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Medios de transporte
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Lunes. Subo en la esquina de siempre en el colectivo de siempre. Por todo el cuerpo me corren las palabras esdrújulas. Las graves se instalan alrededor de un recuerdo preciso. Las agudas no riman jamás, porque yo se los prohíbo. En cada cruce los autos frenan sus cuatro ruedas de hospitalarias cualidades. Los ocupantes mueven las cabezas hacia adelante y hacia atrás. Mantiene los ojos fijos. Acaso hacia los clamores, acaso hacia el pago fácil, arrastrados por la pulsión manierista de los vencimientos. Sube Clitemnestra. Las cosas ya no necesitan tener sentido. Agamenón al volante ni la saluda. Trato de hacer memoria. Anoche sólo bebí agua de la luna. El café de la mañana estuvo liviano. Los puntos suspensivos parecen bolas de billar haciendo hoyo en los agujeros de mi entendimiento. Agamenón mira por el espejo retrovisor. Clitemnestra le da vuelta la cara. Martes. Sube la empleada municipal. Mis fechas no son totalmente fidedignas. Mis medios de transporte tampoco. Mi lenguaje tampoco. Suben los estudiantes de música. Sube Hefesto, el ilustro cojo de ambos pies, quien con sabia inteligencia se sienta al lado de la empleada. Hablan de todo menos de los cuatro dragones. Sube Ulises, el skater y detrás de él, Atenea, justo a tiempo. En un santiamén el colectivo se llena de aqueos. Atenea hace algo con sus manos claramente femeninas, especialmente la derecha, con la que se sostiene del pasamano del techo del colectivo. La izquierda está llena de libros. Todo ello muy claro. Atenea luce hermosas grebas Hush Puppies. En las veredas flamean las banderas de liquidación: vender o morir. Por mi parte moriré atacada por alguna larva intertextual que irá envolviendo mi cuerpo en su capullo de seda, o de una catástrofe barroca, o de una sobredosis de puntos finales. De hambre, no. O sí. Miércoles. Sube Leto, la de hermosa cabellera. La máquina le rechaza la tarjeta. Alguien se sienta junto a mí. Pregunta. Se activa la vanguardia de los monosílabos, mi aliados. Leto insiste. Nada. Otra vez. Nada. Agamenón estira la mano derecha hacia atrás. Leto le entrega la tarjetita en silencio. Me dan la razón: no hace falta emitir una sola palabra porque nos gobiernan los movimientos. Agamenón frota la tarjeta sobre su pantalón. La mira y la devuelve. Leto acerca con precisión aquea el plástico hacia el visor y obtiene su boleto. No dice gracias porque es de primera generación divina. Mira. No hay asientos disponibles. Queda de pie, a merced de Zeus que disimula no estar al tanto de lo que su bajo vientre busca. Agamenón frena la cóncava nave y el brusco movimiento favorece al dios de los malos hábitos. Leto podría convertirse en codorniz, como su hermana, y arrojarse al cemento para transformarse en calle Santa Fe. Pero opta por dar un pisotón y Zeus queda mal herido. Jueves. Subo a las ocho y diez. Pago con cambio justo. Agamenón aprieta el botón indicado. Sale el boleto sin tinta, lívido como el rostro de Helena. Busco el último asiento del colectivo. Bajo ocho y media. Corro. Llego sobre la hora. La esfinge formula su acertijo. Digo a todo que sí. Entro como por un tubo. La materia verbal de la oficina se va haciendo cada vez más espesa. El día de la secretaria nos concede una azalea. Nadie atina a suicidarse con el moño de cinta ribbonette. El supervisor va de un escritorio a otro, emanando el típico olor a cianuro de los buscadores de oro. Llega el momento de decir hasta mañana. La esfinge babea en su puesto. Mira el reloj. Nada qué decir. Me abre la puerta. Salgo por fin. Camino. Camino. Camino. Instante báquico. Todo el viento en la cara. La oscuridad en los ojos. El silencio va y viene de los pies a los hombros, de los hombros a la garganta, de la garganta a las rodillas, de las rodillas al esternón. Pierdo el colectivo. La palabra oscuridad es lanzada a la ligera y vuelve llena de sombras. La palabra luna se airea, se irisa. La palabra esperar no tiene más que una punta ardiente vuelta hacia mí. Espero la próxima nave ordenando en mis pensamientos la puntuación mortífera. La azalea suicidante quedó sobre el escritorio. La noche se abre como un rumor y se deja atravesar. Viernes. Sube Casandra. Sube la niña ciega. Suben los Siete de Tebas. Sube Marisol pero no me ve. Piensa que estoy enferma. Piensa que me caí en la bocacalle de la esquina de siempre. Piensa que tomé la forma de mi destino. Piensa que me llamará más tarde. Sigo atenta a lo que pasa del otro lado de la ventanilla sin ver lo que pasa. Indelebles preguntas se mezclan con palabras de un jardín vecino. Un día o una noche me siento perdida entre el día y la noche. El hemisferio del día se mezcla con el hemisferio de la noche. Es una fórmula de doce palabras. Miro hacia adelante. Soy la metonimia bípeda del universo. Veo autos estacionados uno detrás de otro. Bordes de ventanas, mojaduras de luz en los cristales, lejanísimas personas, una suma inmensa de misterios. Agamenón es un hombre que tiene que cuidar el rumbo de sus emoticones. Hay dos cosas a considerar: el mundo es una red de inconsecuencias y voracidades. El mundo es apenas débil y los dioses también lo son. Hay un poeta portugués en el medio de todas estas cosas. El micro va suficientemente lejos para mí. El micro me transporta. |
por Miriam Cairo
cairo367@hotmail.com
Originalmente en Página12 (Rosario)
Sábado, 7 de septiembre de 2013
Link a la nota: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-40479-2013-09-07.html
Autorizado por la autora
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