Indignación, de Philip Roth - (Literatura Mondadori, Buenos Aires, 2009, 169 páginas) - por Germán Cáceres

Algunos protagonistas de las novelas de Philip Roth (Newark, Nueva Jersey, 1933) están enfermos de idealismo, de un sentido de la rectitud y del deber a ultranza que los conduce a la soledad y la melancolía y —lo más trágico—  a su inevitable destrucción. Esto ya se comprobó en Me casé con un comunista (1998), y se repite otra vez en Indignación, novela en la que la madre del joven Marcus Messner le aconseja en vano que “Debes estar por encima de tus sentimientos. No soy yo quien te lo exige: es la vida. De lo contrario los sentimientos te arrastrarán”.

Poco antes de morir al ser herido en una cruenta batalla ocurrida durante la guerra de Corea, Marcus, y mientras yace en una camilla, recibe una aplicación de morfina que lo lleva a evocar aspectos de su corta vida, en la que ser hijo de un carnicero kosher no es un estigma menor. La sangre de los animales despedazados a cuchilladas marca a su familia, sobre todo al padre, que ingresa en una especie de paranoia que lo conduce a una actitud tiránica y de hostigamiento protector hacia aquél.  

Así como la citada Me casé con un comunista se situaba en la época del macartismo y señalaba cómo esta persecución aberrante había herido las entrañas más íntimas de la sociedad norteamericana, Indignación hace hincapié en el desgarramiento patológico que ocasionó en sus miembros la guerra de Corea. La obra de Roth devela que tras la supuesta democracia estadounidense anida un espíritu reaccionario y prejuicioso que la ha infectado hasta sus más íntimas entrañas, como lo prueba el abominable discurso que pronuncia Albin Lentz, el presidente de la Universidad de Winesburg, en Ohio, al reclamar a los alumnos por “los elevados principios de la conducta personal que se requerirán de todos los jóvenes de este país si queremos ganar la batalla global por la supremacía moral que estamos librando contra el ateo comunismo soviético”.

Lo paradójico es que Marcus, en su deseo de huir de su autoritario y perturbado padre y de elevar su nivel académico, se traslada de la mediocre Universidad de Robert Treat, en Newark, a la prestigiosa Winesburg, y choca con un clima bochornoso, en el cual  la mediocridad y la represión sexual hacen estragos en el alumnado, hasta que este dique de contención se quiebra y los estudiantes de primer año arman un escándalo destrozando instalaciones y saqueando los dormitorios femeninos para robar sus prendas interiores.

Tal vez la escena más vigorosa de la novela y la que da cuenta de la nobleza espiritual de Marcus, a la vez que su alarmante ingenuidad, es su discusión en el despacho del decano Caudwell, sujeto imbuido de un conservadurismo y de una mojigatería repugnantes. Allí sostiene que Bertrand Russell “Menciona con absoluta franqueza cómo las iglesias han retrasado el progreso humano y cómo, con su insistencia en lo que deciden llamar moralidad, infligen a toda clase de personas un sufrimiento inmerecido e innecesario”. El decano replica ofendido “a las calumnias racionalistas vertidas por un inmoralista (…), casado cuatro veces, un flagrante adúltero, un defensor del amor libre, un socialista confeso”, a lo cual Marcus, desbordado de indignación, responde vomitando sobre la alfombra.

Este personaje fatalista se emparienta con otros de Roth, como el David Kepsh de El animal moribundo (2001), cuya obsesión sexual se asocia a un sentimiento tortuoso acerca de la inexorable muerte, y el publicista de Elegía (2006), que cae en la absoluta desesperación cuando intuye su próxima agonía.

La novela descuella en una virtud proverbial en Roth, como es su prosa llana, concisa, de lectura fluida, pero desbordante de vigor, de precisos conceptos y de contundentes imágenes. Y el lector no puede menos que solidarizarse con la dignidad de Marcus, a pesar de su rigidez ética y de su neurótico sentimiento de culpa.

 

Germán Cáceres

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