haber nacido
entre mis manos. Vamos a voltear al monstruo, decían las palabras. Y
luego de varias páginas de intensa lucha, el monstruo se caía. Pero
llegaba a catecismo con la tarea sin hacer. A veces, ni llegaba, cuando
el monstruo era demasiado fuerte y mi madre se daba por vencida.
Entonces ocurrió lo peor. Me reprobaron. Pero mi madre movió los cielos
y la tierra. Completamos el manual de Dios en una noche, y yo también
tuve mi vestido de fantasma. Una mañana de diciembre salí de mi
habitación haciendo buhh, buhh, hasta llegar a la iglesia. Yo también me
pude arrodillar con un pedacito de Cristo pegajoso en la lengua mientras
rezaba: "rosas, rosas, rosas a mis dedos crecen."
Yo era una escritora.
Y mi madre me dejó a mí misma la responsabilidad de despertar.
A veces parecía una joven predestinada a los insomnios, a veces a las
súbitas desesperaciones. Incansablemente las noches pasaban del estado
germinal al estado asombroso. Y así, poco a poco, fui perdiendo la fe en
las mañanas.
Yo era una escritora.
Y, a veces, despertar era una remota sensación de tempestades. Me
preguntaba si la palabra tempestad era algo tormentoso o purificador.
Entonces andaba todo el día despertando la palabra tempestad. Desatando
sus tormentos.
Yo era una escritora.
Y después de todo, despertar se volvió una actividad que incluía la
vida.
El lenguaje me llevaba de adentro a si afuera. El lenguaje se subía
conmigo al colectivo. El lenguaje dormía entre mis piernas. El lenguaje
me hablaba. El lenguaje me miraba, no me sacaba los ojos de encima.
Yo era una escritora.
Y leía para despertar. Y la palabra despertar no estaba siempre en el
mismo sitio ni ocurría de la misma manera. En apariencia, se trataba de
una serie de movimientos: poner los pies fuera de la cama, preparar
café, salir a la calle, decir buen día. Pero despertar consistía en no
deshacerme de los sueños.
Yo era una escritora.
Tenía buena voluntad para despertar, pero el problema era el zumbido de
los sueños. Exteriormente todo parecía inalterado, aunque ese zumbido
ganaba intensidad de un modo asombroso. Entonces yo era una escritora
que entraba dos veces en el mundo. Una por el lado del día, otra por
lado del sueño. Yo era una escritora y despertaba. Con los ojos lúcidos
de sueños despertaba. Con los ojos cerrados de poesía despertaba.
Parecía una incongruencia. Despertar con los ojos abiertos siempre ha
sido una incongruencia.
Yo era una escritora.
Despertaba y entre las cosas necesarias hacía un montón de cosas
innecesarias para que la palabra despertar tuviera sentido. La mayoría
de las veces las cosas necesarias iban en dirección correcta. Y las
innecesarias iban en dirección resplandeciente. Por andar en la cuerda
floja, más de una vez caí en los lupanares del idioma, en las más
nocturnas conjunciones, en los febriles verbos, en las ciénagas
lunfardas. Y las cosas correctas me parecían letárgicas, en tanto que
las incorrectas me incitaban. Entre los dos mundos yo era una escritora
que despertaba. Y por ahí andamos.
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