Serendipity |
Por
fin resolví escribirle al juez de la causa. Era
una forma de terminar una situación, de completar una etapa, de concluir
una historia en la que estuve metido. No le di al juez mi nombre, no
deseaba incriminarme en una causa penal, aunque no se me podía acusar de
nada, salvo de ingenuidad o desvarío. Tampoco
quería mezclar mi nombre con una cuestión horrible y bastante morbosa.
Asimismo, no tenía pruebas para ofrecerle al juez, mi interpretación del
caso es totalmente mental, sin soportes que convaliden mis argumentos. Todo
comenzó cuando el dueño de la galería de arte a la que estoy vinculado
me pidió una nota para las muestras individuales de dos de sus pintores.
Le advertí que sólo escribiría un comentario bueno si las obras lo
merecían. Tengo muchos compromisos con el galerista, ya que me paga las reseñas que preparo para los catálogos de los pintores que exponen en su local, y como tiene una editorial de libros de arte, me ha publicado varios ensayos sobre pintura contemporánea, especialmente argentina. Por suerte, trabaja con artistas de calidad, de manera que mis elogios siempre fueron sinceros. Primero
visité a la pintora, que, como es bastante usual en el medio, tenía su
taller en San Telmo, en la habitación que daba al patio de una casa a
punto de caerse. La
muchacha no estaba mal. Bueno, tampoco era muy muchacha ya que pasaba
los treinta. Pero tenía un look particular que me impactó:
pertenecía a ese espécimen de flacas con pechos portentosos que combinan
encantos con ambigua sensualidad. Su perfil –pude verlo como si se
tratara de una fotografía– dibujaba una línea perfecta, como si
labios, nariz y ojos fuesen un producto de esa escuela de la ilustración
que abrevó en Andrew Loomis. Pintaba
muy bien. Su técnica era segura y no tenía problemas en armonizar
colores limpios. Entre sus cuadros me llamaron la atención los dos
protagonizados por mujeres. En
uno se destacaba una cocinera que extraía de un libro la receta para la
comida. Deslumbraba la luminosidad de la tela, que nacía de la misma
cocinera, una bella mujer estilizada con un blanco vestido
incandescente. Se podría hablar de realismo fotográfico, o más
apropiadamente de hiperrealismo, pero la sutileza plástica de la pintora,
que se manifestaba en el claroscuro de la mesa donde se apoyaban los
elementos de cocina, lograba que la obra no se adscribiese a ningún “ismo”. El
otro cuadro me trastornó. Una joven estaba leyendo sentada en un sillón,
al lado del ventanal que daba a un jardín. La ejecución era impecable.
Las arrugas de las telas de los pantalones y de la blusa constituían una
proeza pictórica y revelaban a una gran dibujante. Para mí la concepción era literaria. Porque un cuadro de estas características no es más que una novela sintetizada dentro de un marco. En estas telas hay una historia que debe descubrir o inventar el que la contempla. Así, en esta pintura el misterio residía en ese jardín que apenas se vislumbraba por el ventanal, pero que yo imaginaba enorme y poblado de plantas gigantescas y exóticas. No sé por qué me acordé del Aduanero Rousseau y de su universo onírico. El jardín invitaba a la fantasía, a pensar en duendes y en elfos, en los monstruosos trolls y los malvados trasgos, en fin, en extrañas e insólitas criaturas propias de un mundo paralelo. Y de pronto me invadió una visión. O si se prefiere un vaticinio. En
uno de los tantos senderos zigzagueantes del jardín, detrás de un árbol
parecido a un baobab, surgía en el suelo la siniestra figura de un hombre
brutalmente asesinado. En ese momento no sabía que se trataba de una
premonición. Ese
mismo día fui a visitar al pintor que también residía en San Telmo,
pero ya en un confortable loft que a la vez utilizaba como
vivienda. Se
trataba de un hombre mayor, cuya frente impresionaba por el cúmulo de
profundas arrugas, como si fueran hendiduras en la piel. A las dos ojeras
que le colgaban como bolsas, las limitaban surcos que parecían cicatrices
y que se prolongaban a los costados de los ojos dando la sensación de que
eran auténticas garras que le estaban desfigurando la cara. El
pintor poseía un oficio de primera. Se notaba que eran años de trabajo
sostenido por el estudio de la técnica. Había dos cuadros que podrían
formar parte de una escena cinematográfica. En uno, se veían libros
sobre la mesa, al modo de una naturaleza muerta. Pero así como ante un
bodegón nos invade las ganas de morder una fruta, en este caso deseé
tomar un libro para leerlo, como hacía el estudiante sentado a la mesa en
la tela que tenía al lado. Es más, si por mí fuese, hubiera saltado con
la imaginación hacia los abismos de ese jardín cuyos bordes había
insinuado la pintora en el cuadro de la chica que leía. Hubo
una pintura que me confundió: un monje totalmente cubierto por una
capucha escribía sobre un libro inclinado. ¿Qué quería significar? ¿La
lucha que tuvo lugar en la Edad Media para preservar el espíritu y los
libros de la devastación de los bárbaros? Cuando
se lo dije al pintor, éste, con su voz seca e inconclusa, deslizó una
mueca a modo de sonrisa, como si en mi persona se burlara de todos los críticos
que en su afán de interpretar adosan sentidos que no tienen nada que ver
con el cuadro que analizan. Le
pregunté qué intentaba representar, y me respondió con el lugar común
de que muchas veces lo que quiere decir un pintor nadie lo ve, y, en
cambio, se detectan cosas que aquél jamás pensó. Si bien es cierto que
muchos artistas recurren a esta frase hecha, luego no pueden contenerse y
explican lo que intentaron expresar. Pero no pude sacar una opinión de
esa boca que se torcía al hablar. En
ese cuadro había algo, ignoraba qué, pero estaba segurísimo que contenía
algún mensaje velado. Fue otra intuición. El
artículo lo tuve listo a los dos días. Pero jamás lo publiqué. Cuando
llamé al galerista para decirle que iba a entregar la nota al día
siguiente en un diario de la mañana, me dijo que la tirara. Y empezó a
tartamudear. El
pintor había sido asesinado. Le habían perforado el corazón con tres
disparos a quemarropa. Le
pregunté si tenía enemigos o si andaba en algo raro. Una vida sobria y
sencilla, dedicada por entero a la pintura, me respondió. Le
avisé que podía rehacer la nota y centrarla solamente en la pintora,
pero me explicó que ella había quedado muy perturbada y no pensaba
realizar la exposición: era la hija. Me
asombró más este dato que el crimen, pues en mi cerebro ya había
empezado a tejerse esta historia sobre la cual no podía influir. El
galerista me aclaró que tenían distintos apellidos porque ella usaba el
de la madre y, además, no se daban a conocer como padre e hija por
razones artísticas. Aunque
entendía que no podía interceder ni modificar la marcha de esta cruenta
historia, fui a ver a la pintora. Y me llevé una desagradable sorpresa. Es
evidente que los shocks son disparadores de todos los rollos que
asedian nuestra conflictuada persona. La pintora estaba desconocida. De
sus encantos sólo conservaba la fragancia del cuerpo. Sus modales eran
secos, cortantes, a ratos agresivos. Gesticulaba en alta voz, no
sincronizaba ni atendía lo que yo decía: podía caer en una crisis
nerviosa en cualquier momento. Abrevié
la charla y fui derecho al grano: le pregunté si recordaba haber
observado algo fuera de los común en la vida del padre. No,
definitivamente no. Sólo se limitó a cumplir con su rito de pintar doce
horas diarias. Eso era todo. Y agregó que acababa de terminar un retrato
que le había dado mucho trabajo. Era de un tipo que tenía toda la
apariencia de un ejecutivo. Le pedí que buscara los bocetos, ya que el
cuadro seguramente el padre lo debía haber entregado al interesado. A
la semana, la llamé aunque conocía la respuesta. No encontró ninguno de
los estudios que ella misma había visto bosquejar por su padre. Tampoco
me sorprendió que me contestase negativamente cuando le pregunté acerca
del cuadro con un monje, pero en cambio pudo observar la tela del
estudiante y la de los libros. El
paso siguiente fue continuar con mi rutina cotidiana. Visitar galerías y
entregar críticas a diarios y revistas. E ir programando mi próximo
viaje a Europa, para lo cual tenía que preparar un trabajo que interesase
a alguna embajada o universidad
del exterior y me concediera un beca, como hizo el Ministerio de
Relaciones Exteriores de la República Checa con mi estudio sobre el
aporte de Alfons Mucha al arte gráfico. Las notas y los derechos de autor
me dan para vivir –soy un eterno solitario y no tengo familia–
mientras cuide los centavos como un despreciable avaro. Lo
que sí hice fue dar rienda suelta a mi actividad analítica. O tal vez
sea mejor calificarla como fabulatoria. Practiqué algo similar a los que
se ve en las películas de espionaje. Los agentes secretos parecen
abstraerse de la realidad y, de pronto, atisban una serie de mecanismos y
de intrigas ocultos, imperceptibles por parte de la mirada normal. Y
realicé una suerte de pronóstico sobre lo que iba a suceder. Fue el semiólogo
norteamericano Charles S. Peirce el que denominó serendipity a
esta especie de intuición, que en términos poco científicos puede
confundirse con una adivinanza.
Él definió el proceso (que llamó también abducción) como una
“peculiar ensalada...cuyos principales ingredientes son su falta de
fundamento, su omnipresencia y su valiosa confianza”.
Por
tanto, asocié y enhebré todos los hechos con precisión, y esperé el
futuro, que no dudaba de que sería ineluctable. Claro,
los pasos venideros podrían tener lugar el día siguiente o dentro de
diez o quince años, porque estos tipos son implacables y omnipotentes: no
cejan hasta que logran sus objetivos. Mi interés, por supuesto, no podía
mantenerse por tanto tiempo. Intenté
suerte y me discipliné para leer detenidamente el diario, cosa que me
aburre bastante, salvo las notas de las páginas culturales y de espectáculos. No tardó demasiado en aparecer la noticia inevitable. El asesinato de un prominente hombre de negocios. Tenía muchas empresas de los más diversos ramos. Una particularidad de su gestión era no figurar en el directorio de ninguna de ellas. Sostuvo muy buenas relaciones comerciales con la ex Unión Soviética y ahora las mantenía con Rusia. La nota ponderaba su labor empresaria, creativa e innovadora, y hacía mención a su ética irreprochable. Se destacaban las enormes sumas donadas con fines benéficos, y había inaugurado recientemente una fundación para el desarrollo y promoción de las artes. La única singularidad que se encontró en sus antecedentes fue que utilizaba un pasaporte con nombre falso para viajar a Moscú. El periódico suponía que este vicio provenía de sus anteriores viajes, donde tal vez temiera alguna persecución por parte de los comunistas. El
diario remarcaba un hecho curioso, que ilustraba con dos fotografías. El
magnate recientemente se había practicado un lifting, que más se
asemejaba a una cirugía facial, dado que le había cambiado por completo
las facciones. Fui
hasta la casa de la pintora. Mientras el colectivero luchaba febrilmente
con un tránsito que parecía ser un reflejo de la locura de los seres
humanos, me confesé que anhelaba que la pintora volviera a la normalidad
porque había descubierto con sorpresa que me gustaba de verdad. Hacía
rato que no idealizaba a una mujer y me sumergía en un paraíso de ensoñaciones,
en las cuales vivía situaciones idealizadas y propias del cine de
Hollywood de la década del cuarenta. Abrió
la puerta y la desilusión me tomó por asalto. La neurosis estaba
haciendo estragos en ella. Su mirada se desbarrancaba en la desmesura,
como si presagios malsanos se hubieran apoderado de su mente. Su boca,
otrora entreabierta para despertar quimeras y espejismos, eran dos líneas
gruesas que sólo se separaban para articular un tic. Como
yo preveía, reconoció al tipo que posó para el padre en la foto que
mostraba al empresario antes de hacerse la cirugía facial. El
resto consistió en contarle la historia al juez. Y explicarle cómo se
concatenaron los sucesos, para lo cual a la vez de mi intución (o serendipity)
utilicé información que extracté de los artículos que publicó la
prensa moscovita acerca del caso. El
empresario había realizado varias joint ventures con Rusia. Con la
irrupción de la mafia vio un filón descomunal: en pocos años podía
hacer más fortuna que la que acumuló en su brillante trayectoria. Había
varias bandas que necesitaban lavar las sumas cuantiosas que estaban
forjando con el tráfico de drogas y de material bélico. Y se conectó
con una de ellas y le propuso fundar en la Argentina un banco para lavar
dinero comprando acciones en la Bolsa de Buenos Aires. Y
con el apoyo de esa banda el empresario organizó aquí un banco de
inversión. Se
dice que la ambición humana no tiene límites y que termina por perder al
hombre y encaminarlo hacia su destrucción. En uno de sus viajes a Moscú
se contactó con otra pandilla que le ofreció una participación mayor
para el lavado de dinero. Y mintió a sus anteriores socios diciéndoles
que el banco no había sido autorizado. Por supuesto que lo constituyó
con otra empresa de su grupo, una de esas donde es imposible seguir la
cadena de accionistas y de testaferros. Las
cosas parecían que le estaban saliendo bien. El
ego –que siempre lo tuvo agrandado– cobró nuevos bríos y se le dio
por organizar una fundación calcada sobre el molde del Rockefeller Center,
pero, evidentemente, sin que le diese el cuero para ello. Y se creyó un
futuro mentor de las artes. Y
decidió hacerse un retrato que lo representara escribiendo un libro,
como si fuera a convertirse en un orientador cultural. Y seleccionó
a nuestro pintor. Tal vez lo conoció en una reunión, o por casualidad
fue a alguna de sus muestras y le gustó su pintura. No lo puedo adivinar.
Allí falla mi serendipity. Todo
marchaba sobre rieles, hasta que uno de sus tantos guardaespaldas le
previene que lo estaban buscando unos rusos que hablaban castellano . No
por su nombre, sino por una foto. El empresario dedujo que en un descuido
suyo, los pandilleros rusos que traicionó le habían sacado una foto. Y
anhelaban vengarse. Una
forma de burlar a los mafiosos era hacerse una cirugía facial que lo
tornara irreconocible, ya que desconocían sus datos porque siempre había
viajado a Moscú con otro nombre. El único rastro ostensible era el
retrato que le estaba haciendo el pintor y que podía tomar estado público. El
empresario hasta ese momento no había cometido –o mandado cometer–
ningún crimen. De modo que le exigió al pintor –sin darle
explicaciones– que cubriese su cuadro con otra pintura, y que, además,
no lo exhibiera hasta nuevo aviso. Y le entregó el precio convenido. Así
nació el extraño monje que escribía en un libro. En
ese preciso instante aparecí yo para escribir la nota que me pidió el
galerista, y noté un comportamiento extraño en el pintor, a la vez que
empecé a torturarme con el relato pesadillesco que comenzaba a dibujarse
en mi cabeza. El monje era la clave, y el jardín de insólitas
reminiscencias mi fuente de inspiración. De
pronto, sus servicios de seguridad (entre sus ramificaciones comerciales
figuraban varias agencias) volvieron a informarle
al empresario que los rusos seguían dando vueltas. Perdió
el equilibrio y enloqueció. Y resolvió contratar a dos sicarios de una
de sus agencias para que asesinasen al pintor y destruyeran los bocetos y
el cuadro. Los
resguardos que tomó el empresario fueron insuficientes. Las mafias son
persistentes y tienen buenos asesores que saben seguir la pista de alguien
que intenta ocultar su identidad tras la fachada de sociedades anónimas
eslabonadas. Finalmente dieron con él y lo liquidaron. Claro,
el juez podrá preguntarse por qué le mando este anónimo. ¿Qué
beneficio saco? Ninguno. Tal vez lo haga como dije para cerrar una etapa.
O para orientarlo en su pesquisa, aunque jamás va a poder apresar a ningún
miembro de la mafia rusa. ¡Ya deben estar en Moscú! ¿Será
para evitar que presionado por la opinión publica el juez detenga y
condene a un inocente? No creo. Además,
pese a que el asesinato del pintor y del empresario son episodios reales,
como lo son la desaparición del retrato del monje y de los bocetos, las
que no brindan ninguna certeza son mis deducciones. Es posible también que cuente esto como una especie de confesión, para olvidarme definitivamente de la pintora, y estar en condiciones de volver en cuerpo y alma a mi terrible circunstancia de solitario que visita museos y galerías y cree ser feliz. Serendipity parece indicarme eso. |
Germán
Cáceres
De "Por amor al crimen" - Por amor al crimen
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