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El mecanismo del mundo no da abasto |
Es cerca de medianoche y he decidido no moverme del bar. Desde las diez lo he decidido para no privarme de este momento de lucidez en que bebo un café metalizado que sabe a ron y observo el mundo desde adentro. Desde las diez estoy haciendo autopsias del aire que la gente respira. Todo es muy extraño en estas noches. Salgo de casa para no escribir. Para no caer en la cuenta de que escribir es mucho más de lo que ocurre. En la mesa de al lado, Nelson come una tarta de queso y bebe su café express. Nelson le hace reverencias a la tarta de queso cuando llega Haroldo. Está nervioso y no puede controlar su tic. Sin dejar de sacudir la cabeza dice: -Bueno, Haroldo, fui a ver al hijo de puta. Me concedió una entrevista. -Creí que ya no recibía a nadie. -Pero me recibió. Ahora tengo que publicar el reportaje. No sabe escribir, Haroldo. No tiene vocabulario, no tiene estilo. |
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-Nada. Sólo vomitar y follar y putear, Nelson, eso es todo... Yo los escucho desde mi mesa y maldigo las traducciones españolas de Bukowski. También los maldigo a Nelson y a Haroldo porque el hijo de puta no es sólo una máquina de follar, sino también de juguetear con el dedo índice en el botoncito de lilas de la muchacha más bella de la ciudad. Mientras leo, escribo. Mientras escucho, leo y escribo. Mientras desprendo los botones, escribo. Mientras decido no escribir, escribo. Es inaudito. Para mí tiene algo de milagro. Algo de maligno. El bar es el peor sitio para dejar de escribir. Sería mejor salir a caminar. Quien camina en la noche tiene las estrellas contadas. En sueño muchas cosas se comprenden, pero la realidad es un estanque donde todos los días se encuentran dos o tres ahogados. Me asomo, por pura curiosidad y veo los cadáveres flotando como plantas acuáticas. Yo tampoco soy una mujer completa, pero he oído que la desdicha de todos los seres humanos es la dicha de la humanidad. Ahogada también la mujer tres partes niña que todas las tardes ensaya en la esquina un paso de baile. La muchacha púber, que no encuentra al príncipe Adán entre tanta gente, flota como planta acuática en el estanque. Oh, Yeats, Cass, la chica más linda de toda la ciudad, ahogada también en el estanque. Un hombre de negro mira con ojos los cadáveres flotantes y se lleva el susto a otro lado. Nadie se rompe la cabeza por una metáfora, Ingeborg. Insensata. Intemperie. Intratextual. Indómita. Nadie, ni tampoco nosotras, no vaya a ser que resultemos algo mejor de lo que esperan. Parece que la vida es así a propósito. Pase lo que pase me pone a escribir en el mismo bar en el que había decidido hacerle autopsias al aire para no escribir. Para no darme cuenta de que escribir es más de todo lo que ocurre. Es un hecho. Aquí y allá los perros viejos tienen mucha dignidad. El mundo es un mecanismo perfecto: cuando un perro viejo empieza a llorar, otro perro viejo deja de llorar en otra parte. Lo mismo ocurre con la palabra perro. Pero cuando una poeta austríaca muere, ¿nace una poeta austríaca en otra parte? El mecanismo del mundo no da abasto. El perro viejo avanza cojeando. ¿Por qué no duerme? Se detiene delante de alguien que lo ignora. Se pregunta si no va a llegar nunca la noche. Calcula mentalmente las horas. El hombre que lo ignora no es del lugar. El perro mira a su alrededor. Hoy todo lo ve negro. El hombre no es del lugar. No sabe que esto es el crepúsculo clavándole el espolón a la madrugada. El perro debe prestar más atención, de lo contrario nunca llegará la noche. El hombre no se da cuenta de que la oscuridad galopa sobre la perra blanca. Definitivamente no es del lugar. Tanto andar en la sombra de la sombra, lo inaudito se vuelve cotidiano. Mis libertades me llevan a vivir situaciones muy peligrosas. Esta noche me he propuesto tomar venganza de la noche. Escribir es más de todo lo que ocurre. Los tijeretazos plateados de la luna cortan los hilos que me atan al mundo. No escribo para no nombrar lo que no existe. Un desmayo definitivo no alcanza a dormirme definitivamente. Mientras decido no escribir sigo mi camino. Descubro dos barbudos semidesnudos que me atan las manos. El café con sabor a ron me retrasa las palabras y no logro preguntar si soy yo, o es Ingeborg la que gime. No sé en qué momento estos dos desconocidos empezaron a tratarme con excesiva confianza. Uno de ellos tiene un tic. Mueve la cabeza como un pájaro carpintero. El otro sacude la lengua como un perro. Los dejo trabajar un rato fingiendo estar dormida. Dejo que jueguen con mis huesos brillando en la noche. Ya no es la hora inocente. Es la hora de los rostros doblados donde no puedo verlos. Esta lila caliente. Este corazón misterioso. Estos barbudos en la zona de fuego. Esta poeta que no muere. "No más dulces, muchachos", les digo mientras rompo con todas mis fuerzas los lazos que me atan a la noche y cierro las piernas. Los barbudos se echan hacia atrás. "Hombres hambrientos. Les he dado los huesos, les he dado el dulce, les he dado el crepúsculo. Es hora de amanecer. Se terminó el insomnio. Tengo que escribir y despertar, o despertar y escribir. Vaya a saber qué cosa ocurre primero u ocurre mejor." Y con la cabeza gacha los barbudos vuelven inmediatamente a los libros de donde nunca debieron haber salido.
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por Miriam Cairo
cairo367@hotmail.com
Originalmente en Página12 (Rosario)
Sábado, 5 de octubre de 2013
Link a la nota: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-40855-2013-10-05.html
Autorizado por la autora
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