Gilgamesh |
Entró,
se arrojó en el sillón delante de mi escritorio, y lo contó todo de un
tirón. No pude hacerle ningún comentario ni preguntarle nada hasta que
terminó. Sería
linda si no tuviera más de cuarenta, ni kilos en exceso. Pero lo
decepcionante era su manera de vestir, ese traje sastre extraído de una
colección de revistas desaparecidas. Era como si ya hubiera renunciado
para siempre a la posibilidad de seducir a un hombre. Sus goces terrestres
debían limitarse a ver algún espectáculo, leer libros, comer
desaforadamente y –quizás– beber. En
casos así, no me resulta fácil observar todo el tiempo al cliente, máxime
considerando un rostro que sólo se destacaba por los mofletes y una
mirada apagada que alguna vez debió ser dulce y brillante. Opté por
contemplar los certificados de los cursos de posgrado que tapan las
paredes de mi diminuto despacho y disimulan con una presunta sabiduría la
ostensible escasez de recursos. Al
retirarse, la esposa de Octavio Garmendia me dio la fotografía del
marido, copias de sus manuscritos, la póliza, los teléfonos de su médico
amigo y del terapeuta, y no pudo entregarme el video porque se lo había
olvidado. Llamé
por teléfono al psicólogo y al médico, y después me fui. El encierro y
el oleaje de palabras me habían torturado hasta dejarme al borde de la
claustrofobia. Mi
pequeño estudio lo tengo estratégicamente ubicado en la zona de
Tribunales. Quise meterme en una confitería o bar a meditar sobre el
caso, pero me espantó el barullo que hacían mis colegas al discutir
acaloradamente o hablar en voz alta por sus celulares. Lo
mejor era sentarme en un banco de la Plaza Lavalle. Elegí uno que daba la
espalda al imponente Palacio de Justicia para olvidarme un poco de la
rutina de trabajo. Y me invadió la nostalgia porque enfrente estaba la
Escuela Roca, donde cursé la primaria. Lo
primero que miré fue la foto de Octavio Garmendia. Era un primer plano.
Se lo veía mucho más joven que su mujer, no obstante los anteojos y el
ridículo bigote. Parecía la caricatura de un mozo simpático que desde
un aviso publicitara un restaurante italiano. Leí
detenidamente los apuntes de Garmendia, aunque ya sabía de su contenido
por la esposa. No usaba computadora, ni siquiera máquina
de escribir, y había que descifrar su caligrafía –es un eufemismo–,
que prácticamente eliminaba letras de las palabras. Para hacerme una
completa composición del caso debía ver el video y conocer el
laboratorio del profesor. Fui
hasta la casa de los Garmendia en subte, ya que quedaba en la ex Serrano
–ahora Jorge Luis Borges–, a cuatro cuadras de Plaza Italia. Era un simpático chalet situado en una esquina. Tenía un pequeño jardín abrumado por la desmesura de un palo borracho cuya copa invadía la vereda. La señora salió a recibirme con el mismo atuendo, es decir esa antigualla de la década del cuarenta. Se mostró muy amable y solícita, casi complaciente. Claro que su futuro dependía en gran parte de mis servicios. Me ofreció pasar al living, pero preferí primero husmear el laboratorio. Quedaba junto al jardín y fue en su momento el garaje de un automóvil que evidentemente ya habían vendido. A
la entrada había un escritorio de madera y sobre él un estuche con la
estilográfica utilizada por Garmendia para escribir sus notas. Las cuatro
paredes se hallaban completamente cubiertas con anaqueles repletos de
libros. Me fijé en los lomos de un estante y leí: Edgar Poe, Bram Stoker,
Villiers de L’Isle Adam, Nathaniel Hawthorne, Mary Shelley. La
cabina metálica me hizo recordar el cohete a Marte del desaparecido Ital
Park, en cuya punta una pantalla transmitía un presunto choque contra
el planeta rojo. La de Garmendia era mucho más chica, con capacidad para
que entrara una sola persona y acostada. Metí la cabeza y encendí la
potente lámpara instalada para permitir la grabación de videos. Satisfecho,
acepté la invitación de ir al living. Me
senté en un sillón y ella lo hizo en un puf. Ambos muebles exhibían un
tapizado floreado que no había sido protegido del cruel paso del tiempo.
El resto del mobiliario lo formaban un televisor con videocasetera y una
gastada mesa baja. Mientras
bebíamos café, ella puso el famoso video. En él aparecía Garmendia
acostado y aparentemente dormido, con anteojos –en su armazón estaba la
minúscula cámara–, y se podía observar que sostenía algo bajo las
axilas (era el receptor con el casete). El video sólo duraba dos minutos
y en ese breve tiempo era imposible que el profesor alcanzara la rigidez
cadavérica. Apenas pude prestarle atención por la música de fondo de la
charla que la señora intentaba mantener conmigo. Dado
que soy ansioso, me gusta acometer un caso en su totalidad el primer día,
de manera que, llevando el video en el bolsillo, me comuniqué con su médico
amigo y el terapeuta, y volví a tomar el subte para bajar en Florida. La
compañía de seguros queda a pocas cuadras de la mítica Plaza de Mayo. Las
oficinas ocupan el octavo piso de un elevado edificio dedicado a empresas
aseguradoras. En la recepción pedí hablar con el gerente haciéndome
anunciar como el abogado de la señora de Garmendia. No
había terminado de acomodarme en el mullido sillón de cuero de la sala
de espera, cuando me hicieron pasar a su oficina. No era deslumbrante,
sino más bien sencilla: el infaltable monitor con teclado sobre un
escritorio de fórmica, dos típicas butacas con base metálica y un sillón
de respaldo alto donde estaba sentado el gerente imponiendo su autoridad. Me
saludó estrechándome la mano y con un ademán indicó que me sentara.
Como diría mi padre si viviese, el gerente tenía cara de pocos amigos.
Era alto, robusto, rondaba los sesenta años y las canas no lo envejecían
sino que le otorgaban un aire de persona educada y distinguida. Sin
embargo, como presentación me advirtió que la compañía no estaba
dispuesta a pagar. –Y
dígale a la señora Garmendia que se ande con cuidado porque va a
terminar presa –amenazó, y sus ojos celestes se cargaron de odio, como
si el dinero fuera suyo–. Según nuestro detective privado no se trata
de un suicidio sino de un asesinato. No
respondí de inmediato. Necesitaba una pausa para fomentar una mayor
disposición a escuchar por parte de ese gerente de modales nada amables. –Lamento desilusionarlo –empecé y me miré las manos–. Ambos
somos hombres concretos, movidos por hechos bien palpables. Yo estoy
atento a las notificaciones, a los expedientes y al dinero en juego. –El
gerente me observaba como si yo fuera un insecto y él un entomólogo–.
Usted depende de primas, pólizas, siniestralidad, reservas matemáticas.
Ninguno de los dos tiene nada que ver con la fantasía o la irrealidad. El
gerente no me había preguntado si deseaba café, pero entró una chica
que ostentaba una ajustada minifalda y nos sirvió en taza doble. –Este
caso, como tantos otros, puede parecer insólito, propio de un relato
imaginativo, pero por desgracia es real –proseguí con calma–. Como
usted sabrá, Octavio Garmendia era un simple profesor de literatura, que
daba clases en colegios secundarios y que preparó dos antologías de
cuentos. Lo que posiblemente no sepa –agregué– es que esos textos
versaban sobre literatura fantástica del siglo XIX, y ello tiene
fundamental importancia para comprender su misteriosa muerte, cuya
indemnización su empresa –en cierta forma le adjudiqué la propiedad
para adularlo– no quiere abonar. Su
mirada era penetrante, desconfiada e incrédula, como si estuviera
indagando con qué extraña historia saldría. –Lo
curioso de Garmendia, y he aquí su desvarío, es que anhelaba ser un
científico tal como lo presentaba la ficción del siglo pasado. Ni
siquiera hojeó un libro de ciencia antes de emprender su desvariado
experimento. –¿Adónde
pretende llegar? –me interrumpió bruscamente. –Lo
único que le pido es un poco de paciencia. No falta mucho. –Me acomodé
en la butaca y me crucé de piernas–. Vea lo que anotó Garmendia. Y
le mostré uno de los párrafos: “Los
estudios literarios señalan que la novela de Mary Shelley tiene como
moraleja condenar al doctor Víctor Frankenstein por su soberbia, por
haberse asumido como un dios creador de vida. Entiendo que esta
interpretación es errónea, que como todo ser humano Frankenstein le tenía
miedo a la muerte y por eso procuró perpetuarse a través de un monstruo.
Todas las invenciones de androides, robots y autómatas obedecen a ese
horrendo temor que nos acompaña desde nuestro nacimiento.” Detrás
del gerente una puerta-ventana daba a un balcón sobre la calle Chacabuco.
Estábamos en primavera, y la luz de esa tarde bella y radiante había
comenzado a declinar. –Más
adelante podrá leer que Garmendia comenta que frente a ese anhelo de
supervivencia, existe el convencimiento de que la vida tiene sentido
porque es finita. Quise
pararme, pero me contuve, sino iba a parecer que estaba pronunciando una
clase magistral. Resolví mirar el cielo a través de la puerta-ventana. –El
hombre aspira con vehemencia a ser inmortal (le aclaro que son expresiones
del profesor), pero de lograrlo entraría en una especie de desesperación
mezclada con un insoportable aburrimiento. Entonces Garmendia se propuso
encontrar alguna fórmula de inmortalidad que superara esa contradicción.
El ser humano debía entonces inmortalizarse en algo distinto pero sin
perder su identidad. El
gerente permanecía callado. Estaba completamente desconcertado. Seguro
que jamás escuchó una explicación semejante con relación a un
siniestro. Sin consultarme, por el interno pidió otra vuelta de café. –No
se ría por lo que voy a decirle –lo preparé–. El profesor pensó en
los fantasmas. Para él no son producto de la imaginación, del mundo
interior o de la fantasía de los hombres. Son representaciones de algo
existente que la humanidad fue vislumbrando a través de tradiciones y de
experiencias rechazadas por la ciencia oficial. Volvió
la hermosa chica con minifalda y nos sirvió nuevamente. –Garmendia
tenía la convicción axiomática de que no todos nos convertimos en
fantasmas al morir. Sólo algunos elegidos por el destino. –El gerente
tenía la mirada perdida, como si estuviera persiguiendo las palabras
civilizadas para sacarme a patadas de su oficina–. Además, quedaba por
saber si un fantasma es dichoso e inmortal, de lo contrario no valía la
pena el intento. Vuelvo a repetirle que todo lo que estoy diciendo está
en estas fotocopias que le voy a dejar. “Y
allí nuestro insólito profesor comienza a urdir su plan. Se acercó a
los enfermos terminales de un hospital para ponerlos al tanto de estas
ideas de modo que muriesen con el propósito de transmitir algún mensaje.
O sea, comunicar que se habían transformado en fantasmas, o que se habían
topado con alguno de ellos. “Pero
el terapeuta que asistía a los enfermos lo echó porque éstos comenzaron
a descompensarse y a entrar en crisis. Aquí tiene el número de teléfono
del profesional por si desea verificar las notas. –No
podría apurar un poquito esta historia, porque dentro de un rato cerramos
–comentó el gerente en un tono sobrador. –En
un minuto termino –respondí nervioso–. Y decidió experimentar
consigo mismo. Y le mintió a un amigo médico acerca de su propósito de
escribir una novela sobre la invención de una substancia cataléptica que
durase sólo unos minutos. El doctor le proporcionó el nombre de ciertas
drogas con el fin de que su relato fuese creíble y tuviera la apariencia
de estar sustentado científicamente. Le
comuniqué la dirección y el teléfono del médico, y le pedí por favor
un vaso de agua. Me estaba cansando de tanto hablar y de soportar la
sensación de que mis palabras no fuesen tomadas en serio. Vino
la chica con una botella de agua mineral. Me la despaché entera. –El
profesor preparó el brebaje y se lo bebió. Antes se había mentalizado
para captar el posible universo fantasma. Como no iba a estar consciente
–por lo menos como lo entendemos en la vida normal– se propuso grabar
un video que detectase las señales que emitiera desde el más allá. La
interrupción que provoqué fue ciertamente teatral. –¡Se
fue al otro mundo y no regresó! El brebaje que preparó se le fue de las
manos y se transformó en un veneno fulminante. Corrí
el riesgo de estar sobreactuando, y marqué un nuevo silencio. –Señor
gerente, dígale a su detective que ni siguiera investigue un suicidio.
Fue un accidente fatal. ¡Van a tener que pagar! El
gerente, sin decir esta boca es mía, alargó la mano dándome a entender que
había llegado el momento de marcharme. Ya en la calle, decidí que no volvería al estudio; iría directamente a descansar a casa. Esto último era sólo una expresión de deseos, porque vivía en un departamento de dos ambientes que a la vez me servía de oficina. El dormitorio durante el día lo disfrazaba de sala de espera reemplazando en las paredes las reproducciones de Van Gogh por diplomas de seminarios y escondiendo el televisor y la videocasetera en un placard. Para completar el simulacro, había comprado un sillón alargado de línea moderna y cuero gris: se requería una gran imaginación para sospechar que alguien pudiese dormir allí. Pasé
por un video club y alquilé la película apropiada para mi estado
emocional: Ghost. En mi cuarto coloqué las reproducciones de Van Gogh. Aunque estuviese solo pretendía eliminar todo rastro de la jornada laboral, y saqué el televisor y la casetera del placard. Me
serví una ginebra con hielo y me disponía a poner la película cuando
reparé que tenía en el bolsillo del saco el video que me había prestado
la esposa de Garmendia. Y se me antojó volverlo a ver. Esa
noche no pude disfrutar Ghost. Y el video del profesor lo pasé más
de diez veces. Cuando
percibí la extraña música –era fusión de rock con jazz– ejecutada
por guitarra eléctrica, teclados, batería y sintetizador, le resté
importancia. No la había escuchado en lo de Garmendia porque la mujer
–además de su parloteo– tendría bajo el volumen. Pero lo que sí me
asustó fue la aparición de las luces sobre la cara del profesor. Como si
alguien estuviera enviando señales. En un principio pretendí desentrañar alguna clave críptica en la música y en esas singulares iluminaciones, como si se tratara de fogonazos. Pero descarté la idea por completo y me cerré mentalmente. No me iba a permitir un devaneo estúpido. No había visto antes las luces ni reparado en la música porque estaba aturdido por la verborragia de la señora. Y punto. Durante un mes insistí al gerente para que pagara. Finalmente la compañía propuso abonar un cuarenta por ciento del reclamo, monto que aconsejé aceptar a la señora para tener el dinero seguro y en mano. En su oportunidad había convenido con ella que la mitad de esa indemnización se destinara a mis honorarios. No estaba mal. |
Germán
Cáceres
De "Por amor al crimen" - Apariciones
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