La hija del sepulturero de Joyce Carol Oates - (Alfaguara, Buenos Aires, 2009, 682 páginas) por Germán Cáceres |
Joyce Carol Oates (Lockport, Nueva York, 1938) constituye un fenómeno insólito situado en la misma línea prolífica de Lope de Vega, Balzac, Simenon y Asimov: su obra ya ha superado el centenar de títulos. No estaría mal recurrir a la ironía y apuntar que lleva más tiempo leer un libro suyo que a ella escribirlo. Y lo más sorprendente es que ninguno de sus textos prescinde de la calidad. La hija del sepulturero es una empresa ambiciosa, y no es aventurado atribuir a la autora el deseo de aspirar con ella al título de Gran Novelista Americano —como señala la contratapa—, esa utopía tan anhelada por sus colegas estadounidenses y que a esta altura, con la abundancia de obras maestras que ha dada esa literatura, carece de sentido atribuírselo a alguno de sus grandes exponentes. La novela abarca un amplio espectro de temas y de corrientes literarias, a pesar de que se centra en la vida de Rebecca Schwart, desde su nacimiento en 1936 a bordo de un barco proveniente de Europa, recién anclado en el puerto de Nueva York, hasta su convalecencia en Lake Worth, Florida, en 1998/9. En ese periplo de sesenta y tres años Oates presenta un escalofriante cuadro de familia: el padre de Rebecca se ve obligado a emigrar de la Alemania nazi y a aceptar el ínfimo puesto de cuidador del cementerio de la pequeña población de Chautauqua Falls, donde su mísera vivienda está contaminada por los miasmas de los cadáveres. Esta frustración crece y deriva en la compulsiva y macabra aniquilación de sus miembros. La sórdida pesadilla (”¿Por qué este mundo es un estercolero, eh? ¡Pregúntaselo al que tira los dados!”) desemboca en una tragedia morbosa e inevitable, pues la narración transmite constantemente un leit motiv que alude a la muerte (”¡El coche fúnebre! Majestuoso, de brillos oscuros, con ventanillas de cristales tintados”). Pero a Rebecca no le depara mejor suerte su primer casamiento, en el que tiene un hijo. La violencia familiar adquiere dimensiones espeluznantes, que la impulsan a huir con el niño cambiando de personalidad para construirse una nueva. Hasta aquí la novela exhibe tintes del más crudo naturalismo, pero la fuga de Rebecca la lleva a recorrer gran parte del territorio de los Estados Unidos y la historia asume los ribetes de una road movie. Uno de los mayores atractivos de la novela es su respiración decimonónica, a la manera del John Irving de Una mujer difícil, y muestra personajes con múltiples vivencias y cambios, en las que abundan todo tipo de experiencias y de sucesos. La historia gira varias veces brindando sorpresas que fogonean el interés del lector que termina devorando el libro porque quiere saber qué pasará. Otra variante la proporcionan aquellos personajes que aparentemente se pierden de vista para reaparecer luego creando una incógnita sobre su pasado y de cómo influirá éste en el oscilante destino de la protagonista. Sin embargo, un nuevo casamiento de Rebecca modifica su vida, y todo hace pensar en un inverosímil final feliz o en el retorno de Rebecca a una situación signada por la desolación y el horror. Pero allí está el talento de la escritora que apela a un epílogo para transcribir las cartas entre Rebecca y una prima y poner al descubierto que la felicidad es huidiza y no apta para los desdichados seres humanos, que en última instancia no logran escapar de su soledad y del sufrimiento: “Fue un acto de valor en tus memorias decir con tanta claridad que habías tenido que endurecer tu corazón contra muchas cosas para sobrevivir”. |
Germán Cáceres
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