Vocación por la pintura |
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La
tarde se podía considerar luminosa si se tenía en cuenta que eran más
de la cinco y de que estaba promediando el otoño. Pese a sus amplios
ventanales, en el interior de la confitería parecía de noche. Ese efecto provenía de su singular decoración: las lámparas en forma de cubo tenían arabescos anaranjados y su fuerte luz se proyectaba sobre el centro de las mesitas de madera que –igual que las sillas– eran negras. Sin embargo, el lugar transmitía alegría y vitalidad por las reproducciones de Diego Rivera que exhibían las paredes pintadas de ocre. Como
todos los martes, Juana Lucero y Emilio Mirrá estaban sentados a una
mesa. Él vestía un impecable traje oscuro, de buen corte, y ella pulóver
y pollera visiblemente ordinarios. Juana le hablaba de todo lo que había
hecho en los siete días que no se habían visto y de lo que proyectaba
realizar la semana próxima. Emilio, cuando le llegó el turno, procedió
de la misma manera, enumerando pasado y futuro semanales. Ambos se aburrían,
no les interesaba lo que decía el otro. De buena gana se hubieran
entretenido mirando los videos que pasaban los televisores ubicados sobre
las cuatro columnas del local. A
las seis se retiraron y fueron hasta el garaje de al lado, donde Emilio
había dejado su coche. Condujo unas diez cuadras hacia Palermo Viejo y
estacionó frente a un edificio de seis pisos. Subieron al tercero,
entraron en un pequeño departamento de dos ambientes, que sólo contaba
con los muebles indispensables. En cuanto cerraron la puerta se
desvistieron cada uno por su lado: Emilio se sacaba la ropa en el living y
Juana en el dormitorio. Tuvieron
relaciones, dormitaron una media hora y, dando por finalizado la
ceremonia, Emilio se fue minutos antes de las ocho de la noche. –La
muchacha me tiene podrida, es una sucia –se quejaba Juana mordiendo el
cigarrillo que fumaba. Había
poca gente y la iluminación anaranjada de las lámparas con arabescos
otorgaba al ambiente un toque irreal. Emilio
trataba de disimular su tedio. Sin que ella lo notara observaba de reojo
uno de los televisores que estaba transmitiendo un video clip.
Comprobó que su volumen estaba al mínimo y, curiosamente, la música del
local no coincidía con la que anunciaba la pantalla. –Comprendo
que viene sólo una vez por semana, pero podría limpiar mejor. –¿Por
qué no la echás? –propuso Emilio para no demostrar su falta de interés. –No
es fácil reemplazarla: son todas iguales. –¡Ahora
me provoca! –Juana estaba fuera de sí. Se refregaba las manos como si
ello la calmara–. A esta estúpida se le dio por ensuciar mi foto que
está sobre el aparador del living. ¡La mancha con puntitos de lápiz
labial rojo! Emilio
dejó de mirar las reproducciones de Rivera –recordó haberlas visto en
alguno de los libros de arte de la biblioteca de su casa– y lo invadió
una repentina curiosidad. –¿Y
por qué hace eso? –Y
yo que sé. De jodida nomás. –¿No
pertenecerá a una secta y te estará practicando algún tipo de brujería?
–preguntó Emilio poniendo los brazos sobre la mesa. –¡Por
Dios! ¡No me asustés! –chilló Juana. –¡Rajala
inmediatamente! ¡No dudés ni un instante! –Emilio mostraba resolución–.
No me canso de despedir empleados ineficientes. –Yo
no estoy acostumbrada. –Una mujer así es un peligro. Sacátela de encima. Había
comenzado a hacer frío y la confitería estaba llena. El murmullo de las
conversaciones formaba un sonido más fuerte que la música ambiental. –Me
voy a volver loca, Emilio. –¿Quién
tiene llaves de tu departamento? –Vos,
la portera y yo. Ni
repararon en las parejas que conversaban en las otras mesas: ambos estaban
ensimismados en el tema que preocupaba a Juana. –Entonces
la chica que echaste es inocente. ¡La portera es la que te sigue pintando
la foto con rouge! –La
tapó toda con puntos rojos. Le comenté el hecho y le mandé indirectas,
pero no se dio por aludida. –¿Cómo
te llevás con ella? –Me
tiene bronca porque me quejé varias veces al administrador. Es una roñosa.
–Enfrentala
y decile que si no deja de manchar tu foto no sólo le pedirás al
administrador que la despida, sino que la denunciarás a la policía. Junio
se acercaba y pronto se haría de noche. Emilio pagó y se levantaron.
Eran las seis y cuarto: llevaban quince minutos de atraso de acuerdo al
ritual. A
pedido de los vecinos del tercer piso la portera abrió el departamento de
la señora Juana Lucero (43). Uno de ellos se dirigió rápidamente a la
cocina y cerró la llave de gas. Los demás tomaron el cuidado de no
encender la luz y de abrir la ventana del living que daba al patio de la
planta baja. La portera, mientras, entró en el dormitorio. Más tarde declaró que fue el espectáculo más espeluznante que vio en su vida. No se olvidará jamás de esa escena y teme que la atormente día y noche durante el resto de sus días. Sobre
la cama se hallaban los cadáveres de la propietaria y de un señor que
había visto varias veces y que luego la policía identificó como Emilio
Mirrá (52). Ambos estaban completamente desnudos. La
policía supone que se trata de un suicidio motivado por un hecho
pasional. La señora Juana Lucero era soltera y trabajaba de cajera en un
importante supermercado. Emilio Mirrá estaba casado y ocupaba un alto
cargo en una de las más grandes empresas argentinas de informática.
Tanto la esposa Clara (49) como su hijo Patricio (26) desconocían esta
relación. Amistades
de ambas víctimas también testimoniaron que ignoraban que fueran
amantes. –¿Qué
opina, inspector? –indagó un hombre robusto y excedido de peso, vestido
de civil. –¿Qué
quiere que le diga, comisario? Yo no veo nada raro. La
oficina era desoladora. El escritorio que los separaba, el sillón de
cuero del comisario, la silla donde estaba sentado el inspector, la
anticuada computadora ubicada sobre una mesita, los armarios de metal; en
fin, todo tenía olor a viejo, no había nada –incluso los dos policías–
que no denunciara que estaba pasado de moda. –Fíjese
en las coartadas –señaló el comisario. –Tanto
la de la esposa como la del hijo suenan perfectas –sostuvo el inspector.
Era alto, delgado, de cutis cetrino y mirada endurecida. Él también vestía
traje y corbata. –La
del hijo es buena pero no perfecta –objetó el comisario dejándose caer
en el respaldo del sillón–. El día del accidente –llamémosle así–
de su casa va a la consultora, luego a un cliente y por último a dar
clase a la Facultad. O sea, hay levísimas brechas. –¿Qué
brechas? –inquirió asombrado el inspector. –Bueno, tal vez brechas no sea la palabra adecuada: lo que quiero decir es que en uno de sus desplazamientos pudo llegarse hasta el departamento de Juana Lucero. –¡Siempre
que viajara en helicóptero! –se burló el inspector. –¡No
me entiende! –protestó el comisario a punto de enojarse–. ¡La que me
llama la atención es la madre! Se puede estudiar su itinerario minuto a
minuto. El
comisario esperó la reacción
del inspector. Como éste no reveló ninguna, continuó explicando: –Está
bien que cuando va al centro prefiera no usar el coche, hábito que
pudimos confirmar. Pero el día que ocurrió el accidente tomó un montón
de colectivos y guardó todos los boletos con la marca de la hora y la
fecha. Hizo compras en comercios cuyos tickets indican la hora.
Siempre estuvo rodeada de mucha gente, y no sólo de amigos y de
conocidos. –Como
si todo estuviese perfectamente calculado y preparado... –¡Exacto!
¡Por fin nos comprendemos! –Pero,
¿qué podemos hacer? –Sígala
unos días a ver qué pasa. El
inspector se repantigó en su silla con sumo cuidado. Frunció el ceño. –¿Qué
le parece si por si acaso vigilamos también al hijo? –Totalmente
de acuerdo –afirmó el comisario sonriendo de satisfacción. Era
la media mañana de un día de invierno que se presentaba crudo. El
inspector, sentado al volante de un automóvil y metido en un arcaico
sobretodo, observaba una casa oculta detrás de una empalizada que
ostentaba letreros que amenazaban con la presencia de feroces perros. Sacó
un celular de uno de los bolsillos del sobretodo, lo encendió y marcó un
número. –Hola,
comisario, aquí estoy, en Olivos... Afirmativo. Como le dije ayer,
Patricio Mirrá vive con la madre y lleva una vida completamente
rutinaria. Ninguno de sus días difiere del otro y por lo tanto todos son
un calco de los actos que realizó el día del accidente... No pudimos. A
la señora Clara Mirrá no la vimos salir nunca de la casa... Sí, ya
llamamos por teléfono preguntando por ella, y la doméstica nos contestó
que no estaba... Perfecto, comisario, haré como usted diga. Otra
vez la oficina deprimente. Pero su aspecto se había agravado: la teñía
ahora un tono de catástrofe. Ese
tinte de desastre, o de fracaso definitivo, se lo daban las expresiones
desalentadoras de los dos policías que estaban apoltronados en el sillón
(el comisario) y en la silla (el inspector). –Como
usted me ordenó, interpelé a Patricio Mirrá en la casa para que se
sintiera cómodo y no intentara consultar con un abogado. Le aviso que no
se trata de una mansión: tiene pileta y todos los chiches, pero no es
nada espectacular. El
inspector se tomó un respiro examinando el piso del gastado parqué. –Al
preguntarle por la madre, me dijo que no sabía dónde estaba. Suponía
que para recuperarse del shock se había ido de viaje sin avisar. –Perdón
que lo cambie de tema, inspector, pero lo que me sorprendió fue el seguro
de vida: una cifra chica para el dinero que manejó Emilio Mirrá. –Seguro
que la póliza fue pensada por Mirrá para cubrir el mantenimiento de su
familia por unos meses –respondió el inspector–. El paquete de guita
debe estar en una caja de seguridad o en un banco del exterior. –Prosiga
–dijo con amabilidad el comisario, como si fuera un gesto democrático. –Volví
loco a Patricio con preguntas y lo asusté hasta que hizo la denuncia a la
policía de la desaparición de su madre. Era el punto de partida para
requerir información sobre su paradero. –Ya
me enteré, inspector –lo interrumpió el comisario–. No apareció
registrada en ningún hotel de la Argentina y tampoco tomó ningún vuelo,
ni de cabotaje ni internacional. –Me
comuniqué con Interpol y envié su fotografía. En todo el planeta no hay
rastros de Clara Mirrá. –¡Cómo nos cagó esa mina! –se lamentó el comisario–. Éste va a ser uno de los tantos casos no resueltos. Diez
años más tarde Bajó del automóvil alquilado y sacó una foto. Era un hermoso panorama un tanto extraño. Estaba el lago añil, los islotes cubiertos de pinos y, más atrás, la ligera sombra de las montañas. Pero la superficie del lago daba la impresión de ser arena gris. Retomó
el camino y se detuvo ante otro fascinante paisaje. Aquí sí el agua
resplandecía y se veía la nieve que cubría los picos de las montañas.
Por supuesto que no se privó de otra instantánea. Subió
de nuevo al coche y emprendió el regreso. Al llegar a Palo Alto, antes de
volver al motel comió en un fast food. Quería estar descansado
para el día siguiente. Además, la semana anterior había tenido bastante
traqueteo llenando papeles y formularios en la universidad y se sentía
agotado. ¡Qué pena no haber podido disfrutar a pleno sus encantos! Eran
fabulosas las reproducciones de Rodin que estaban al aire libre, una
belleza la galería con arcadas y majestuosa la fuente rodeada de árboles. Llegó
a eso de las once de la mañana, una hora de lo más prudente. La vivienda
se veía demasiado precaria: el material de las paredes parecía de casa
prefabricada, el techo era de pizarra sintética y no se podía llamar
jardín a ese rectángulo de césped con algunas flores. Le
abrió la misma muchacha pelirroja que la semana anterior. Le confirmó
que Mrs. Anne Brookins había regresado de New York y que enseguida lo
atendería. Hablaron en inglés. La
joven lo hizo pasar a un living con muebles de madera. Se sentó en el
sillón de algarrobo y se perturbó sobremanera al contemplar el cuarto
contiguo. Se
destacaba un caballete con una tela apenas bosquejada. Se paró para
contemplar los cuadros que estaban en el piso apoyados contra las paredes.
Eran figurativos y de colores planos, muy cercanos a la ilustración. Le
gustaron. Apareció
Mrs. Brookins. Era una señora mayor pero muy bien conservada. Su cutis
apenas mostraba arrugas y su cuerpo esbelto le permitía usar remera y
jeans ajustados. Sólo los rasgos pronunciados delataban su edad. Él,
abatido, bajó la cabeza tomándosela con ambas manos. –¿De
qué te asombrás, Patricio? –requirió Mrs. Brookins en perfecto
castellano. La
señora provocó un paréntesis sentándose en otro sillón al lado de
Patricio. –Hace
rato que se realizan maravillas con la cirugía. Se puede modelar el
cuerpo y colocarle siliconas. Y está la gimnasia. Patricio
no había modificado su posición. –También
es posible cambiar de cara. Y de ciudadanía. Ahora soy norteamericana,
oriunda de Carson City. Sólo mantuve la fecha de nacimiento porque alguna
identidad hay que conservar para defenderte de una eventual neurosis. –¿Por
qué, mamá? ¿Por qué? –exclamó Patricio poniéndose a llorar. Ella
no se inmutó. –Quise
iniciar una vida completamente nueva –sentenció–. Me llevé, como
correspondía, la mitad de los dólares que tu padre tenía en la caja de
seguridad: la otra mitad quedaba para vos. Era una suma importante y pude
costearme las cirugías sin ningún problema. Si me cuidaba en los gastos,
podía vivir sin trabajar el resto de mi vida. Pero algo tenía que hacer
y me dediqué a una vieja afición: la pintura. Te acordarás que siempre
iba a museos y compraba libros de arte, pero había dejado de pintar para
acompañar la vida social de tu padre. Durante
la pausa, Patricio intentó acercar la mano a la de su madre, pero ésta
no dio ningún indicio de corresponderle. –Y
no soy mala pintando. No tengo ningún lugar en la plástica, pero logro
vender mis cuadros. Patricio
irguió la cabeza recostándose en el sillón. Escrutó el cielo por la
ventana del living: se estaba nublando, a la tarde tal vez llovería. –Por
supuesto que no me volví a casar. ¿Y vos? –Soy
soltero –afirmó rotundamente Patricio. De
pronto, la señora se puso a reír a carcajadas. –¡Tal
vez los puntitos rojos en la foto me hicieron resurgir la vocación por la
pintura! Patricio
se sumergió en un silencio sombrío. Recién la madre se percató de que
su hijo había envejecido prematuramente. Y en forma inesperada preguntó: –¿Cómo
me encontraste? –Los
hijos siempre localizamos a los padres que desaparecen –observó
Patricio con ironía. –Si
estás buscando mi perdón, no tengo nada que perdonarte. Tu padre se lo
merecía. Por eso también me esfumé de la Argentina: desde el principio
intuí que vos los habías asesinado para vengarme. El
silencio que se produjo fue inaguantable, de modo que ella lo cortó. –¿Cómo
te arreglaste para matarlos? –Los
descubrí de casualidad: había guardado mi coche en el garaje frente a la
confitería donde se veían y los sorprendí subiendo al auto de papá.
Los seguí sin que se dieran cuenta hasta el edificio donde vivía ella.
Lo demás fue obra de la paciencia. Estudié todos sus pasos: se citaban
los martes y sus encuentros siempre empezaban y terminaban a la misma
hora. Patricio
se puso de pie, delante de la ventana, como si necesitara estar bien
plantado para continuar: esbozos de nubarrones de lluvia empezaban a ganar
terreno. –Busqué
en el portafolio de papá y hallé un juego de llaves que supuse
correspondía al departamento en el que se reunían. Hice un duplicado y
pude meterme en lo de la tipa. –¿Para
qué pintaste la foto? –Mi
intención era volverlos locos. Que se sintiesen hostigados y dejaran de
verse temiendo que vos los hubieras descubierto. Pero mis puntitos rojos
fueron interpretados de otra manera, no sé cuál. Ella
permanecía impasible. Patricio estaba perplejo ante la frialdad que había
asumido su madre. –Me
obsesioné de tanto observarlos, mi odio creció al comprobar que mis
pintadas no surtían efecto, y decidí eliminarlos. Cuando me dirigía en
mi coche a la Facultad, me desvié y pasé por el departamento. Diez
minutos antes de la hora que ellos acostumbraban entrar, abrí apenas la
llave de gas. Me tiré el lance de que no tuviesen tiempo de olerlo y
descansaran un rato: el gas entonces podría hacer su efecto. ¡Y tuve
suerte! ¡El primer intento dio resultado! Otra
vez el silencio. –¿Cuánto
tiempo te pensás quedar? –Dos años, mamá. Soy un profesional destacado y vine a Stanford a cursar un Master. Ella
comenzó a aflojarse. Por primera vez sonrió. –Te
haré conocer California. Iremos a Lake Tahoe. –Ya
fui ayer. Es hermoso. La
madre permanecía sentada en el sillón y el hijo ahora estaba parado
frente a ella. –Pero
hay muchos otros lugares: San Francisco, Los Ángeles, San Diego, Yosemite. –Lo pasaremos bien, mamá. |
Germán
Cáceres
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