UNO
Tiene el mismo número de letras que el vestido rojo con el que entró
largamente a oscuras, y se dio a tutear, en vez de decir usted, a la
morena yamambé.
Ya sea por acción poética, ya sea por intuición, la palabra que dijo
tenía el mismo número de letras que la honda sensibilidad con la que
prepararon el beso petirrojo y ardentísimo.
Podría pensarse que se trababa de un club virtual. Un sóngoro cosongo de
la palabra yamambé.
Pero también podría suponerse que no era un club virtual sino un
manuscrito recién soñado por el huésped caprichoso que había bebido de
la copa morena antes de aprender a esperar, antes de aprender a tratar
de usted a las intenciones primeras.
Pero también podría suponerse que no era ni una cosa ni la otra, sino
más bien un pretexto para encender la mecha, o para encender las luces
de las palabras más oscuras y el jadeo serembó de las palabras sonoras.
Podría incluso pensarse que la morena no llegó jamás y que aquello que
parecía cristalino como el ojo de un pez ausente, no era nada más que
una támbala támbala que se ajuna en la sexofonía de la libertad.
DOS
Eran unos colibríes enormes. Morenos colibríes y melones de agua. Los
colores del aire suave se desvanecían en un acuememe serembó de negros
sabores.
No era el pulmón en su tamaño natural lo que respiraba el Caribe, sino
el sensemayá de la culebra muerta que volvía a respirar como culebra
viva.
La isla jadeaba halos las revoluciones. No tenía necesidad de sepultar
tanta dulzura. El minuto era silencio, el silencio era suspiro, el
suspiro era un gran suspiro de estalagmitas muy blancas o rojas, donde
alguien aspiraba su alegoría, y el aire, quencúyere, el aire, soplaba la
armonía de un universo carabalí, sin ser él mismo forma, pulmón
múltiple, aunque siendo uno se escondía en el cadalso breve y modesto de
cada ácana alada en sus propias raíces diez metros hacia arriba.
TRES
Tantas veces arrodillada mirando la abertura fragmentaria. Un sutil arco
iris del cuerpo que alcanzaba las nubes y que bajaba con extrema
lentitud, soplando suavemente a los planetas de larga cola. En su mirada
yamambé el Caribe empezaba a sugerir que son estrechos y peligrosamente
afilados los huesos de la palabra sensemayá. Alguien desnudaba que leer
es secreto. Alguien tocaba, en dos o tres ocasiones, los pies desnudos
del serembó.
Quien no hubiera viajado nunca al Caribe también podía sentir la
apertura fragmentaria, soplando la llama del arco iris que se arrancaba
las letras a pedazos en el sóngoro cosongo y derramaba los acentos fuera
de los altares del lenguaje, ¡yamambé!
CUATRO
Un jarabe que hacía húmedas fruslerías para que viajaran al Caribe los
que nunca han viajado, los que nunca viajarán, los que aun viajando
nunca viajaron, porque viajar al Caribe no es pisar el Caribe sino beber
el Caribe, soñar el Caribe, soplar el Caribe, crear el Caribe con las
palabras en la mano.
Las culebras sin embargo no olvidaban los alborotos desdichados de los
lava-pies, de los cava-tumbas, de los traga-sables que pisaron el Caribe
como quien se lava la culpa de contrabando y se pone tules para fraguar
un meloso placer del cuerpo en un tumulto de alharacas rengas que, a la
larga, terminan siendo pantomimas flacas.
La cosa fue que el último barrilete se extenuaba en un serembó de agua,
una gran gota que en cualquier lengua abriría jarritas llenas de leche,
pero que en el Caribe no, porque la palabra sonó a tiempo y se hizo eco
y se hizo ron: el Caribe no se pisa. El Caribe se bebe, serembó. |