Fuego azul,
de Ernestina Mo (Santiago Rueda, Buenos Aires, 2010, 200 páginas) por Germán Cáceres |
Después del “Prólogo” del realizador José Martínez Suárez están las “Palabras de la Autora”, en las que afirma que Fuego Azul “Es un libro de cuentos eróticos”. Y este enunciado nos lleva a intentar dar un pantallazo de la literatura erótica. Y, dado que Ernestina Mo es responsable de un guión, se citarán algunas películas. Se evitará dar una definición de erotismo, pues es sabido que las definiciones o son muy amplias y abarcan demasiado, o tan escuetas que sólo iluminan parte del asunto. Como ejemplo, en 1973 sucedió en California un caso famoso en que se trató de diferenciar obscenidad de indecencia; la primera era considerada ilegal. Podríamos decir que en las distintas manifestaciones estéticas, lo erótico supone una búsqueda de calidad artística, una necesidad de expresar emociones y representar la belleza, sea a través de imágenes o de palabras. Se aclara que no se deben considerar del género las obras que sólo contienen algunas escenas eróticas, como es el caso del mismo Quijote, de Cervantes. En ciertos papiros del Antiguo Egipto ya se encuentran tratados donde se enumeran distintas posturas amatorias. En general se alude con frecuencia a los dioses, a la fecundidad y a la potencia simbólica del falo. Se considera el año 400 a.C. como inicio de esta literatura en Grecia con la obra teatral Lisístrata, de Aristófanes. En el siglo II a.C., Luciano escribió Los diálogos de las cortesanas, en donde emplea el vocablo lesbianismo para aludir a la homosexualidad femenina. En este mismo período en Roma se originaron varios textos y poemas acerca de Príapo, un dios menor de la mitología, que poseía como atributos la fertilidad y sus propiedades fálicas. Otras composiciones famosas fueron El Satiricón, de Petronio, y El asno de oro, de Apuleyo. En China, durante el período Han (año 200 a.C.), se difundieron textos con diálogos entre un Emperador y sus preceptores sexuales. En la India y en el siglo IV d.C. apareció el famoso Kámasutra, escrito por Mal-la Naga Vatsiaiana, que exhibe un abundante y audaz sumario de técnicas sexuales. (Hay un manual de origen musulmán llamado El jardín perfumado, de Jeque Nefzawi, que sigue sus lineamientos.) |
Dado el clima nada permisivo que imperó en la Edad Media, a la literatura erótica le tocó batallar duro para combatir el oscurantismo. En esa atmósfera se idealizó a la mujer y se impuso, entre otras, la prueba del caballero, según la cual éste debía contener sus apetitos sexuales mientras permanecía en el mismo lecho de la mujer amada. Dentro de esta línea sobresalen Lancelot, de Chrétien de Troyes, Tristán e Isolda, de Gottfried von Strassburg, el Roman de la Rose de Guillaume de Lorris y Jean de Meun, y la Divina Comedia, de Dante Alighieri. En 1351, en los albores del Renacimiento, tiene lugar en Italia una obra cumbre, el Decameron, de Boccaccio, de la cual hubo una estupenda versión cinematográfica de Pasolini de 1971, realizador que también llevó al cine en 1972 otra cima de la literatura erótica inglesa del siglo XIV, los Cuentos de Canterbury, de Geoffrey Chaucer. El poeta Pietro Aretino y el artista Marcantonio Raimondi enfurecieron a la Iglesia con su libro I Modi, de 1524, que ilustraba 16 posturas sexuales. Y en 1532 surge en Francia un texto colmado de excesos y de escenas de libertinaje: Gargangúa y Pantagruel, de Rabelais. Durante la Revolución Francesa tiene lugar las famosas obras del Marqués de Sade, entre ellas Los 120 días de Gomorra y Justine, que dieron origen al término sadismo. Memoirs of a Woman of Pleasure (abreviada luego como Fanny Hill) fueron escritas en 1748 por John Cleland, y provocaron un escándalo en Inglaterra por cuanto la narradora-protagonista confesaba que la sexualidad la colmaba de satisfacción. Ya a fines del siglo XIX, el escritor austriaco Leopold von Sacher-Masoch escribió La venus de las pieles (1870), en que da cuenta de los placeres que se ocultan tras la sumisión y el castigo recibido, de lo cual surgió la palabra masoquismo. Contrariamente a la Edad Media, aquí la mujer es vista como dominante y cruel. En pleno siglo XX nos encontramos con Henry Miller y sus celebérrimos Trópico de Cáncer (1934) y Trópico de Capricornio (1938), y en 1955 con Lolita, de Vladimir Nabokov, llevada al cine por Stanley Kubrick en 1962 y por Adrian Lyne en 1997. Y pisándonos los talones están dos novelas de Mario Vargas Llosa: Los cuadernos de Don Rigoberto (1997) y Travesuras de la niña mala (2006). Y ahora vayamos al tema que nos convoca, Fuego Azul, segundo libro de Ernestina Mo; el primero, Siempre hay tiempo, también es de cuentos. La escritura de la autora es directa, clara y precisa, pero a la vez está embellecida con soberbias descripciones y agudos pensamientos. Su narración crea periódicos suspensos que tensan la historia. Por ejemplo, en el cuento “La anestesista” se sospecha que algo ocurre en el matrimonio de Julián, de lo que uno se va enterando en forma gradual y queda así enganchado con la lectura. Luego se revela que Julián “Pensó que Buenos Aires, inundada de boliches, restó y pubs estaba totalmente teñida con el color de la clandestinidad”. Y más adelante se agrega que “Desde esa oportunidad, supo en qué forma, solitaria pero tan llena de gloria, podría dar rienda suelta al bridón de sus ensoñaciones más febriles...” Porque Julián se fascina contemplando en un club nocturno los atractivos cuerpos de las vedettes, que se deslizan acrobáticamente por un caño: el placer reside, más que en la misma consumación del acto sexual, en despertar fantasías increíbles. Se luce la escritora señalando la sensualidad desplegada por los movimientos de las coristas. Y alude a esa insatisfacción de la vida cotidiana que conduce al individuo a fabular con beldades femeninas que sólo el glamour de un espectáculo puede brindar. En “El actor”, Débora, la protagonista, es una actriz del cine porno, y Ernestina Mo aprovecha la ocasión para insinuar que el voyeurismo impregna la conducta de los seres humanos, que están dispuestos a enfrascarse –de ser necesario- en una alucinación voluptuosa con tal de escapar de su vacío existencial. Aquí los actores obtienen un clímax al copular frente al personal del set y ante una cámara que registra sus imágenes que luego se proyectarán a miles de desconocidos espectadores. Este cuento no puede menos que evocar Doble de cuerpo (1984), ese formidable filme de Brian de Palma, en el cual se asiste al rodaje de una película pornográfica. Anotemos como digresión que, según un documentado informe, en 2005 la facturación del cine porno en los Estados Unidos – que es el mayor productor y consumidor del mundo- superó a la del cine convencional de Hollywood. Además, curiosamente, un ensayo de Dave Thompson supone que esta industria nació en los burdeles de Buenos Aires. La prosa morosa de “Víctor” mantiene expectante al lector y expone lo que ya constituye un leitmotiv del libro: “Él también, como ella, estaba sumido en el aburrimiento”. Marga es una mujer abrumada por su soledad y en la intimidad de su dormitorio, disfrazada de corista, quiere mantener relaciones con un muñeco inflable que compró en un sex shop. Se zambulle, de alguna manera, en el fetichismo erótico. Es imposible no recordar la angustia y la soledad del filme No es bueno que el hombre esté solo (1953), de Pedro Olea. Una incursión por el mundo de la cosmetología plasma “El tenor”, donde Paulina incurre en placenteras asociaciones lujuriosas. Éstas cobran fuerza en un teatro: mientras maquilla a un cantante gay se produce un apagón, y ambos, protegidos por la oscuridad, se engañan a sí mismos con una relación que no puede ser. Y la autora describe así los sentimientos íntimos del personaje: “Eran tantos los años en que se repetían estos mismos cuadros de abandono y de soledad, que reconocía en esta actitud ausente, individual, casi descarada de salir en busca de imposibles, el afán de ponerse un poco a resguardo de ese sufrimiento”. En “La vacante” alcanzan relevancia los encantos de las armas femeninas de seducción (como ser la ropa, insinuantes cruces de piernas, los escotes, los perfumes, el provocativo jugueteo de labios entreabiertos), con las que se pretende tejer un universo que promete paradisíacos placeres. Y resume así esa actitud: “Caminó desafiante, desbordando concupiscencia en la mirada y tomando prestancias propias del mundo animal: andar cual felino...”. Sus personajes (Maggy Murray, Fernando Oriuella y Rosi) vuelven a tomar parte en los dos últimos cuentos del libro: “El enojo” y “El enojo (bis)”. “Atrevida ladrona” registra el vehemente gozo de una supuesta copulación. Pero un inesperado final barre con ese éxtasis de felicidad revelando otro engaño de las apariencias. La fantasía erótica es un refugio escapista para estos personajes que no saben qué hacer con sus vidas. Un giro de tono romántico se produce en “El piloto”, que, más allá de las situaciones lascivas, expone un amor irrealizable entre un adolescente y una prostituta adulta. En “Trato de convivencia”, Ernestina Mo plantea la perversa relación que se establece entre un comerciante, una chica de origen chino que fue comprada por él, y un joven cartonero. El pacto consiste en hundirse los tres en el disfrute orgiástico de goces prohibidos. Pero como en el resto de Fuego Azul, esta fascinante exaltación sólo es un vehículo para ocultar la absoluta desolación que sufren los integrantes de este singular triángulo. En “El crucero” se deslizan ciertas reflexiones amargas sobre el matrimonio: “ Ella pensaba que eso era la vida conyugal, adornada de trivialidades, un álbum de enmohecidas fotos”. Una mujer madura que sufre el despecho de haber sido abandonada por su esposo se entrega a los encantos lésbicos. En este cuento se produce un cierto cambio de rumbo: la orientación sexual en principio reprobada por la protagonista parece ser el camino de la liberación y de la posible felicidad. Esta colección de trece cuentos eróticos presenta asimismo su faceta humorística. En “Televisión satelital”, se testimonia cómo la servidumbre copia literalmente las costumbres de sus patrones. Así, una mucama contempla por casualidad y con asombro un acto aberrante perpetrado por su empleadora, pero cuando llega a su casa se dispone a practicarlo con su marido. Tanto en este relato como en el anterior (“El crucero”), Ernestina Mo parece pensar la plenitud sexual como una posible salvación. En “Ingratitud” tampoco se conoce qué rumbo tomará la trama, hasta que desemboca en un complicado triángulo amoroso entre homosexuales, dos de ellos hermanos y rivales del mismo hombre. “El enojo” señala que el ámbito oficinesco es propicio para la infidelidad tanto hacia los cónyuges como hacia los amantes. Y en su continuación, “El enojo (bis)”, al vínculo entre un ejecutivo y su secretaria se le añade una nueva empleada, formando de este modo un complicado trío de regocijos y reproches. Ernestina Mo, rechazando prejuicios y preconceptos, ha sabido hallar en el erotismo una suerte de microscopio que le permite -sin recurrir a ninguna receta freudiana- hurgar en las profundidades del alma humana. La escritora se adentra sin temor alguno en esa zona hedónica -que sigue envuelta en el misterio pese a la aceptación social de su diversidad-, para detectar los sufrimientos y la soledad, pero igualmente para mostrarla como impulso fecundo y vital. |
Germán Cáceres
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