Ovnis
Germán Cáceres

La señora Cata tocó por tercera vez el timbre, y no obtuvo respuesta. Como tenía autorización de Bernardo, abrió la puerta y entró.

Esperaba hallar el departamento vacío para poder hacer la limpieza. Se sorprendió al ver a Bernardo sentado en una silla y durmiendo con los brazos y el torso apoyados en el escritorio.

–¡Bernardo! ¡Bernardo! ¡Son más de las diez! –le gritó mientras lo sacudía–. Usted necesita una esposa, así dejará de trabajar tanto.

Bernardo se desperezó y se puso los lentes que estaban sobre el escritorio. Su rostro era aún joven, pero exhibía arrugas en la frente y un ceño demasiado marcado.

Se paró y observó la calle desde ese amplio ventanal del primer piso. Luego enchufó la cafetera automática. La señora Cata había comenzado a limpiar por el dormitorio, que sólo constaba de una cama, dos mesitas de luz y un placard empotrado en una de las paredes.

Sonó el teléfono.

–Hola. Sí, ¿quién es?

–Habla Ricardo, del Suplemento Cultural. Te habrás enterado de que una formación de ovnis sobrevoló Victoria, en Entre Ríos. Están estudiándolos científicos norteamericanos, rusos y japoneses.

–Sí, lo leí en el diario ayer.

–Bueno, queremos que preparés una serie de cinco notas sobre todo lo que vos sabés de ovnis.

–¿De cuántas líneas y cuándo empiezo?

–Unas doscientas líneas para cada nota y necesito la primera este viernes.

–¿Querés que profundice el tema de las alineaciones?

–Tenés amplia libertad –concluyó Ricardo.

Bernardo se acarició la incipiente barbilla que le acentuaba la tonalidad cetrina de la piel. Abandonó el escritorio y se dirigió a la computadora. Se sentó delante de la pantalla, colocó un diskette y pidió datos sobre ovnis.

Lo interrumpió nuevamente el teléfono.

–Hola, ¿el señor Bernardo Ibarlucea?

–Sí, soy yo.

–Mi nombre es Agnia Mijailovna, de la editorial Rosta, de Moscú. Vine con los científicos que investigan el fenómeno de ovnis en Victoria.

–¡Qué interesante! –exclamó Bernardo, y se asombró de lo bien que hablaba Agnia el español.

–Me enteré que es especialista en la materia y quisiera mantener una entrevista con usted. ¿Es posible?

–Cómo no... ¿Dónde se aloja?

–En un hotel ubicado a dos cuadras del Congreso...

Bernardo se dirigió hacia allí en su automóvil. A pesar de la hora no había mucho tránsito, y llegó en pocos minutos.

Agnia lo esperaba en la cafetería. La impresión que recibió del hotel no fue buena: estaba bastante venido a menos. Alfombras gastadas, sillas anticuadas que solicitaban una pronta reposición y paredes tristes por la falta de pintura.

Enseguida ubicó a Agnia. Era joven y bonita, pero extraña. Mirada lánguida, palidez resaltada por las ojeras, rostro oval y cabello recogido en rodete testimoniaban una belleza de otro tiempo. Su vestido blanco y largo, fuera de moda, terminaba de diseñar un perfil propio de una acuarela de época.

–Te parecerá insólito mi llamado –comenzó Agnia, que tomaba té. Bernardo pidió café.

–Más me deslumbra tu perfecta pronunciación.

–Soy licenciada en español. Estudié en la Universidad de Moscú; después estuve dos meses en Madrid para perfeccionarme.

–¡Qué bien!

–Voy a ser expeditiva –sostuvo Agnia acercándose a la mesa.

Bernardo atisbó el hermoso valle que se insinuaba tras el ligero escote: los senos prometían placeres.

–La editorial que represento es muy importante, y entre sus planes figura publicar una revista de ciencia ficción. –Agnia hablaba mecánicamente, como si dijera un discurso de memoria–. Allá existe más interés en la literatura de Amé-rica Latina que en la de Europa o en la de los Estados Unidos.

–Pero yo no escribo cuentos –interrumpió Bernardo.

–No te apurés –atajó Agnia con una sonrisa dulce hasta el empalago–. Tendrá también una sección científica. Me gustaría que escribieras artículos acerca de la aparición de ovnis en Latinoamérica.

Bernardo se quitó los anteojos.

–¡Se me ocurre una idea! –casi bramó–. Con las notas de tu revista y del Suplemento reuniré material suficiente para un libro. Sería interesante publicarlo en México, donde siempre me fue bien con las ediciones.

En eso no puedo ayudarte, desconozco el mercado del libro latinoamericano.

–En lo que sí podés darme una mano es pasándome los informes de los científicos.

–Con mucho gusto, pero por ahora se mantienen reservados... Cambiando de tema: ¿qué me recomendás conocer en Buenos Aires?

–No te preocupés, uno de estos días te organizo un tour de la ciudad –propuso Bernardo.

 

El trabajo para el Suplemento obligó a Bernardo a no dejar en paz la computadora. De improviso, cuando acometía la cuarta nota, la pantalla le anunció que las funciones no ingresaban. Furioso corrió al teléfono.

–Hola, ¿Servicio Técnico?...Habla Bernardo, creo que se volvió a colgar la computadora.

–Te advierto que es una plaga. A todo el mundo le está sucediendo lo mismo.

–¿Será un virus? –preguntó Bernardo alarmado.

–No, quedate tranquilo. Ahora vamos para allá.

Bernardo prendió un cigarrillo y se sirvió café. Caminó pensativo por el pequeño estudio, ida y vuelta desde la computadora hasta el escritorio: era todo el mobiliario.

No tenía tiempo de atender el service, así que le pediría a Cata que se quedara a cuidar el departamento durante el trabajo de los técnicos: después le daría una propina.

El teléfono lo sacó de su ensimismamiento. Atendió y la señal le indicó que se trataba de un fax. Aguardó la impresión. Leyó que en México existía interés por su libro sobre ovnis.

Los ojos de Bernardo se iluminaron de orgullo. Una sonrisa firme se dibujó en sus labios, como si jamás se le fuera a borrar.

Se dirigió a la Recoleta en su automóvil. Agnia lo estaba esperando. Caminaron por los alrededores de la Plaza Francia. Era una tarde soleada y de temperatura agradable.

–Ustedes, los porteños, no se pueden quejar –apuntó Agnia observando a la gente sentada a las mesas de las lujosas confiterías.

Bernardo la miraba con atención.

–Económicamente no les va tan mal –continuó Agnia caminando despacio–. Aquí no se para de consumir.

Bernardo parecía hipnotizado por esos ojos desmesurados, que hendían el aire de reflejos. Su color era escurridizo, se desplazaba desde un pardo rasgado hasta un verde reluciente como la uva fresca.

–Esta zona no refleja el país– aclaró Bernardo.

Entraron a una confitería repleta. Agnia quedó maravillada por el bullicio y la magnificencia del decorado art decó.

–¿Sabés algo de los científicos ahora que desaparecieron los ovnis en Entre Ríos? –preguntó Bernardo aplastando la colilla en el cenicero.

–Están encerrados en la Abadía Niño de Dios. De casualidad me encontré con uno de ellos, el más accesible, y prometió entregarme copias de las fotos que sacaron.

–¿Cuándo?

–No me dio fecha precisa; supongo que será en estos días. ¿Y vos cuándo pensás escribir los artículos que te encargué?

–Primero tengo que terminar las notas del Suplemento: sólo me quedan dos. Después viajaré a México a ponerme de acuerdo con los editores.

–¡No sigas! –cortó Agnia molesta–. Para ese entonces estaré olvidada en Moscú y tal vez el asunto ya no interese.

–¡No te pongas así! Ya te había avisado que escribiría tus artículos al mismo tiempo que el libro. No creo que tarde más de tres meses.

–Si son sólo tres meses no hay problema. ¿Podrás cumplir?

–Por supuesto que sí. ¿Por qué no charlamos de otra cosa?

Y la besó.

Bernardo se corrió para ponerse al lado de Agnia.

Y se abrazaron. No les importó que en las otras mesas se recriminara su comportamiento.

 

Bernardo levantó el tubo del teléfono inalámbrico. Era Daniel, un amigo de la infancia.

–¡Hola, Daniel! ¡Cómo te va! –saludó contento. Su piel curtida no lograba ocultar el cansancio de sus rasgos.

–Te vi ayer en la confitería –señaló Daniel–. Yo estaba apartado, en el fondo, cerrando un negocio con unos clientes.

–¿Y cómo te fue?

–Excelente. Es una campaña de una nueva bebida sin alcohol. Si se cumplen las pautas me dará mucho dinero –precisó eufórico Daniel.

–¡Te felicito! 

Una conversación incomprensible se interpuso entre ambos.

–Esperá un poco, Daniel, que cambio de aparato. –Bernardo colgó el inalámbrico y levantó el tubo del teléfono común–. No sé el porqué, pero de buenas a primeras por el inalámbrico se filtran otras comunicaciones. El hecho es que nada está andando bien: la computadora, el teléfono...

–Bernardo...–murmuró Daniel y provocó una pausa.

–Sí...

–Te llamé porque me quedé preocupado.

–No te entiendo, Daniel.

–¿Te pasa algo?

–No sé a qué te referís –repuso Bernardo intrigado.

–En la confitería estabas hablando solo.

En la cabeza de Bernardo se produjo una explosión. No podía comprender qué le intentaba decir Daniel: carecía de sentido.

–¡Por favor, te podés explicar mejor! –suplicó.

–Repito: te vi hablando solo.

–¿No reparaste en el minón que tenía al lado?

–No hagas bromas.

–¿A qué hora estuviste?

–Desde las cinco hasta las seis y media.

–Nosotros recién llegamos pasadas las seis. O sea que sólo pudiste verme unos quince minutos, y en ese lapso Agnia debió haber ido al baño.

–Bernardo, te observé por espacio de una hora, y no había nadie con vos.

–Terminemos, Daniel. Mirá si la chica será real, que está viviendo conmigo. Otro día la seguimos.

Cortó malhumorado. Notó que le temblaban las manos. Se maldijo por su estupidez más que por su inseguridad, y se asomó al dormitorio para cerciorarse de que Agnia continuaba durmiendo la siesta.

Se puso fuera de sí: encontró la cama vacía.

Recobró la serenidad al abrir el placard y ver la ropa de Agnia colgada en las perchas.

En la mesita de luz del lado de ella había un papel escrito. Le avisaba que en un ciclo de revisión daban esa tarde Invasión, de Hugo Santiago. Lo esperaba en el cine.

Aunque tenía mucho trabajo, concurrió a la cita.

Agnia le había reservado un asiento.

Bernardo sufrió durante la función. Inexplicablemente la película lo angustió. Se identificó con esos hombres de negro que defendían la imaginaria ciudad de Aquilea, mientras los asépticos invasores le causaban espanto.

¿Cómo podía turbarse si él siempre imponía distancia ante cualquier filme? Además, Invasión no era una película realista, sino extraña y hermética. Entonces, ¿qué le pasaba? ¿De dónde salía esa garra que le oprimía el pecho?

Esa noche le dijo a Agnia que no lo esperara para acostarse: él se quedaría trabajando hasta tarde.

Sin embargo, no pudo escribir. Sentía la necesidad imperiosa de moverse. El corazón le retumbaba como si fuera un animal dispuesto a saltarle del pecho.

Para calmar la ansiedad, se sirvió whisky. Deseaba aturdirse. Consiguió su objetivo, pero cayó desplomado en el piso.

 

Al despertar sintió que mil agujas le pinchaban la cabeza.

No sabía dónde estaba. Enfiló hasta el baño y puso la nuca bajo el chorro de agua de la ducha. No se movió por un largo rato. Luego tomó una taza de café doble con dos aspirinas.

Ya repuesto, entró de nuevo en el dormitorio. No se sorprendió de ver la cama vacía y un papelito en la mesita de luz. Agnia había ido a la biblioteca, de la que saldría a las cinco de la tarde.

Después de estar varias horas frente a la computadora, decidió ir a la biblioteca.

Cuando llegó, faltaban aún diez minutos para la hora. No la aguardó en la puerta, sino en la esquina.

A las cinco en punto Agnia salió y miró hacia todos lados. Pero Bernardo se escondió en un negocio: había decidido seguirla.

Agnia caminó absorta por el medio de la calle peatonal. No miraba las vidrieras ni a quienes pasaban a su lado. A unos veinte metros iba Bernardo estudiando su andar.

Era un vaivén rítmico y acompasado. Se deslizaba casi automáticamente, como si le hubiera dado cuerda al cuerpo para enfrascarse de lleno en sus pensamientos y olvidarse del entorno.

Ese ausentarse le otorgaba un encanto que trastornaba a Bernardo. Era como sumergirse en una mujer inalcanzable, surgida de una ensoñación ideal.

Bernardo empezó a correr hacia Agnia gritando su nombre. Imprevistamente, ella apuró el paso en dirección a la boca del subterráneo. Era evidente que no oía los aullidos que profería Bernardo despreocupándose de las personas que lo observaban. En su desesperación, tropezó con un señor mayor y se despatarró en el suelo.

Despertó dando un salto en la cama. Estaba empapado en sudor, como si lo hubiesen rociado con una manguera. No podía recordar en qué momento se había recostado sin quitarse la ropa.

En su reloj pulsera eran las cuatro de la mañana. No encontró a Agnia a su lado y tampoco el clásico papelito en la mesita de luz.

Asustado revisó el placard y comprobó que faltaba la ropa de Agnia.

Pasó al estudio y vio un mensaje en el fax. Era de Ricardo, del Suplemento: la población de Necochea había divisado un alud de ovnis en la playa. Debía partir de inmediato para allá con una cámara fotográfica.

Bernardo corrió hacia su auto. Se había despabilado por completo.

Condujo a toda velocidad por las calles desiertas de Buenos Aires. Además, no se veían luces en los edificios, como si estuvieran deshabitados.

Tomaba las curvas de la ruta a la perfección, trazando un diseño patrón. Facilitaba el manejo la ausencia de vehículos. Aunque los caminos que llevaban a Necochea solían estar poco transitados, esa desolación lo conmovió.

Al entrar en la ciudad lo agobió la sensación de estar solo en el mundo. Por una diagonal desembocó en la costanera de las playas.

El cielo permanecía cubierto y la oscuridad era tal que sintió miedo. Las instalaciones de los recreos se habían plegado a esas tinieblas que dominaban la zona.

Bernardo escudriñó entre las sombras hasta que adivinó en la ancha playa unos bultos de forma esférica en movimiento.

Caminó por la arena con precaución. Curiosamente apenas corría viento.

Aunque se había acercado a los bultos no podía reconocerlos.

Por fin tanteó la superficie metálica de uno de ellos. Siguió recorriendo con las manos esa textura hasta que dio con una abertura.

Entró. Continuó tanteando por un pasillo estrecho que sólo permitía el paso de una persona. Al parecer conectaba los bultos entre sí.

De improviso, se halló en una pequeña sala cuya iluminación cegadora lo forzó a entornar los ojos. Había una butaca frente a una amplia escotilla. Desde allí podía contemplar la costanera con nitidez.

De pronto, el bulto inició el ascenso.

Necochea desapareció: en su lugar surgió un cielo espléndidamente azul, bordeado por una vaporosidad blanca. Lo surcaban torrentes compactos de luz bermellón, como si las estrellas cayeran al unísono y variaran hacia el rojo.

Pero el firmamento en segundos se coloreó de un violeta brillante, que en las bandas superiores se tornaba negro azabache, y las estrellas adquirieron fosforescencia.

Ese ámbito paradisíaco reclamaba música, pero en cambio percibía un rítmico sonido, algo semejante a esos motores de sincronización perfecta.

La sonrisa que se dibujó en Bernardo provenía de las profundidades del alma. Comprendía que cerca lo estaba esperando un esplendor mayor que la armonía del sistema solar.

Regresó al estrecho pasillo, y estalló en carcajadas de plenitud, como si sufriera los efectos de una borrachera de champán.

Se introdujo en otra cabina como la anterior, pero sin escotilla ni butaca, donde estaba Agnia.

Había abandonado sus ropas pasadas de moda, y lucía un uniforme ceñido que favorecía las proporciones de su cuerpo. Y abrió los brazos para recibirlo. Sus ojos relampagueaban de una alegría tan categórica como las galaxias. Se besaron en el fragor de un viaje que se proyectaba hacia los límites del universo.

 

La señora Cata se dio por vencida y abrió la puerta de entrada del departamento.

–¡Bernardo! ¡Bernardo! –clamó–. Una ola de platos voladores invadió el país... ¡Despierte, Bernardo! ¡Despierte!

Pero esta vez Bernardo dormía más que profundamente sobre el escritorio. Lo confirmaban las manos frías como el hielo y esos ojos fijos en una lejanía que se internaba en el abismo.

Germán Cáceres
De "Por amor al crimen" - Apariciones

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