Maldita suerte |
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“Te enamoras de alguien. Yo casi siempre del muerto. Siempre tiendo a dar la razón a los muertos.” Manuel Vázquez Montalbán, La rosa de Alejandría. |
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Yo
despaché el equipaje. Falta más de dos horas para que salga el avión.
No tengo ganas de subir para embarcar, la espera allí arriba es un opio y
no se puede tomar nada. Queda visitar el free shop, pero como no
pienso hacer compras, no vale la pena perder más de diez minutos en él. Mejor
es ir a la confitería, pedirme un whisky y leer cualquiera de las
revistas que compré. O pensar en estas vacaciones. Porque, como dijo Abel
Abad, no son más que unas vacaciones, y así debo vivirlas olvidándome
de lo que pasó. El
lugar no era malo. Había bastante espacio entre las mesas con manteles
amarillos. Las sillas tenían respaldo alto y parecían cómodas. De las
paredes colgaban cuadros al óleo de distintos barrios de Buenos Aires. Era
demasiado temprano, y había algunos señores parados alrededor del bar.
No conocía a nadie. Sin embargo, nos saludábamos anunciando nuestro
nombre, turno y división. A
esta altura no me angustiaba. Lo difícil fue la primer cena –la de los
veinticinco años de egresados–, en la cual cada ex alumno se
cuestionaba si sería perdedor frente al supuesto éxito de los demás.
Las sucesivas reuniones actuaron como un filtro: los que seguíamos yendo
nos sentíamos conformes con nosotros mismos o, por lo menos, no sufríamos
de complejo de inferioridad. De
pronto se acercó un hombre alto, de anchas espaldas y luciendo una amplia
sonrisa de satisfacción. Me dio un fuerte apretón de manos y me abrazó. –¿No
te acordás de mí? Soy Héctor. Lo reconocí de inmediato. Se destacaba como estudiante sin ser un traga: lograba imponerse por su labia y desenvoltura, metiéndose en el bolsillo a los profesores. Se
lo veía joven, casi sin canas, con una dentadura cuidada que no perdía
ocasión para exhibirla. Pasó un mozo con una bandeja repleta de
bocaditos, whisky y jugo de naranja. Y me sentí bien: el aroma de los
servicios de copetín me embriaga tanto como el perfume de mujer. Nos
servimos whisky. Llegó más gente y continuamos de pie. –Hace
tiempo que no te veía –le dije. –Estuve
radicado en el exterior. –¿Dónde? –En
Managua, la capital de Nicaragua. –¿Qué
tal la ciudad? –Una
porquería. Pero era funcionario del BID y ganaba una fortuna. Pertenecía
a la élite. Me codeaba con ministros, secretarios de presidencia,
gerentes de bancos. Vivía a lo grande, como un rey. –¿Por
qué te viniste? –Por
la guerrilla. Pensá que mi coche tenía chapa oficial. Nos pusieron
guardaespaldas, pero mi señora estaba histérica y aterrorizada por
nuestra hija. A unos amigos íntimos casi los matan. Y nos volvimos. –Te
habrás traído un toco de guita. –No
creas. Gastaba mucho. Lo que lamento es no haberme quedado: aquí me separé
de mi mujer. Y
nos pusimos a reír. La
gente comenzó a ubicarse, y nos sentamos a una mesa con el Turco y Aníbal. Al
Turco solía verlo en su negocio. A Aníbal a veces lo encontraba en plena
“city financiera”, empilchado de primera y rumbo a la Bolsa. –¿Sabrás
que es corredor de Bolsa? –me dijo Héctor señalándomelo–. Para eso
necesita una acción del Mercado de Valores, así que tiene por lo menos
un palo verde –agregó sonriendo. –¿Y
ahora de qué trabajás? –Hago
de todo un poco –me contestó–. Soy una especie de cuentapropista –y
rió. Sirvieron
la entrada, y la conversación decayó. Al rato vino el plato caliente:
pollo al horno con papas. –¡Qué
desastre! –protestó Héctor–. ¿Quién eligió el menú? –No
chillen, que el chupi es abundante –fue el comentario del Turco. El
postre llegó acompañado por una nueva ronda de vino. –¿Qué
les parece si después salimos a levantar minas? –propuso Héctor–. Yo
ando solari. –Yo
también –apunté–. Hace un año que me separé. –¡Tenemos
que salir juntos! –gritó Héctor–. ¡Nos volteamos a todas! –Estoy
por mi tercer matrimonio y no quiero más lola –se disculpó Aníbal. –Yo
soy chapado a la antigua –confesó el Turco–. Me casé una vez y con
eso me alcanza y sobra. Hubo
un brindis con champán. Los grupos se mezclaron. Luego los ex alumnos
empezaron a despedirse. –Vamos
a tomar una copa –insistió Héctor–. A dos cuadras hay una confitería
piola. La
calle Viamonte se presentaba sombría a esa hora, como si estuviera en una
barrio apartado. Entramos
en una confitería con un estupendo aire acondicionado. Hacía ochava en
una esquina y las ventanas estaba ornamentadas con plantas que colgaban de
maceteros. Nos
sentamos cerca de la puerta. Hicimos juntar las mesas y encargamos una
botella de champán. Al
Turco se le dio por contar chistes verdes. Yo no comprendía lo que decía
pero me reía. Aníbal lanzaba carcajadas y echaba su cuerpo sobre la
mesa. Las risotadas de Héctor parecían relinchos. Se
pidió otra botella. El Turco tartamudeaba y no se le entendía nada.
Curiosamente esto causaba más gracia y Aníbal se cayó al suelo con
silla y todo. El mozo nos invitó a retirarnos. La
oscuridad de Viamonte era siniestra. Héctor y Aníbal se desabrocharon la
bragueta. Héctor se puso a orinar haciendo dibujitos en la pared. –La
Bolsa subió hasta allí –afirmó marcando una curva ascendente–. Había
que vender. Luego cayó hasta aquí –y trazó una curva en sentido
contrario–. Todos los boludos creyeron que la baja había terminado y
compraron. Pero la Bolsa siguió en picada. ¡Yo compré al final! Aníbal
se enredó con la bragueta haciéndose encima. –¿Por
qué no vienen a mi casa que les preparo un trago? –invitó Héctor. –¡Por
hoy basta! –fue la respuesta del Turco. –Estoy
por vomitar, prefiero irme –explicó Aníbal. –Yo
te acompaño–le dije. Regresamos
a la playa de estacionamiento a buscar los autos. Héctor subió a un
Mercedes espectacular; sentí vergüenza de mi Duna. Completamente
mareado, seguí el Mercedes por las calles vacías. Surgió
un camino de tierra entre árboles. Una ráfaga de viento me despejó un
poco y esparció un exquisito aroma de eucaliptos. De
golpe estaba en una casa. La habitación era grande; debía ser el
comedor. Una barra llena de botellas se alzaba en un rincón. –¡Celebremos
este encuentro! –vociferó Héctor. La
situación se puso confusa cuando se apagó la luz y unos relámpagos
aparecieron sobre un espejo que colgaba de una pared. Me dolía
terriblemente la cabeza, como si la pincharan con agujas. Esbeltos leones
me miraban con ojos alucina-dos a la vez que múltiples vaginas bailaban
delante de mí. Héctor
sostenía una copa y estaba desnudo. Se acercó a un cuadro con un
paisaje, lo levantó y sacó un papel de una caja fuerte. Me habló a
gritos, pero no le entendí. Me
asusté y salí de la casa. Corrí por un inmenso jardín. Me metí en el
Duna y caí desmayado. Un
ruido seco y apagado me despertó. Aproveché para encender el motor y
volver a mi departamento. Las
calles desfilaban por el parabrisas y las ventanillas como trozos aislados
de una película que se cortaba. Caía una garúa tenue. Entré
en el departamento y pasé directamente al dormitorio. Me tiré vestido en
la cama y quedé planchado. Me
sobresaltó el teléfono. No sabía dónde estaba. Por el torrente de luz
que entraba por la ventana reconocí mi dormitorio. También por la cama
de dos plazas y la reproducción de Renoir. Me
hablaban de la clínica: había plantado a varios pacientes. Los
atendieron mis colegas. Expliqué que me sentía descompuesto y que ese día
no pasaría por el consultorio. En
el baño me duché con agua fría. Del botiquín saqué dos aspirinas. En
la cocina me serví un café doble. Ya más repuesto llamé al Turco. –¿Qué
tal Turco? ¡Qué pedo el de anoche! –¿Te
enteraste lo de Héctor? –No...
¿Qué pasó? –Murió. –¿Cómo
que se murió? –Se
pegó un tiro. Quedé
entre perplejo y espantado. A Héctor lo empezaba a ver como posible compañero
para salir a la noche. ¡Qué desilusión! Un tipo que se llevaba el mundo
por delante y terminaba suicidándose. A
la semana casi me había olvidado del asunto. Estaba terminando una
topicación de fluor, cuando me avisaron que un señor me esperaba. La
secretaría consta de un escritorio, un fichero, un teléfono y dos
sillas. En una de ellas se hallaba sentado un hombre de rasgos duros y
pelo negro peinado con raya al costado. Su mirada era fría y cortante. No
me gustaba: tenía el aspecto de un vulgar matón. Me
mostró una credencial que certificaba su condición de detective privado.
Lo había contratado la familia de Héctor para que investigase su dudosa
muerte. El
detective me explicó que estaba visitando a los ex compañeros de Héctor
porque fueron los últimos en verlo con vida. Le comenté que después de
la reunión lo había acompañado a la casa, pero no me acordaba de nada
porque me había emborrachado. El
tipo me aconsejó tratar de evocar esa noche. En unos días se comunicaría
conmigo. No
pude hacer ninguna asociación mental para ayudar a mi memoria, me di por
vencido y volví a los canales de aburrimiento que recorría desde mi
separación: mi única hija vive en Córdoba, y la visito una o dos veces
al año, lo cual es poco para sentirme gratificado con afectos. Una
noche soñé que conducía el auto por una avenida arbolada que desprendía
un fuerte olor a eucaliptos. Luego luces, mujeres desnudas y un exaltado Héctor.
Me desperté sin haber captado su sentido. Entonces
se me ocurrió una idea: acercarme a la casa de Héctor ese mismo día. La tarde estaba a punto de apagarse. A medida que avanzaba con mi automóvil fui recordando el camino. Cuando llegué contemplé un chalet estilo californiano con un hermoso parque. Había un cartel que anunciaba su venta. Toqué el timbre y vino el casero, un hombre de mediana edad y de porte desgarbado, que me informó que ya había terminado el horario de visitas. Le mentí diciéndole que esa misma noche salía de viaje, y rogué que me permitiese dar un rápido vistazo a la casa. Accedió. En
el interior no me fue difícil reconocer la barra del bar. En el techo
observé spots, sin duda los que accionó Héctor para producir el
relampagueo en el espejo. En las paredes había cuadros con bellas mujeres
desnudas que acariciaban a recios leones. De
regreso se me ocurrió consultar a Abel Abad. Hacía casi dos años que no
lo veía. Esta vida moderna transforma a los amigos en simples conocidos.
Trabajó en una agencia de detectives de la que se retiró porque no quería
cazar hombres aunque fuesen delincuentes. Le
telefoneé y me citó en sus oficinas. Era
la típica inmobiliaria con vidrieras a la calle. Un local más propicio
para un comercio minorista. Su despacho era ascético: sobre el escritorio
había una pantalla con un teclado y al costado un sillón giratorio. Abel
se mantenía en forma, no aparentaba sus cincuenta años, y su
espectacular sonrisa era digna de ser mostrada a mis pacientes. Le
comenté la cena de ex alumnos y la farra en la casa de Héctor. –¿Y
qué tengo que ver yo en todo esto? –cuestionó. –Ya
sé que estás retirado, pero experiencia no te falta –comenté con voz
pausada–. Estuve mezclado en una muerte turbia, y me interesa saber qué
ocurrió. –Conocés
mi posición: no persigo culpables. –Lo
único que te pido es que averigüés en qué estado se halla la
investigación. –¡Pero
nada más! –amenazó–. Lo hago para devolverte el gran favor que me
hiciste cuando me salvaste la dentadura. Hubo
una pausa. –Dame
unos días. Te llamo en cuanto sepa algo –concluyó. Demoró
más de una semana. Me mantuve inactivo respecto al caso Héctor; en lo
demás proseguí la rutina de atender pacientes en el curso de la semana y
los sábados merodear confiterías buscando programas. Abel
me citó en un bar. Extrajo
de su impecable saco sport un papel lleno de cuadros sinópticos. –Para
empezar, la familia de Héctor no contrató a ningún detective privado. Me
tragué la noticia y no dije esta boca es mía. –Héctor
operaba en Bolsa por cifras siderales. Compraba y vendía para empresas
constituidas en Panamá, de las que era apoderado. Los directorios están
compuestos por centroamericanos, seguramente contactos que hizo en
Nicaragua. –No
es difícil adivinar para qué sirvieron esas inversiones.
–Por
supuesto que no: lavado de dólares del narcotráfico. –¿Por
qué lo mataron? –Eso
es lo que está investigando la policía. Te advierto que Héctor se
falopeaba y no sería raro que te pusiese LSD en la copa. Por eso tuviste
la misma alucinación al dormir: el LSD a veces repite el efecto aunque no
se lo ingiera. –¿Para
qué vino a verme el detective? –Parece
que Héctor era suelto de lengua. Culpa de las drogas. Vos fuiste el último
que lo vio y los responsables del crimen habrán querido saber si te contó
algo. –¿Y
ahora cómo sigue la película? –pregunté haciendo un ademán de
interrogación con los dedos. Me
respondió alzando los brazos como si no tuviera nada que ver. –Yo
cumplí con mi misión. Me
despedí y fui a caminar por Jerónimo Salguero. Estaba cerca de la Plaza
Güemes. Tenía ganas de descansar un rato. Sentado
en un banco de la Plaza, recordé los dibujitos que Héctor había hecho
al orinar en la pared. Me incorporé de un salto. Busqué
un locutorio. –Hola,
me da con el señor Aníbal, por favor. Cuando
Aníbal se puso al habla, su tono de voz revelaba que mi llamada lo había
sorprendido. –Decíme
una cosa: ¿Héctor compró acciones a través de tu agencia? –¿Por
qué me preguntás eso? –se quejó molesto. –Nada
en particular. Una simple curiosidad. –Sí,
operaba conmigo. –¿Tuvo
algún manejo especial con unos inversores centroamericanos? –¿Cómo
te enteraste? –Me
lo dijo en la cena de ex alumnos –mentí. –Mirá,
yo compro y vendo por orden de mis clientes, y no son pocos. No puedo
acordarme de lo que hizo cada uno. –Si
tenés un momento libre, ¿te podrías fijar en el legajo de Héctor? –No
me sobra el tiempo, pero haré todo lo posible. –Muchas
gracias, Aníbal. Colgué
sabiendo que no me ayudaría en lo más mínimo. Sólo me quedaba un camino, un tanto peligroso. Me decidí después de meditarlo bien. Realicé
el experimento en el living de mi departamento, frente a la ventana. Ese día
no fui a la clínica. Había obtenido LSD con la ayuda de un médico
amigo. Lo diluí en un vaso de agua mineral y me acosté en un sillón. El
living empezó a temblar. La luz del sol se filtraba por las cortinas y
emitía un resplandor fosforescente. Otra vez leones, vaginas y
reflejos en el espejo. Héctor estaba desnudo y el sudor le caía en
gotas. Sus ojos desorbitados impresionaban. –Me
salió redondo: ¡hice una pelota infernal! –exclamó dirigiéndose a
una de las paredes: corrió un cuadro dejando ver una caja fuerte, la abrió
y sacó un pasaje de avión. –¡Es un ticket de ida para Miami! ¡Conseguí la residencia! ¡Me quedo a vivir allá! Sentí
pinchazos en la cabeza y los fogonazos de los spots no me daban
tregua. –¡Yo
no afané a nadie! La operación fue limpia. Héctor
se estaba agotando. –Pensé
darles una explicación, pero después cambié de idea: no valía la pena,
exigirían parte de la ganancia. O toda. ¡Hasta serían capaces de tomar
represalias! Yo
estaba en el suelo y con un vaso en la mano. Comprendí que me convenía
volver a casa. Me incorporé a los tumbos. Héctor me siguió. –Vi
lo de la Bolsa. En cuanto comenzó la caída vendí las acciones de los
panameños y las volví a comprar recién cuando llegaron al precio más
bajo. Después el mercado recuperó los promedios anteriores. ¡Yo me quedé
con la diferencia! Estaba
abriendo la puerta para irme y Héctor continuaba hablando. –¡Ellos
no perdieron ni un peso! –gritó. Luego agregó–: Renuncié como
apoderado antes de que se avivaran. Pude
desprenderme de Héctor y emprendí una carrera por el jardín. Una vez en
el auto perdí el conocimiento. Cuando
emergí del sopor, me costó bastante recuperarme. Le
expliqué por teléfono a Abel lo que había descubierto reviviendo la
famosa noche a través del LSD. Opinó que era riesgoso seguir husmeando:
Héctor fue víctima de una organización poderosa imposible de combatir
dada su extensa ramificación internacional. –¿Aníbal
tendrá algo que ver? –le pregunté. –Es
posible que haya conseguido la representación de las empresas de Panamá. Salí
a dar una vuelta. Era un anochecer agobiante. Cualquiera
podía haber matado a Héctor, incluso Aníbal o el falso detective que me
visitó. Qué importaba hallar al asesino si total respondía a una cadena
de mando diseminada por el mundo. Jamás se capturaría a los verdaderos
culpables. Llegué
caminando a mi departamento y me metí en la cama temprano. A la otra mañana fui a la clínica en mi auto. Estacioné en la cochera de enfrente. Al cruzar la calle un malestar me hizo trastabillar. Sentí mareos y náuseas. También miedo, porque vislumbré que la dolencia provenía de una intuición que acababa de abrirse paso. Me
estaban siguiendo. No
podía localizar al perseguidor, pero era una sensación íntima tan
contundente como un axioma. Asustado
entré en un bar, me hice una composición de lugar y establecí una
estrategia. Volví
a la clínica. Comuniqué que adelantaba las vacaciones porque me había
salido una oportunidad. Después
fui hasta una agencia de turismo y contraté un tour de quince días
para el norte del Brasil. Conseguí un vuelo que salía esa misma noche. Una
quincena era plazo suficiente para que se despejara el ambiente. La policía
–previo soborno– se olvidaría del caso y los narcos de mi persona. Valija
en mano hablé con Abel: aprobó mi decisión. Él estaría vigilando el
asunto, y me sugirió que le telefoneara desde Brasil. Un
taxi me llevó al aeropuerto. Tengo
que superar la angustia. Debo pensar en este viaje como unas vacaciones
adelantadas, no como una huida. Voy
por el segundo whisky, estoy excitado. No puedo leer las revistas que
compré porque no logro concentrarme. Seguro que en el avión me voy a
tranquilizar. Pido
agua mineral: un tercer whisky es capaz de derrumbarme. Miro el reloj:
faltan unos cuarenta y cinco minutos para que salga el avión. Ahora sí
conviene embarcar. Pago
al mozo, recojo las revistas y mi pequeño maletín. De
repente estoy en el suelo. Es incomprensible porque me sentía bien. Fue
el gordo que estaba en la mesa de al lado. Ya escapó. Me acuerdo que oí
un sonido seco, igual al que me despertó cuando estaba en el coche en la
casa de Héctor. Tengo el pecho mojado. Es sangre. Me duele y arde. Se me está nublando la vista. Me asaltan recuerdo de mi infancia. A gatas percibo un revuelo de policías y de sirenas de ambulancia. No siento mi cuerpo. La oscuridad se está convirtiendo en una tiniebla absoluta. ¡Maldita suerte! |
Germán
Cáceres
De "Por amor al crimen" - Por amor al crimen
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