La maldición del oro |
El
escritor norteamericano Jack London (1876-1916) gozó en vida de fama y éxito
económico: fue muy leído en su país y en el exterior. Entre sus novelas
figuran varias protagonizadas por perros (Colmillo Blanco, El
llamado de la selva y Jerry de las islas). En el invierno de
1897, a los veintiún años, viajó a Alaska en busca de oro, experiencia
que volcó en numerosos relatos que le proporcionaron gloria y dinero. (Este
cuento fue elaborado a partir de personajes, paisajes y sucesos descriptos
por Jack London en su libro Amor a la vida y otros relatos.) ********* Me llamo Zarinska: soy la hija de Thling-Tinneh, jefe de una de las tribus de indios que habitaban en la región del río Klondike, un afluente del Yukón[1]. Parte de mi historia la registró el gran escritor Jack London en su relato “El Hijo del Lobo”, en el que narraba cómo el valiente blanco “Cogote” Mackenzie, un buscador de oro, hacía de mí su esposa. Yo era una chica de trece años muy desarrollada para mi edad y, según los comentarios de los indios, notablemente hermosa: ojos negros, largos cabellos oscuros, pómulos altos, cutis bronceado, nariz recta y labios carnosos. No le fue fácil a “Cogote” obtener el consentimiento de mi padre, que, dominado por el chamán[2], se oponía a tales aspiraciones. La tribu se reunió en Consejo, y ante el pedido de mi mano por parte del explorador, el sacerdote lanzó una terrible perorata contra los hombres blancos, pues se habían apropiado de muchas de nuestras tierras. Y sostuvo que los indios, en vez de mezclar su sangre con la de ellos, debían enfrentarlos en una guerra sin cuartel. Después de su encendido discurso, hablaron mis otros dos pretendientes: el Zorro, famoso por su facilidad de palabra, y el Oso, que exhibía su apabullante tórax desnudo a pesar del frío. Pero a mí no me gustaban, yo estaba enamorada de “Cogote” Mackenzie y de la magnífica vida que podría disfrutar con él en los Estados Unidos. Estábamos en 1897 y la violencia formaba parte de la rutina diaria. El Oso y Mackenzie me disputaron en una brutal y feroz lucha cuerpo a cuerpo con cuchillos de caza. El traidor del chamán quiso aprovechar la confusión de la pelea para asesinar a mi amado, y le disparó una flecha, pero yo lo alerté gritándole “¡Oh, mi esposo!”, y se tiró al suelo y la flecha dio en el pecho del Oso dándole muerte. Pero “Cogote” no perdió el tiempo y antes de que una segunda flecha lo alcanzara, lanzó su cuchillo, que se incrustó en la garganta del malvado sacerdote. El Zorro, desesperado, tomó el rifle de mi padre para asesinar a Mackenzie, pero sólo logró que el arma hiciera ¡click!, ¡click!, pues no la sabía manejar y, prudentemente, optó por retirarse cabizbajo de la competencia. “Cogote”, con determinación, me llevó hasta su trineo conducido por cinco perros. Sujetó los arneses y ante la mirada estupefacta y atemorizada de todos los miembros de la tribu –incluido mi padre Thling-Tinneh-, se alejó del campamento haciendo crujir el hielo con los patines de acero del trineo. Aquí finaliza la historia de “El Hijo del Lobo”, y comienza mi relato personal que lamentablemente nunca pude alcanzarle a London para que escribiera con él un excelente cuento, como era su costumbre. Ahora, es demasiado tarde porque falleció el año pasado. Leyendo sus relatos ambientados en Alaska observé que en mis aventuras transité algunos de los paisajes por él descriptos. La marcha en el trineo junto a “Cogote” Mackenzie resultó despiadada. Tuvimos que soportar temperaturas de veinte grados bajo cero; además, reinaba un silencio aterrador, como si fuéramos las únicas personas existentes en toda la Tierra. El viento arreciaba y, de vez en cuanto, interrumpiendo ese silencio que Jack London calificaba de blanco, se oía el aullido de una feroz manada de lobos. La nieve era desplazada por el hielo y la temperatura seguía descendiendo. Debo aclarar que yo no hablaba inglés, pero mi esposo entendía la lengua de los indios de la región del Yukón, y me comentaba que teníamos que llegar a una cabaña que funcionaría como refugio mientras durara el invierno. Por fin arribamos. Era muy modesta pero, en medio de esa inmensidad de nieve y hielo, satisfaría con creces nuestras necesidades: tenía un catre, una mesa de pinos y platos de hojalata. Además, antes de ir a buscarme a la tribu, “Cogote” había dejado en ella una canoa porque a unos metros corría un río que desembocaba en el Klondike. Trabajamos fuerte para acondicionarla: pusimos esteras de piel de oso y almacenamos fósforos y fardos de alimentos (tocino, té, harina, frijoles, salmón seco), que habíamos transportado en el trineo. También colgamos de las paredes picos, palas y una criba[3]; sepultamos el catre bajo una montaña de mantas gruesas y mi esposo hizo un pozo donde ocultó unas bolsas de cuero. Teníamos como principal objetivo no morir de frío o de hambre. “Cogote” era un maestro haciendo fuego y con su rifle salía a cazar caribús[4], un auténtico manjar. A mí me asustaba el lamento nocturno de los lobos, pero él me calmaba diciéndome que, como todos los animales, le tienen miedo al hombre, especialmente si porta un arma. Se trata de una cuestión hereditaria: hasta los tremendos osos pardos lo respetan. Superar tantos contratiempos modelaron mi carácter; ya no era la dulce hija del cacique, sino una auténtica mujer dispuesta a defenderse. Por fin los días se alargaron, salió el sol -que prácticamente se había escondido detrás del horizonte-, los bosques se limpiaron de escarcha y la primavera se anunció con su alegría y sus deshielos. “Cogote” ató a los perros a un árbol, tomó una pala, un pico y una criba, sacó las bolsas del escondite y me dijo que lo acompañara hasta un cañón[5] cercano. Él llevaba una camisa gastada, un sombrero viejo y botas herradas. Caminamos una media hora y nos encontramos con un lugar paradisíaco rodeado de rocas y de una vegetación imponente. Más atrás se divisaban las montañas con nieves eternas. Mi marido me confesó que ya había estado allí para marcar el terreno. Y subimos por una ladera empinada cubierta de hierba, al lado de la cual corría un arroyo de aguas cristalinas. “Cogote” empezó a hacer pozos con la pala y a sacar pedazos de tierra que fue poniendo en la criba. Luego la sacudía en el arroyo, dejando que los trozos se escurriesen, hasta que sólo quedaban partículas doradas. Continuó con este operativo empleando algunas veces el pico para golpear las rocas, hasta que en la criba aparecieron pepitas de oro. A mi esposo se le agrandaron los ojos y emocionado me dijo que habíamos encontrado una mina valiosa. Y comenzó una carrera infernal para llenar las bolsas ubicadas debajo del catre. Digo así no sólo por la excesiva actividad que desplegó “Cogote” haciendo pozos y trabajando con la criba, sino por el hecho de que empezó a dominarlo una especie de fiebre. Dejó de almorzar, adelgazó, mostró síntomas de agotamiento y a sus ojos inyectados de sangre los cercaban horribles ojeras. Le recomendé con brusquedad que terminara, que ya habíamos reunido bastante oro, pero me contestaba que era una oportunidad única y que debíamos explotarla al máximo, o sea hasta que retornara el invierno. Quise arrancarle de las manos el pico y la pala, pero indudablemente él era mucho más fuerte. Yo tenía miedo de que su físico no respondiera, que cayera enfermo de gravedad, y la única medicina que podía brindarle era un infusión de hierbas que me había enseñado a preparar el malvado chamán. El aspecto de “Cogote” era lamentable: al haber perdido muchos kilos casi se había convertido en un esqueleto. Una tarde estaba yo descansando en la cabaña mientras él seguía implacable con su tarea recolectora en el cañón, cuando oí una fuerte detonación. Era un disparo. Salí corriendo hacia la mina presintiendo lo peor. Arribé al cañón, bordeé el arroyo, subí por la ladera y enseguida lo comprendí todo. “Cogote” yacía tirado boca arriba al borde de un pozo. Su camisa estaba completamente ensangrentada. No pude arrodillarme a su lado para lamentar su pérdida; tenía que luchar por mi supervivencia dado que a unos pasos había un hombre canoso con los ojos hundidos y un revólver aún humeante en la mano. Intenté hablarle en mi lengua pero se mostró confundido, evidentemente la desconocía. Y me apuntó con el arma. Sin perder un segundo, señalé la bolsa que el extraño tenía en la mano y que le había robado a “Cogote”; luego dirigí mi brazo en dirección a la cabaña, dándole a entender que lo conduciría hacia donde había más oro. El bandido comprendió y me siguió. La media hora de camino me pareció una eternidad, ya que en cualquier momento el tipo podía liquidarme. Por fin entramos a la cabaña, y los perros ladraron al ver al extraño. Como estaban atados al árbol, el hombre no se asustó. Fui hasta el catre, lo corrí y le mostré el pozo donde “Cogote” había guardado un pila de bolsas con oro. La codicia motivó que el tipo metiera la cabeza en el agujero para contemplar el oro. Y yo aproveché para agarrar el otro pico que había en la pared y clavárselo en el cráneo. Murió en el acto. No había tiempo que perder. Tomé el revólver del asesino y maté a los perros. No podía llevármelos y quería evitarles una muerte horrible sucumbiendo al frío espantoso que se avecinaba. Me coloqué un abrigo de piel y una capucha. Después de llenar la canoa de provisiones y de las bolsas de oro, la arrastré hasta el río. Tenía que alcanzar alguna ciudad antes de que se helaran las aguas. Y me puse a remar con fuerza; la canoa parecía volar sobre el río. Un cielo metálico advertía que el invierno se venía encima, y me topé con una tormenta que hacía saltar la embarcación sobre las olas. Y me pesqué la tos seca, esa que muerde los pulmones. El río, además, se cubría con los trozos de hielo que se desprendían de la costa. Temblaba de frío y me asustaba de sólo pensar que se me podía congelar una pierna. Una ola gigantesca me arrojó contra la costa y destruyó la canoa. Tenía que seguir a pie. Cargué sobre mis hombros los fardos y las bolsas. Si quería salvar mi vida debía aliviar el peso y renunciar al oro, pero yo también había comenzado a ser víctima de su maldita fiebre. Usando raquetas de nieve[6] inicié mi largo camino por un bosque de pinos. Los alaridos de los lobos me perseguían y no creía tan firmemente como “Cogote” en su miedo hereditario. Después de varios días de sufrida marcha, en lugar de una ciudad apareció frente a mí una gran masa de mar. Seguro que se trataba del océano Ártico. Me había perdido y sospeché que había llegado mi fin: no podría resistir la inclemencia del clima. Y dejándome caer en el suelo me puse a llorar de desesperación. De pronto vi, a unos tres kilómetros, un ballenero anclado en la serenidad del mar brillante, como si estuviera sembrado de diamantes. Y renació en mí la esperanza: si conseguía llegar hasta el barco podría salvarme. No sé de dónde saqué fuerzas pero logré a arrastrarme sobre el terreno de musgo y de piedras. Conservé en mis doloridas espaldas las bolsas con oro y tiré los fardos de los alimentos. Suponía que algún marinero me descubriría, pero eso no ocurrió hasta que me encontré a sólo un kilómetro de distancia. Recién entonces vino un bote del ballenero a recogerme. El barco después enfiló rumbo a San Francisco, ciudad que tanto había alabado “Cogote”. Pero finalmente no salí de Alaska y me quedé en Juneau, que en 1906 fue declarada su capital. Es una ciudad hermosa y pintoresca, con estrechas calles inclinadas que se introducen en las colinas boscosas. Una misión de hermanas me tomó a su cargo y me enseñó Inglés y Matemáticas. A pesar de sus esfuerzos no consiguieron convencerme de sus creencias, pues yo conservaba las de mi gente. Doné a la misión un tercio de mi oro para que hiciera obra entre los pobres indios, que son los únicos excluidos del desarrollo de Alaska. Asimismo, por un mensajero, antes de que mi padre Thling-Tinneh muriera, envié a mi tribu otra tercera parte. Y con la restante, instalé en Juneau una casa de artesanías típicas de la región del Yukón. No volví a enamorarme. Jamás encontré a un hombre blanco de la valentía de “Cogote”. Lástima que a él también lo devorara la maldita fiebre del oro. Referencias: [1] Ríos ubicados en Alaska, desde 1959 estado del NO de EE.UU. que linda al norte con el Océano Glacial Ártico. [2] En las sociedades primitivas, intermediario entre los vivos y los espíritus. [3] Instrumento usado para limpiar de impurezas un mineral. [4] Mamífero parecido al reno. [5] Paso estrecho encajado entre montañas. [6] Calzado para andar por la nieve. |
Germán Cáceres
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