I.
Más delgada que el pensamiento, una muchacha sonriente retocando el
olvido. Muchas cosas por asociación traen aquel otoño derribador de
puertas. Las parvas de carbón vegetal negro, más un hilo con calibre de
nada. La cabeza insegura, el derrumbamiento de los discursos. Pensar en
el cielo, las siembras de tamaño natural, la palabra desaparecida más
cerca de todos los hilos del cosmos, de la poiesis, de la empleada
municipal y sus cuatro dragones en la cosmonave del reencuentro, esa
metonimia de la salvación. La cosmonave lleva 30.000 profundidades por
el cielo, como única presencia aquí, a la luz más secreta, en
consonancia con la música. Puesto que en sí, este pensamiento obligaba a
desfilar blanco sobre blanco, se ha convertido en león, probablemente.
II.
Ver pasar las remotas tempestades, la nube que acaba de detenerse sobre
el hombro del eternauta, en un universo tocado por el último gesto de
color. Ver y buscar. Pero no, no es meteorito, hoy rosa, ayer sol
endiablado, mañana cristal pequeño de los arenales de Marte. No la
fosforescencia de sus actos subversivos. Ni la transparencia de los ojos
de los sicalos. No la masa radiactiva de los mantras ni el susurro
estelar de los cuatro dragones diminutos. Es la vibración terráquea de
las 30.000 profundidades que surcan el cielo. Por eso no tienen más que
tierra los astros sembrados de pumas diminutos y carbono constelado. No
pocas veces la batalla prosigue en el vuelo de ideas esféricas sobre una
atmósfera de oxígenos celestes y futuros fuegos.
III.
Severa y pura, loba gris, la golondrina de la noche une los extremos de
los años vesubios en que se vio, perfectamente, que todos los mundos
existen y que es posible venir, entre el follaje y el pasado, con el
perro cósmico y la pájara silente, que nada han dicho, y el silencio les
llenó la boca con una espuma blanca y leal. ¿Dónde quedaron aquellos
viejos mundo torturados? Allá, en esa pequeña bola cubierta de agua y
selvas, de arenas y montañas, hay una voluptuosidad nunca terminada. La
golondrina de la noche sideral va de un planeta a otro, sin saber de la
cosa fatal que quedó abajo, en ese río oscuro y caudaloso, en la
pregunta trágica, enorme.
IV.
Una llama ínfima se amortigua. La idea del hombre, combustión, fuego en
tal brillo lúbrico, el cosmos lo ha conocido y lo expresa. Su poder
rápidamente reprimido en el actual proceso, esa otra luz que arde en
dirección al transcurso del drama, su imagen de casi total disociación,
las figuras que van apareciendo en lenta quema. Habría sido el comienzo
de la acción, frente a la más interior piel apretada de su destino cada
vez más recompuesto con giros, orbitando alrededor de su propio corazón
sagrado, señalando los puntos en cercanía ulterior y asimismo nervioso,
asertivo, dominante. Giros coloquiales, proverbios, detallada ascensión
de las palabras y las cosas, poemas de vía láctea que respiran el otro
aire suyo en un cielo de todos.
V.
Y eso es la lengua de los eternautas, los platillos voladores y la
palabra estrella más allá de este vacío, todavía un lecho de paramecios
corona de perlas los 30.000 suspiros. La escena planetaria, casi frutal
en moreno color epitafio, consentida la noche, abre un pequeño agujero
por donde entran los infinitos astros a formar diminutas constelaciones
que ni Dios se ha atrevido a crear, pensando que los hombres y los
ángeles debían ser diferentes. Que los demonios y los ángeles debían ser
diferentes. Que los eternautas y los hombres debían ser diferentes. Dos
incrustaciones de la Virgen, culebreantes como dos gotas de sol sobre un
gran corazón frío, rígido, en el niño ángel, saxofones y palmas
galácticas. Los ojos siempre pueden llenar el sombrero cósmico del tarán
tan tan, curiosas preguntas, como suele decirse, ¿qué es el perdón? ¿qué
es la justicia? ¿qué es la verdad? |