"¿Dónde está Cairo? ¡Que la llamen!", dice el editor, haciendo de su
nombre un abismo oscuro.
Es un edificio viejo, mal iluminado y con ascensor de rejilla,
democrático. Por allí suben todos: los cronistas, el editor, las
visitas, deudores, acreedores. La reja negra tiene una flor o un follaje
donde esconder los ojos tristes o hipnotizados.
Cairo llega con su femenino tropel de luciérnagas custodiadas por un
rayo misterioso. El editor sigue hablando, olvidándose de las comas y
dando rienda suelta al estilo libre. Cairo tiene una mirada Polaroid
cuyo resplandor llega desde 1937 hasta la Estrella Polar. Ha leído a un
autor aureolado. A un autor anónimo. A un autor empírico y a un narrador
obsceno. Cualquier otro editor la habría rechazado ya que es propensa a
los mareos, alérgica a los sahumerios y víctima de los horarios.
El editor aparece en el ojo de las luciérnagas con la túnica negra del
Emperador Amarillo. Las palabras hacen fila en el estrecho pasillo de
entrada: unas van al sector locales, otras a deportes, otras a
espectáculos, otras a la última página. Algunas no tendrán paz: irán
hacia uno y otro lado y las luciérnagas celosas las mirarán pasar.
El editor pregunta a alguien indeterminado, gritando desde el final del
pasillo, como si estuviera en una calle de Roma, quién cubrió la visita
del gobernador de la provincia. Un siseo que está a punto de ser
amistoso entre las chicas de la recepción y los cronistas suscita un
griterío que lo refuta.
Cairo alza tormentas monosilábicas. Las luciérnagas se visten de fiesta
con su mejor color. Susurran cosas en primera persona y la luna
menguante sostiene en un cuerno la Estrella Polar y en otro, la
Polaroid.
Hoy aquí mañana allá. El editor colma de noticias a los lectores del
diario. Ser intermediario entre la información y el lector puede ser un
gran suplicio porque los hechos de la realidad se producen
desautorizando los deseos de cualquier ser humano. Las luciérnagas de
Cairo trabajan en el otro plano de la voluble existencia. Trabajan con
seres que quieren vivir según las esperanzas de cualquier ser humano.
Las luciérnagas narradas zumban como un enjambre elaborado por la
memoria. El editor esquiva el tropel de palabras que quiere
atropellarlo.
Las luciérnagas parpadean con un ojo insensato y otro vigilante mientras
los cronistas de las primeras páginas y la narradora de la última van
dejando entrar, una por una, la interminable fila de palabras. Hay un
entrecruzamiento tumultuoso en el pasillo. Las que no sirven aquí van
para allá. Las que están demás allí vienen acá. Luego leeremos lo que
dicen.
Los cronistas escriben en una lengua que los lectores de noticias
entienden. Las luciérnagas, en cambio, usan esa misma lengua pero no
como un material ya hecho y significado sino como greda virgen. Es una
lengua que sólo los lectores de contratapas entienden.
El editor parpadea a baja altura, sin ponerse de un lado del pasillo o
del otro. Por el cielo pasa un biguá avisando que se va hacia el río y
locas las fontanas le cuentan su amor. En un ágil movimiento el editor
desvía esa noticia de la primera plana. Contra reloj rebota en los
policiales, se estrella en el titular de economía, no resuelve el drama
electoral y cae en la última página.
Todo ocurre vertiginosamente. A sangre fría se cierran las columnas:
especulación y equilibrio en La Bolsa de Comercio, hacia la derecha.
Juicio a represores en página impar. Cartelera de cine en fuente nimia.
Una muerta con alas en el cesto del olvido.
El rayo misterioso ilumina la noticia del biguá que da unas vueltas,
hace un paso de tango y se deshace en un vals. Ese pájaro fornido viene
huyendo del Miriñay y del pasado. Viene arrastrando el ala margarita y
las luciérnagas curiosas hacen nido en el pelo de Cairo que recoge el
humo, el alma, el vuelo del biguá, y escribe. |