El día que todos se fueron
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Durante
todo el día el calor había sido insoportable.
Transcurrían
los últimos días del mes de enero, de un verano tórrido y húmedo, sin
lluvias, que no hacía más que agravar la espantosa situación económica
del país y la crisis institucional.
El desánimo, la impotencia y la incertidumbre me embargaban y lejos de intentar vislumbrar posibles soluciones, el futuro se me presentaba carente de expectativas y muchas veces me sentía a un paso del abismo y la desesperación. |
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Coordina Diego Fornía. Diagramación y fotomontaje: Germán Sayago |
Esa
noche me acosté temprano, pero las preocupaciones me impidieron dormir
hasta muy tarde, casi de madrugada. Cuando por fin lo hice, no tuve un
descanso apacible y los sueños más extraños e incomprensibles me
invadieron, sumiéndome en un letargo frío y viscoso muy parecido, creo,
a lo que debe ser la muerte.
Cuando
por fin desperté cerca del mediodía, me sentía totalmente agotado, sin
fuerzas y decidí esperar un rato antes de levantarme.
Me
incorporé a medias, trabajosamente y encendí la radio para escuchar las
noticias, pero ésta no funcionaba. Sólo emitía un sonido agudo que
taladraba los oídos. La apagué con rabia, pero después me tranquilicé
pensando que era mejor así, para escuchar malas noticias...
No
sé cuanto tiempo estuve como adormecido vagando con la mente y recordando
antiguas imágenes, queridas, lejanas...
Sentía
una extraña opresión en el pecho y algo raro en el ambiente que no podía
precisar. Era como una especie de melancolía, un vacío, un extraño
silencio...
Me
incorporé de nuevo y presté atención... Sólo se escuchaba el tic- tac
del reloj y mi respiración entrecortada …..Todo estaba en silencio...
¡Eso era, un total, absoluto y monstruoso silencio! Un silencio pesado,
corpóreo, tangible, que ocupaba todos los espacios...
Me
vestí rápidamente y salí a la calle, no podía creer lo que veía.
¡Todo
estaba desierto, no había nadie! Ninguna de vecinas barriendo la vereda,
ni los niños jugando a la pelota, ni las señoras haciendo las compras o
conversando en la puerta, todo era igual a una gigantesca y silenciosa
postal, sin personas, sin pájaros, sin vida...
En
un primer momento desorientado y confuso, no alcanzaba a comprender la
gravedad de la situación y buscaba explicar estúpidamente lo que no tenía
explicación. Pensaba que durante la noche pudo ocurrir alguna emergencia
y tuvieron que evacuar todas las personas de esa cuadra, pero en ese caso
¿Cómo no me avisaron, cómo no me enteré de nada?. Intenté nuevamente
escuchar la radio, pero nada. Sólo ruidos y descargas.
Probé
con el televisor, tampoco funcionaba... Por fin me decidí a caminar por
el barrio, tenía que encontrar a alguien y enterarme de lo que había
pasado. Cuando llegué a la Avenida San Martín ya estaba muy preocupado,
no había nadie en las calles. Me detuve en la esquina y observé en todas
direcciones. Nada. Ni un automóvil, ni vina persona, todo estaba
desierto... Pero lo que más me asustaba era ese silencio espantoso,
penetrante...
Comencé
a caminar despacio hacia el centro como lo hacía habitualmente todos los
días, pero les puedo asegurar que el paisaje era totalmente diferente,
esa soledad...
Los
negocios estaban cerrados y observé que las bolsas con residuos no habían
sido recolectadas diarante la noche y permanecían en los cestos y las
veredas. Ningún perro aprovechaba la situación...
La
panadería estaba cerrada, y a través de sus vidrieras observé que había
pan y facturas en los estantes. Cuando pasaba frente al viejo tanque del
agua, la puerta de la guardia estaba cerrada y no había operarios en el
playón que me saludaran, como todos los días...
Levanté
la vista hacia las grandes palmeras y los árboles que están en el parque
al lado del playón tratando de ver entre sus ramas algún pájaro, una
paloma, pero fue inútil...
Cuando
llegué a la plaza, ya había perdido la esperanza de encontrar a alguien,
todos los taxis estaban en su lugar, vacíos...
Me
detuve un momento frente a la calesita que estaba en el centro de la
plaza. Se hallaba cubierta por la lona que la protegía y por un momento añoré
con tristeza la música y la risa de los niños abrazados a sus caballos y
girando sin cesar...
Después
de unos minutos de cavilaciones, crucé la calle en dirección a la
Catedral.
La
casa de Dios estaba abierta y la semipenumbra de su interior y el olor a
incienso reconfortaron mi corazón. ¿Cuánto tiempo hacía que no entraba
a una iglesia?
Avergonzado
me arrodillé frente al altar y comencé a rezar en voz alta, con
inusitada vehemencia y profunda desesperación. Por momentos me asustaba
el sonido de mi propia voz en medio de ese silencio sepulcral preguntando
una y otra vez ¡Dios mío! ¿Dónde están todos, dónde se han ido?
Fue
en ese momento que un extraño presentimiento me impulsó a salir
abruptamente. Al cruzar el atrio, una ráfaga de aire helado me arañó el
rostro y al mirar hacia arriba descubrí horrorizado, que el cielo estaba
rojo, como de sangre... |
Juan Carlos
Caffaro
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
12 de setiembre de 2010
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