Uno
Viene hociqueando como un átomo tironeado por dos ideas. Con su aspecto,
vagamente interplanetario, avanza con un pie delante del otro, para
disimular su especie. Utiliza las puertas para ingresar en el bar.
Levanta la mano hacia donde está el mozo en señal de saludo, luego se
inclina prudencialmente hacia mí para darme un beso. No entra por
completo en mi boca. Advierto que todo lo que es, llega a manifestarse.
Dos
Trae consigo esa música de orquídea voladora que acalla el estruendo de
la luz. Quiero que se abra la otra puerta, dice con voz de musa
travestida de esperanza, y yo le digo, oh. Mi oh existe con la misma
suavidad de la orquídea y con el mismo tironeo del átomo. Mientras uno
de los dos exista el otro dirá oh. Advierto que todo lo que se
manifiesta llega a ser.
Tres
Sigue trayendo la misma seguridad de vivir que tienen los átomos y las
orquídeas. Me dice que debo oír ese ruido en el suelo del bar. Es el
ruido del desplazamiento, de la escritura. Entra y sale de mi boca dos
veces, tres. Tiene derecho a hacerlo. Sospecho que a veces el mozo del
bar no lo ve. Tal vez haya noches en las que el mozo no exista.
Cuatro
Tomo nota de lo que ocurre al instante en el que entra en el bar para
hacer un análisis preciso de la realidad. Estas notas han de corroborar
que la realidad no necesariamente se liga con lo que ocurre. Presiento
que hay un error en esto de hacerlos coincidir. El me lo vuelve a
confirmar cuando saluda al mozo que no lo ve y entra por mi boca
soberanamente. Se queda allí largo rato. Es imposible pretender que el
mozo lo vea y lo salude cuando me trae el café.
Cinco
En el bar las cosas son más fáciles, más difíciles. Dentro de mi boca él
es inmenso e invisible. Untuoso. Atómico. Floral. Su talla es preciosa.
Su prestancia, púrpura. Su género, ambidiestro. Sus lágrimas sólo
aparecen cuando sin querer lo he mordido y me doy cuenta de que los
géneros literarios son hostiles a sí mismos. Los empujo con la lengua y
se descontrolan. El se me pega en el paladar y utiliza todos los latidos
del corazón para salvarme.
Seis
Lo de siempre. El mozo no existe y él lo saluda cuando sale de mi boca.
Es como el esqueleto de una mariposa, el carozo de un cometa, el
caparazón de un crisantemo, los huesitos de un poema.
Siete
Al fondo del pocillo de café hay un verso muy antiguo, casi vivo. El
mozo del bar no lo reconoce. Creo que ni siquiera lo ve. Y llueve.
Parece una tormenta demasiado grande para un pocillo tan pequeño, pero
recuerdo algo sobre el átomo y la orquídea que nace en el pocillo y se
prolonga hasta adentro, bien adentro de mi boca, donde está él.
Ocho
Para empezar, sus ojos siempre están entrecerrados y los labios
entreabiertos. O son mis ojos, y mis labios, no sé. La respiración
parece insuficiente, entonces respira por mi boca o yo respiro con la
boca de él, no sé.
Nueve
El eclipse de una aureola de relámpago cae justo en el centro del poema.
Oral y presente. Se siente untuoso en la boca. Frutal. Mineral. Animal.
El poema no está dentro del pocillo de café. Lo tengo dentro de la boca.
Debajo de la lengua. Los géneros literarios están muertos desde hace
miles de años, pero existen. Y no son verdad, pero existen.
Diez
El mozo no me ve. Habla con él directamente. O no existo o todavía no
llegué. Raro, porque siempre creo ser yo quien lo espera. El poema es un
animalito cuántico que bebe leche de orquídeas. La membrana de lo real
se hace traslúcida y deja ver que ocurren cosas que no existen pero que
en su corazón de orquídea son más verdaderas que la mismísima verdad. |