La filosofía y el barro de la
historia, de José Pablo Feinmann - (Planeta, Buenos Aires, 2008, 809 páginas) por Germán Cáceres |
“Pero la filosofía está para que la enseñemos con rigor y para que enseñemos a opinar —a filosofar— libremente sobre aquello que enseñamos”, afirma el autor. Y lo que asombra en este maravilloso libro es su entrega incondicional para transmitir con generosidad todo el caudal de conocimientos que sólo con una férrea vocación pudo haber adquirido. Y lo hace con extrema claridad, en un gesto de divulgación que reniega caer en la simplificación empobrecedora. Así comienzan a desfilar Heráclito, Parménides y Platón, cuyas teorías se exponen con inteligente nitidez, de modo que el lector esté en condiciones de captarlas. Y, como si se tratara de un milagro didáctico, ese mismo lector se acerca a filósofos tan arduos como Descartes, Kant y Hegel. A este último le dedica un interés especial ya que tuvo tanta influencia en uno de los pensadores más queridos y admirados por el autor: Carlos Marx. Y si bien Descartes y Kant apoyan sus respectivos discursos en la razón, Hegel acentúa esa tendencia y la lleva a la infinitud para culminar, través del Saber Absoluto, en una historia autoconsciente a (es magistral la exposición sobre la dialéctica del Amo y el Esclavo), desarrollo que tanto lo diferencia con El fin de la historia, el panfleto ultraconservador de Francis Fukuyama. Feinmann impregna de humanismo a sus opiniones, ya que entiende que existe un prejuicio en considerar el quehacer filosófico como la actividad abstracta de un personaje extraño y solitario, encerrado en una pieza con innumerables libros y sin ningún contacto con la realidad. Por eso abunda en datos para demostrar cómo detrás de los hechos hay ideas filosóficas que los sustentan, y cómo esos hechos revierten a su vez en la evolución de la teoría (“la filosofía debe meterse en la aspereza, la suciedad, el barro de la historia”, sostiene). Y esta postura nos evoca el filme Examined Life, de Astra Taylor, que se exhibió en el BAFICI 2009, en el cual nueve filósofos (Cornel West, Avital Ronell, Peter Singer, Kwame Anthony Appiah, Martha Nussbaum, Michael Hardt, Slavoj Zizek, Judith Butler y Sunaura Taylor), se pasean por las calles mientras monologan sobre sus respectivas temáticas, como si estuvieran conversando con el espectador. Siguiendo con el cine, en el libro hay innumerables menciones de películas, que dotan de encanto y placer a su lectura. Es conocida la versación cinematográfica de Feinmann, que la explayó en Pasiones de celuloide, ensayos y variedades sobre cine (2000). Además, lo que resulta curioso es que este libro escrito con extrema rigurosidad tenga gancho, no se lo pueda dejar, uno quiere saber qué pasará cuando les toque el turno a Heidegger, Sartre, los estructuralistas y los posmodernos. Es como si algún procedimiento del género policial estuviera oculto tras esa precisa y elegante prosa (el autor ostenta varias novelas negras, todas consagradas, como Últimos días de la víctima, 1979; Ni el tiro del final, 1981; El cadáver imposible, 1992; y Los crímenes de Van Gogh, 1994). Al abordar la figura cimera de Marx, del que transcribe su famosa frase “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”, resulta jugosa la indagación que éste hace de la Revolución Francesa, por cuyo intermedio la burguesía se entrona en el poder desplegando criminalidad, saqueo e ignominia. Con suma lucidez se expone la concepción marxista de la mercancía como fetiche encandilador. Nietzche no es un filósofo digno de cariño para el autor por su fervor hacia la bestia rubia alemana, su aprobación de las represiones de obreros, su desprecio y odio de la plebe y su entusiasmo ilimitado hacia los guerreros y la aristocracia. Pero no deja de señalar la agudeza de sus reflexiones (es célebre su sentencia: “Dios ha muerto”) y la notable resonancia que ha tenido en varias áreas de la cultura contemporánea (Freud, Heidegger, Adorno, Horkheimer, Foucault y Derrida, entre otros). Respecto a Heidegger, se trata de un fenomenólogo que abrevó en Husserl, pero que también contó con una lectura existencialista. El protagonista de la novela La sombra de Heidegger, de Feinmann, dice: “Ese ente es el hombre y es por el hombre que la pregunta por el Ser (la pregunta fundamental de la filosofía) adviene al mundo”. Alain Badiou lo considera “el último filosofo universal”, y dio al mundo una de las obras más importantes del siglo XX. Sin embargo, fue a la vez fue un nazi convencido. Feinmann se pregunta ¿cómo puede explicarse tamaño despropósito? Y, al señalar que todo hombre impregna su obra, ¿de qué modo está presente el nacionalsocialismo en el autor de Ser y tiempo? Consecuentemente, teme que su ideología política pueda haberse introducido en los sistemas filosóficos contemporáneos. El comentario sobre la escuela de Frankfurt se inicia con la Dialéctica del Iluminismo, escrita por Adorno y Horkheimer durante su exilio en California. Allí se plantea el hondo pesimismo despertado por los horrores de la Segunda Guerra Mundial, la consideración del progreso como fuente de destrucción y sometimiento de la naturaleza y de los hombres, cuya más sórdida expresión son los campos de exterminio. “No se puede escribir poesía después de Auschwitz”, dirá Adorno, episodio que según él “demostró irrefutablemente el fracaso de la cultura”. Por su parte, Walter Benjamin, después de apuntar que la política se ha estetizado bajo el nazismo, sólo ve una catástrofe en la cadena de hechos de la historia. Sartre, tal vez el filósofo más amado por Feinmann, quien valora no sólo su genio y su ductilidad (abarcó —además de la filosofía— la novela, el cuento y el teatro), sino su compromiso con su época y con la lucha revolucionaria. De Sartre se analizan dos textos fundamentales: El ser y la nada y Crítica de la razón dialéctica. Esta última obra tiene como objetivo fusionar fenomenología y marxismo, para arribar a la conclusión de que el hombre está condenado a la libertad de su praxis. Para terminar de enaltecer a Sartre, el autor menciona su prólogo a Los Condenados de la tierra, de Frantz Fanon, en el que dice rotundamente a sus compatriotas: “Ustedes saben bien que somos explotadores. Saben que nos hemos apoderado del oro y los metales y el petróleo de los ´continentes nuevos´ para traerlos a las viejas metrópolis (…) el europeo no ha podido hacerse hombre sino fabricando esclavos y monstruos”. Michel Foucault, en Las palabras y las cosas, Historia de la locura en la época clásica y Vigilar y castigar desenmascara los siniestros componentes del poder. Y una de sus bases es el análisis del panóptico, ese cruel instrumento de control y dominio creado por el utilitarista Jeremy Bentham, que se aplica en manicomios, cárceles, hospitales, fábricas y oficinas: es una técnica para disciplinar y sojuzgar a los hombres. Como lo es también la sexualidad, que siempre fue manejada por el poder de turno. Pero el autor no le perdona a Foucault que haya provocado “un posmodernismo despolitizado y rencoroso” al proclamar que no existe un sentido en la historia, sino una discontinuidad, una infinita diversidad de sucesos. Feinmann considera que el posmodernismo y el estructuralismo (tanto el antropológico de Levy-Strauss, como la lingüística de Saussure, el psicoanálisis de Lacan, el marxismo estructuralista de Althusser, la decontrucción de Derrida, las sociedades de control de Deleuze, el análisis estructural de Barthes, el giro lingüístico de Wittgenstein) han quitado espesor a las cosas al abolir el compromiso político y toda manifestación de rebeldía, y, asimismo, han provocado una actitud light (precisamente, un libro de Gianni Vattimo y Pier Aldo Rovatti se llama El pensamiento débil). Los posmodernos han sido aprovechados por la política neoliberal ya que han fragmentado o negado la historia (el título de un libro de Jean Baudrillard es La Guerra del Golfo no ha tenido lugar) y aclamado —por intermedio de Jean François Lyotard en La condición posmoderna— la muerte de los grandes relatos, o sea el cristianismo, la Ilustración, el capitalismo, el marxismo, que han sido reemplazados por los pequeños relatos, como por ejemplo las acciones de la vida privada. Para los posmodernos la historia está inundada de zonas parciales y diferenciadas, en las que, según la frase de Nietzche, “No hay hechos, hay interpretaciones”. En síntesis, se sumerge la realidad en una vorágine hermenéutica, de allí que Baudrillard en El crimen perfecto habla del “asesinato de la realidad”. No en vano Gilles Lipovetsky tituló un libro La era del vacío. Feinmann aclara que esta mística de la falta de grandes hitos en la historia fue barrida el 11 de setiembre de 2001 por el espectacular derrumbe de las Torres Gemelas, fecha que marca la primera invasión al Imperio por parte de los bárbaros. La filosofía y el barro de la historia contiene un estupendo prólogo de Franco Volpi, en el cual sostiene que “Los verdaderos problemas filosóficos no acosan al hombre para que los resuelva, sino para que los viva”. Indica también que Feinmann nos propone una aventura fascinante, como es dialogar con los grandes maestros del pensamiento, que acompaña con una extensa bibliografía que no sólo figura al final, sino que se expone con numerosas citas de textos a lo largo del libro. Y para terminar, nada mejor que recurrir nuevamente a una frase conmovedora del autor: “La filosofía es belleza y es arte. Es meter al que lee en la belleza del pensamiento”. |
Germán Cáceres
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