El regreso del fantasma de Gardel,
de Eduardo González - (Grupo Editorial Norma, Buenos Aires, 2009, 167 páginas) por Germán Cáceres |
Es un nuevo caso del joven Pilo Montaliú, detective privado, paseador de perros y hacker, que además de ser muy enamoradizo, practica surf y con anterioridad protagonizó las novelas para adolescentes El fantasma de Gardel ataca el Abasto, El secreto de Leonardo da Vinci y La maldición de Moctezuma. La presente novela narra una atrayente aventura que la imaginación del autor convierte en un torrente de anécdotas ingeniosas con varias líneas argumentales zigzagueantes. Cada capítulo trae una sorpresa que funciona como una subtrama que finalmente encaja en la totalidad de la historia. Así, se entremezclan un robo de bandoneones famosos (como los de Aníbal Troilo y Leopoldo Federico), las leyendas que se tejen acerca del sepulcro de Napoleón, la intervención de vampiros humanos, los misterios del antiguo Egipto, la profanación de tumbas y los festejos del Bicentenario durante el 25 de mayo de 2010 (a los que ensombrece el insólito secuestro de la reina de España). Y todo este bagaje de acontecimientos lo preside un falso fantasma de Gardel que recorre la ciudad de Buenos Aires. El relato está impregnado de un tono juguetón, que emplea imágenes ocurrentes basadas en la operatoria de las computadoras (“En toda mujer hay una madre en archivo adjunto”). Y el humor no da tregua al lector mayor de once años, aunque este libro es recomendable para los adultos (sobre todo los que son padres) porque González conoce a fondo las costumbres de los jóvenes, entre ellas los sitios de Internet que frecuentan. El regreso del fantasma de Gardel despliega soltura y oficio en los diálogos, que, ágiles y convincentes, reflejan el habla cotidiana. Su escritura fresca y ágil pone en acción a personajes extravagantes como un astrólogo, una vieja chismosa que se hace llamar Luciérnaga Curiosa y simpáticas e insólitas mascotas: una lagartija, una lora y un tero. Como complemento del texto están las creativas ilustraciones de Max Aguirre, que se luce en el contraste de contundentes blancos y negros. |
Germán Cáceres
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