Vientos que zumban entre ladrillos, de Diego Faturos Crónica de Germán Cáceres |
Autor y dirección: Diego Faturos. Intérpretes: Manuela Amosa, Francisco Lumerman, Lisandro Penelas y Ana Scannapieco. Asistente de dirección: María Latzina. Escenografía: Sofía Rapallini y Mariana Samman. Iluminación: Ricardo Sica. Prensa: María Sureda. Teatro: Timbre 4, Avda. Boedo 640, CABA, domingos 17 horas. El principal personaje es nada menos que Eugène Ionesco (1912-1994), el escritor francés de origen rumano y miembro de la Academia Francesa que fue uno de los máximos representantes del teatro del absurdo. En Vientos que zumban entre ladrillos, el dramaturgo (Lisandro Penelas) ha decido aislarse completamente del mundo junto con su hija (Manuela Amosa) y un amigo de la familia (Francisco Lumerman), y viven encerrados en una habitación sin puertas, cuyo piso está inundado y en la que sólo hay una cama —en ella duermen los tres juntos—, una silla, libros apilados y un nebulizador. Esta encerrona disparatada remite a la célebre producción de Ionesco (por ejemplo, La cantante calva, La lección, Las sillas y El rinoceronte), en la cual un humor cruel describía situaciones irracionales, mientras los diálogos desplegaban una catarata de paradojas. Pero en Vientos que zumban entre ladrillos no hay mucho lugar para la risa, sino una clave existencial cercana a la de A puertas cerradas, de Jean-Paul Sartre, que registraba un horrendo infierno psicológico. Aunque en la pieza de Faturos campea la soledad y la desesperación, así como el temor a la muerte, también hay lugar para atisbos de felicidad, como si ésta únicamente pudiera gozarse de a ratos pero sin embargo posibilitara que la vida valiese la pena. Y esta suerte de alegría está encarnada en una visitadora social (Ana Scannapieco), que irrumpe para despertar fogonazos de esperanza, así como la perspectiva de superar la angustia a través del amor. Los personajes duermen casi todo el día, y los sueños se erigen en un tema recurrente, dado que Ionesco y el amigo dialogan sobre ellos durante la vigilia (la hija es muda), además de comprobar que a veces son idénticos o se complementan entre sí. Otra de las delicias de esta bella obra es la calidad poética de sus textos, que a veces se entremezclan con declaraciones que el propio dramaturgo francés realizó en entrevistas. La actuación cumple un papel fundamental en esta puesta. Lisandro Penelas responde con profesionalismo a las exigencias de un personaje difícil y cuenta con una dicción impecable para enunciar extensos y complicados parlamentos. Ana Scannapieco participa con soltura de esos diálogos y su presencia escénica otorga una luminosidad que la sombría reclusión del trío reclamaba. Francisco Lumerman es un asombro de espontaneidad y frescura al componer una suerte de tierno freak que imprime una nota de calidez y naturalidad. La sutileza y la expresividad gestual y corporal son las virtudes que exhibe Manuela Amosa para responder a las dificultades interpretativas de la hija muda. Sofía Rapallini y Mariana Samman plasmaron una escenografía cuyo ascetismo y síntesis dotan al escenario de belleza visual y riqueza conceptual. Impecable la iluminación de Ricardo Sica, que supo crear un clima que oscila entre la pesadilla y el resplandor. Diego Faturos demuestra ser un excelente dramaturgo (esta obra fue destacada en los premios “Teatro del Mundo 2006”) y un diestro director, que no duda en utilizar recursos como la proyección de imágenes —con los cuatro personajes inmersos en ensoñaciones plenas de dicha—, muy en la línea de la estética empleada por este grupo en puestas anteriores de Francisco Lumerman, que aquí participa como actor. |
Germán Cáceres
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