Cuenta la leyenda japonesa que las
personas predestinadas a conocerse se encuentran unidas por un hilo rojo
atado al dedo meñique. Este hilo viene con la persona desde su
nacimiento y nunca desaparece. El hilo existe independientemente del
momento de sus vidas en el que vayan a conocerse y no puede romperse en
ningún caso. No importa el tiempo que se tarde en conocer a esa persona,
ni importa el tiempo que transcurra sin verla, ni siquiera importa si
vive al otro lado del mundo, el hilo se estirará hasta el infinito,
algunas veces pueda estar más o menos tenso, pero nunca se romperá.
Dice Mircea Eliade que "el mito (y su hermana menor, la leyenda, digo
yo) es una realidad cultural extremadamente compleja, que puede
abordarse e interpretarse en perspectivas múltiples y complementarias".
A esta altura de mi vida, que es un modo de decir, a esta altura de las
lecturas y las escrituras que me han ayudado a construirme, encuentro
que la leyenda del hilo rojo tiene una verdad que excede (no excluye) la
del vínculo amoroso predestinado a realizarse. Esa significación
extendida corresponde al lazo que estamos consagrados a tener los
lectores con determinados libros, con determinados autores.
En el caso de la lectura, además, el hilo que se extiende desde el
lector, no lo hace hacia un único autor sino hacia una constelación de
nombres y textos, lo que produce un entramado individua y único, como un
ADN literario que, a su vez es social, ya que hay autores que dialogan
de manera más fluida con ciertas generaciones, puesto que expresan un
estado de ánimo, una manera de sentir que atañe al conjunto de la
sociedad.
Tal es el caso de Hermann Hesse; y traigo su nombre a estas reflexiones
porque a partir de releer sus textos, de hacer contacto con el subrayado
de ciertos párrafos, es que arribo a esta idea del lazo indeleble e
indestructible entre ciertas lecturas y la experiencia del lector. El
carácter social del acontecimiento quedó de manifiesto cuando al
compartir algunos fragmentos de mi relectura tuve inmediata respuesta de
otros lectores que también se habían encontrado con Siddartha, Demian,
El Lobo Estepario, Mi credo, en una etapa de su vida.
Sin duda, muchos y muy variados han sido los lobos que nos iluminaron
con el brillo de sus ideas, que nos despertaron con el aullido de sus
libros. El hilo rojo atado en la infancia y la adolescencia sigue
tensándose a pesar del tiempo, del espacio, de las sucesivas e
innumerables lecturas que hemos ido construyendo. Al releerlos nos damos
cuenta de que subyacen en lo profundo de nuestras experiencias, porque
cuando nos conmovemos ante ciertos acontecimientos sociales, cuando
manifestamos acuerdos o repudios, cuando somos capaces de avanzar hacia
ideales cada vez más claros, cuando tenemos espaldas para disentir y
corazón para acompañar, e incluso, hasta en nuestra manera de amar, de
condolernos, de gozar, de comunicarnos, comprendemos que hemos sido
configurados por aquellas lecturas, con las cuales permanecemos unidos
por medio de un hilo silencioso pero inmensamente vivo.
Aquellos libros que están escritos en nuestra memoria, como lo imaginara
Ray Bradbury en Farenheit 451, no sólo están a salvo de la falta de
reediciones, a salvo del descuido editorial, a salvo de los medios
masivos de difusión y entretenimiento que no invitan a ir a lo profundo
del ser, sino que también están a salvo del olvido porque forman parte
de la memoria de nuestro organismo individual y social.
Podría decirse que el lector, más que ningún otro sujeto, vibra con la
energía estética e ideológica de su época. Se habla mucho de la
sensibilidad del artista, pero al unísono se manifiesta la sensibilidad
del lector, del receptor, pues, así como el escritor prefigura un
lector, que no es la persona que lee sino el alma con la cual dialoga,
los lectores vamos generando el cubil a donde hemos de cobijar al lobo.
El cubil de la lectura es un espacio tiempo, pero además es un lenguaje,
una emoción, una perspectiva y una erótica.
Del mismo modo que la leyenda japonesa revela el misterio por el cual
ciertas personas están unidas por un lazo indestructible que desconoce
la distancia, la relectura nos devela que también hay un hilo rojo que
nos tiene unidos a determinados libros. Pueden ser muchos y muy dispares
(de hecho lo son) los títulos que vayamos explorando, incorporando a
nuestra experiencia literaria a lo largo nuestra vida, pero la unión con
ciertos textos llega al nivel de una apropiación tan profunda que se
vuelven parte de la propia genética. Es más, se vuelven el idioma íntimo
y personal con el que nos damos a conocer y con el que nos comunicamos
con el mundo. |