Pasajeros en tránsito |
Redactaré
un informe, es la única manera de organizar los sentimientos que me
rebasan. No espero que sea leído porque ni siquiera puedo escribirlo; sólo
intento tranquilizar mi ánimo, lograr un orden interior. Dejaré
de andar con rodeos e iré al grano, por nada del mundo quiero ser
misterioso. Me remontaré a un año atrás, es suficiente, no tiene
sentido hablar de mi noviazgo con Perla (fue rápido y hermoso: nos
casamos enseguida). Perla
es eficiente y exitosa, va tres veces por semana al gimnasio, se cuida en
las comidas y empilcha de primera. Está siempre impecable, nunca se la ve
cansada aunque no para un minuto y corre a mil por hora. Tiene
una empresa de soft enlatado que brinda servicios a contadores y a
abogados. Maneja un capacitado equipo de analistas de sistemas, y últimamente
está informatizando la clínica privada más importante de la Capital. No
le voy en zaga en desarrollo profesional, ostento valiosos aciertos
imponiendo marcas y productos, así como negociando franchisings.
Mi consultora de marketing cuenta con excelentes asesores
multidisciplinarios, y no ceso de captar clientes de fuste. Gano tanto o más
que Perla: nuestra caja de seguridad desborda de dólares y contamos con
una pequeña fortuna en títulos y acciones. Mi vida era casi perfecta. Casi porque estábamos por cumplir el
segundo año de casados y no teníamos chicos. No le encontrábamos la
vuelta al problema. Si Perla quedaba embarazada, frenaría su empresa
justo en el momento en que se expandía. Era un pecado. Habíamos
pensado en un batallón de niñeras y mucamas para aliviarle el trabajo,
pero aun así su negocio recibiría un golpe fatal. Yo también estaba
sobre exigido por la profesión, y pese a que las demandas que tiene un
padre son menores que las de la madre, a mí ya no me quedaban energías
para un esfuerzo adicional. Regresaba
de trabajar en medio de estas reflexiones, cuando, al cruzar la placita
que está a dos cuadras de casa, y mientras atravesaba el trecho sombrío
que aparece entre los dos faroles sin luz, surgió un hombre de mediana
edad. Su mirada era fría, acerada, y los ínfimos pelos que exhibía en
la cabeza le otorgaban un aire ridículo. Pensé que iba a decirme algo;
en cambio, sacó una pistola y me disparó en la frente. Fue
inesperado. ¿Por qué me había matado? No tenía enemigos y el tipo se
fue sin robarme. Me
dio mucha bronca, se había tronchado una vida promisoria. Observé
mi velatorio, mi entierro, los llantos de Perla. Yo veía a los demás,
pero ellos no a mí, y tampoco percibían mis ruidos. Me había convertido
en un ente inmaterial. Después
de muerto uno se entera de su condición recién cuando un colega se lo
explica. Hay una especie de sobrevida que dura nueve meses. Esto ya lo había
anunciado José Saramago en una novela cuyo título no recuerdo, y que no
terminé de leer por falta de tiempo. El escritor la pegó de carambola, o
tal vez se lo comentó algún espíritu, aunque nuestra capacidad de
comunicación con lo vivos es limitada. Soy
un fantasma, como cualquier ser humano al fallecer. Nuestra razón de ser
la desconozco, pero jamás quisimos asustar a los pobres terrícolas. El
miedo que provocamos quizás se origine al exacerbar el infinito terror
que sienten los seres humanos ante su próxima desaparición. Porque este
ensayo de muerte, este tránsito fugaz por la ultratumba, en vez de
fortalecernos nos acobarda; tememos la nada más que cuando estábamos
vivos. Ciego
de rabia y rencor, quise averiguar la causa de mi asesinato. Habituado a
recurrir en mi consultora al profesional idóneo, juzgué que sería
oportuno apelar a un detective privado. No
fue fácil hallarlo. Escasean los fantasmas, es una simple cuestión aritmética.
Si sólo vivimos –es una forma de decir– nueve meses, si en la tierra
aumentó la longevidad y hay más nacimientos que muertes, es lógico que
nuestra población sea exigua. El
detective había sido al morir un cincuentón bajo, excedido de peso y con
un físico que delataba que su paso por el planeta no fue gratificante. Se
llamaba Patricio, y después que le expuse el caso opinó que había que
comenzar siguiendo a Perla. Me
pareció un grave error, fruto de una típica deformación profesional,
pero acostumbrado a hacerme valorar como consultor –respeto que
reclamaba para mi gente– no osé cuestionarlo, aunque me contenía por
espetarle que lo único que había hecho en su vida anterior eran
seguimientos, y de allí no salía. Nos
convertimos en los perros falderos de Perla. Los escritores policiales
aluden al aburrimiento soporífero de esta desagradable tarea, pero para
no cansar al lector resumen el procedimiento en unas líneas o a lo sumo
en varias páginas. Nosotros, por el contrario, consumimos horas y horas
viendo cómo mi esposa elaboraba programas de computación, tomaba datos
en la clínica privada, concurría a las clases de gimnasia, almorzaba
apurada en un autoservicio y cenaba en casa mirando televisión. Estas
esperas me angustiaban. Si en la tierra la brevedad de la vida nos impele
a correr ansiosos para aprovecharla, la efímera existencia ectoplasmática
nos colma de zozobra. No queremos perder ni un minuto, continuamente
nos reprochamos haber malgastado el tiempo. De
improviso, Perla quebró su rutina y se dirigió a un barrio por el que
nunca había transitado hasta ahora. Y entró en un hotel. En
el penumbroso hall la aguardaba un hombre mayor que yo. Lo reconocí:
era Gerardo, el dueño de la clínica. No
fui a la habitación. Hubiese sido demasiado masoca, hasta morboso verlos
en la cama. El revés era durísimo; me sentía humillado, un estúpido
que pensaba tener un hijo mientras la esposa le metía los cuernos. Y lo
peor era la impotencia de no poder actuar. Si estuviera vivo podría
separarme, buscar otra clase de mujer, iniciar una nueva vida, romperle la
cara a ambos. Patricio
–ajeno a mis emociones– se limitó a aconsejar que observáramos a
Gerardo. Más
allá de mis celos, Gerardo era un tipo apuesto que rondaría los
cuarenta. El también atendía su físico: nadaba quinientos metros
en pileta cuatro veces por semana. Vestía cuidando el detalle, se notaba
que sus trajes eran hechos a medida. Conocí
a su esposa Flavia: era una señora atractiva y elegante, que le llevaba
unos años a Perla. Ellos tampoco tenían hijos. Vigilar
a Flavia fue más entretenido. Ella asistía a seminarios culturales (de
pintura impresionista, de música barroca y otros por el estilo) y
estudiaba francés. Asimismo, se castigaba con gimnasia en aparatos. Una
tarde Flavia hojeaba un libro de escultura renacentista en su
departamento. Se hallaba sentada en un sillón en L que se extendía a lo
largo de dos paredes contiguas. Los almohadones eran amarillos, así como
la pintura de la sala. Un cuadro no figurativo con vigorosas texturas de
bermellón y otro con brazos de azul cobalto contrastaban con la claridad
del ambiente. De pronto, se oyó el portero eléctrico. Flavia atendió y
luego esperó cerca de la puerta que el visitante llegara y tocase el
timbre. Flavia
abrió e irrumpió el tipo de mirada de hielo, el mismo que en la placita
me mandó a este otro mundo. No
pudimos hacer nada: el criminal sacó la pistola y le disparó un tiro
entre los ojos. La
sorpresa nos inmovilizó. Cuando salimos detrás del asesino, éste nos
había sacado suficiente distancia como para entrar en su automóvil y
arrancar a toda velocidad. No
cabían dudas, se trataba de un sicario enviado por Perla y Gerardo.
Comprobé que yo había sido un tarado al enamorarme de una delincuente
creyendo que era una mujer buena. Aunque
Gerardo y Perla se gustasen, esto lo hicieron por plata. Con una separación
Perla hubiera perdido la mitad del auto, del country, del
departamento y –lo principal– la mitad de lo que teníamos guardado en
la caja de seguridad. La clínica de Gerardo era una mina de oro y el
arreglo con Flavia le hubiese resultado demasiado caro. Fuimos
a esperar a Flavia al cementerio, donde nacemos a esta segunda vida. Me
presenté e intenté explicarle la situación, pero ella me conocía. Lo
supo todo desde el principio. ¿Por qué había tolerado esa infamia...? Por las razones de
siempre. Confiaba que el asunto con Perla fuese algo pasajero y que pronto
se le pasaría. Todo fue por no haberle dado un hijo; si hubiera logrado
quedar embarazada a través de un tratamiento, estaba segura de que
Gerardo se hubiese olvidado de Perla. Además, había mucho dinero de por
medio como para separarse a tontas y a locas. Se
había equivocado grueso y deseaba vengarse. No aceptaba la resignación,
y se le ocurrió un plan. Debo
aclarar que esta experiencia de espíritu no es atormentada como la mía o
la de Flavia. Yo tuve la mala suerte de ser asesinado en plena juventud
con el agravante de constatar que mi supuesta dicha terrestre había sido
falsa. Los demás fantasmas, por ejemplo Patricio, la pasan bárbaro. La
sal reside en el sexo. No lo practicamos entre nosotros, sino con los
vivos (otra prueba irrefutable de que el erotismo es esencialmente
carnal). Sin que los terrícolas se den cuenta, podemos toquetearlos a
nuestro antojo. Así Patricio tiene debilidad por las bellas modelos, y se
muestra insaciable. Para él, los nueve meses de regalo son el anhelado
paraíso, y no pide más: si esta etapa es el final definitivo, paciencia. Los
orgasmos espectrales explicarían los súbitos accesos libidinosos que nos
suelen acometer en la Tierra. Durante las cópulas los espíritus emiten
energía que se impregna en las zonas erógenas de los humanos, que se
enardecen sin ningún motivo aparente. Hasta
ahora fue la mujer la que más sufrió las consecuencias de la represión
sexual, por eso cuando se convierte en duende se descontrola y no pierde
oportunidad, de allí que sean los hombres quienes experimentan más
frecuentemente estas excitaciones. Flavia
y Patricio continuaron espiando las andanzas de Gerardo y Perla (yo no podía,
me sentía ultrajado). Evidentemente, la policía no investigaba ya que
era obvio vincular esas dos trágicas muertes; sin embargo, no resultaba
tan sencillo descubrirlos, pues nadie imaginaría que frecuentaban hoteles
de pésima categoría, cercanos a las estaciones de ferrocarril. El
tiempo se deslizaba implacable. Y la ansiedad aumentaba: apenas me
quedaban dos meses de vagabundeo ectoplasmático. El horror que se puede
padecer por el desenlace irrevocable se acrecienta al saber con certeza el
momento en que sucederá. En la aventura terrestre uno tiene conciencia
que va a morir, pero desconoce cuándo y cómo. El fantasma tiene noticia
del día, hora, minuto y segundo del categórico borrón. Patricio
trajo la novedad. En la habitación del hotel escuchó la conversación de
Perla y Gerardo sobre su presentación en sociedad como pareja: irían
juntos a la fiesta de casamiento de la hija del jefe de Traumatología de
la clínica. La
recepción tuvo lugar en un cálido salón con paredes revestidas de
madera. Primero se sirvieron canapés y saladitos con whisky, tragos
largos y gaseosas. Luego se pasó a un restaurante con pista de baile.
Entre plato y plato se disponía de un paréntesis para que la gente
bailara. Las
mujeres exageraban con las pilchas: aunque no era una fiesta de categoría,
no faltaron los vestidos de largo. La
bronca me impidió fijarme en Perla. Igual mi atención la devoró una
pelirroja de cabello recogido, del que se escapaban dos mechones que le
cubrían las orejas y otro que le acariciaba un ojo. El fulgor felino de
su mirada era acompañado por dos cejas pobladas. Más abajo, se erigían
la nariz perfecta, algo aniñada, y los labios gruesos que potenciaban su
voluptuosidad. Su
vestido negro era prácticamente un body, y el escote insinuaba una tersa
piel nívea y unos senos erguidos y prometedores. Rojas medias de redes
adornaban sus piernas. Era un monumento a la hembra. Gerardo
la vio y acusó el impacto; fue la señal para que Flavia aplicara su
plan. Se refregó con su ex esposo en forma asquerosa, como una ninfómana
fuera de control. Era un espectáculo: lástima no poder filmarlos. El
perturbado Gerardo –perdido su sentido de la realidad– invitó a la
pelirroja a bailar; entonces llegó mi turno para restregarme gustosamente
con ella. Ambos
se lanzaron a la pista apretadísimos. Los invitados interrumpieron el
baile para contemplar el escándalo. Por último, Gerardo se la llevó. De
continuar lo hubieran concretado allí mismo. Ahora
sí reparé en Perla. Estaba reventada, había sufrido una de esas
derrotas conclusivas, que no admiten recuperación. Sus ojos
relampagueaban de odio. Al otro día nos trasladamos a la clínica, y aconteció lo previsto. El personal observaba atónito a Perla que gritaba como poseída por un rito satánico a la par que rompía instrumentos (llegó a tirar un teclado por la ventana). Gerardo intentó detenerla y ella lo trompeó. No tardaron en endilgarse sus engaños y adulterios. Me
retiré: no aguantaba tanta degradación. Era una fija que los asesinatos
saldrían a relucir, pero me tenía sin cuidado. Les habíamos malogrado
el arreglo y con eso bastaba. Mi
amistad con Flavia se intensificó al esfumarse Patricio. Los espíritus
no mueren como los humanos. En la tierra queda el cadáver como constancia
de que alguien existió y se alojó en el cuerpo sin vida. Patricio no dejó
rastro de su paso por la espiritualidad: se desvaneció como un fundido
cinemato-gráfico. A mí me resta un mes de sobrevida y a Flavia cuatro. Nuestro ánimo se recuperó: no nos solazamos con los atributos sexuales de los terrícolas, pero percibimos el futuro con optimismo. Pensamos que en la tercera etapa debe estar el auténtico edén, no en este episodio fugaz de fantasmas. Claro que los sinsabores padecidos nos obligan a vislumbrar el paraíso con realismo: seguro que se vincula con lo terrestre. A pesar del dolor y de la fiebre que impera en este maldito planeta, es la única vía que tenemos los ex humanos para conectarnos con la felicidad. |
Germán
Cáceres
De "Por amor al crimen" - Apariciones
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