Fotogenia |
Confía
en mí, de Hal Hartley, me convenció por la descripción de
individuos con un lugar en la sociedad pero en el fondo marginados del
Gran Sueño Americano. Me molestó el exceso de diálogos, defecto del que
también padece Una noche en la tierra, de Jim Jarmusch, otro
talentoso realizador norteamericano. Cené con pizza y gaseosa. Era viernes a la noche y tenía tiempo hasta el lunes para entregar la crónica en la revista. Luego
fui a un pub en San Telmo, que me lo habían recomendado por su
buena música. Me gustó el clima en semipenumbra del local. Paredes con
ladrillos a la vista, piso de madera, techo alto, focos, sillas y mesas rústicas,
y una tarima negra con un grupo en acción. El
quinteto impresionaba por el sonido de su rock con acento de blues, muy en
la onda de los setenta y en la línea de los Rolling Stones y de Eric
Clapton. Pedí
un jugo de pomelo. En la mesa de al lado había una chica idéntica a
Michelle Pfeiffer, aunque con diez años menos. El
lugar estaba lleno de jóvenes que aplaudieron a rabiar cuando terminó la
pieza. El vocalista –también tocaba la guitarra– explicó que era
“China Kan-Bey”, un tema de la banda. Se presentó como Hernán
Caviglia y después mencionó a los demás integrantes de Macedonia: Diego
Iriarte (bajo), Martín Sarobe (guitarras), Gonzalo Amante (armónica,
coros y percusión) y Cristián Scatorchio (batería). De
inmediato interpretaron dos covers de los Rolling Stones:
“Satisfacción” y “Simpatía por el Diablo”. Le daban una
ambientación propia de los blues: no había duda de que los muchachos
admiraban a B.B. King. Hubo
un intermedio, y en la pared opuesta al bar comenzó a proyectarse un
video de Judas Priest, un heavy metal
demasiado duro e histérico. Crucé
la mirada con la chica y aproveché para decirle que se parecía a
Michelle Pfeiffer. Como no la ubicaba, le señalé que hacía de Gatúbela
en Batman vuelve, y se sintió
halagada. El
ruido dificultaba la charla; le propuse a Julia –así se llamaba– ir a
otro bar. Enseguida
encontramos uno que nos gustó a pesar de que mesas y sillas estaban
pintadas de negro: era una miniatura perteneciente a un complejo cultural. Conversamos
de música. Julia era entusiasta de conjuntos clásicos como Deep Purple y
Pink Floyd. Por último, la invité a mi departamento a escuchar un CD de
Rod Stewart. Vivo en un ambiente de 4 x 4. En las paredes hay afiches de películas que siempre renuevo. En ese momento estaban Drácula, de Coppola, Abril encantado, de Mike Newell y El cómico de la familia, de Billy Cristal. En el centro hay una mesa ratona con tapa de acrílico azul, escoltada por dos sillones de terciopelo gris sin brazos. Un sofá-cama de madera blanco con un colchón amarillo que hace de asiento destella en un costado. Una lámpara de audaz diseño sobre un escritorio de fórmica parece sacada de La guerra de las galaxias. Julia
se despatarró en un sillón y yo me puse a calentar el café. No llegamos
a tomarlo. Mientras intentaba alcanzarle la taza, no aguantamos más y nos
enredamos en un abrazo carnívoro. Desplegué
el sofá: revolcarse en la alfombra puede ser muy excitante en las películas,
pero no hay como la cama para estos extravíos. Julia
se soltó el cabello sobre el rostro, y era la misma Pfeiffer en Las
brujas de Eastwick. Maravillaba su capacidad de entrega, y extraía
placer de las zonas más insospechas de mi cuerpo. Parecía que nos habíamos
lanzado a un abismo sin fin. Cuando detuvo su galopar encabritado, estallé
con un alarido casi doloroso. Se
produjo un largo instante de relajamiento, y de pronto Julia empezó
vestirse con apuro, y me habló del regalo. No
comprendí. Creo que era una negación de mi parte, pues lo que Julia quería
no necesitaba ninguna explicación. Busqué
en un cajón del escritorio el dinero que guardaba para pasar el mes y le
entregué lo que pedía, una suma nada despreciable. Y
decidí borrarla de mi vida. Una prostituta no me convenía porque su goce
es falso, y, por si fuera poco, mis colaboraciones no me permitían
costear su tarifa. Y
continué viendo cine. Y se me ocurrió escribir artículos que luego
reuniría en un libro. Faltaba encontrar el tema vertebrador. Podría ser
un estudio del dibujo animado, una veta fascinante aunque ardua. Algo más
fácil y entrador sería analizar la evolución de la ciencia ficción a
través de treinta títulos señeros. Con
las mujeres proseguí mi rutina de seducir de tanto en tanto a alguna cinéfila
solitaria y salir un par de veces. Una
noche soñé con Bonnie & Clyde. El lugar de Warren Beatty lo
ocupaba yo, el de Faye Dunaway, Julia (o sea Michelle Pfeiffer). Pero
Clyde no tenía las limitaciones sexuales del filme de Arthur Penn y
compartía con Julia escenas de impetuoso erotismo. No me acuerdo por qué
extraño encadenamiento yo descubría el cuerpo muerto de Julia tirado en
un baldío. Este sueño no influyó en mis pautas de conducta. Escribir el ensayo se había convertido en mi principal objetivo y asistí a un ciclo sobre cine de anticipación que hubo en el San Martín. El
segundo sueño fue perturbador: revolcándome en la cama con Julia descubrí
en el techo una cámara de cine. Me desperté empapado en sudor. Las
escenas soñadas eran similares a las de los filmes porno que muestra Doble
de cuerpo, de Brian De Palma. Y
llamé Julia al teléfono que me había dado. El nuevo encuentro en mi departamento adquirió ribetes más expeditivos que el anterior: nada de preámbulos innecesarios. Un simple beso de saludo, un qué tal cómo van tus cosas, y a la cama. La sincronización resultó espléndida: Julia era una máquina de felicidad. Espacié
las citas por razones económicas: una de las revistas reemplazó las críticas
cinematográficas por una sección de videografía. La merma en mis ya
mezquinos ingresos casi deriva en tragedia. Recién intenté comunicarme
con la Pfeiffer cuando me convocaron de un nuevo semanario. Pero
el teléfono no contestaba. Estaba por rastrear su dirección cuando salió
su foto en el diario. Era
un primer plano: lucía el cabello recogido hacia arriba. Los labios se
abrían provocativos y los ojos claros, casi angelicales, potenciaban por
contraste este sesgo erótico. Unos colgantes pendían de sus orejas y se
destacaban sobre un vestido de fiesta con volados fruncidos en el cuello.
Tenía el tipo del personaje que interpretó en Las relaciones
peligrosas. La
habían encontrado en Cochabamba y Combate de los Pozos, debajo de la
autopista. Fue muerta con balas de pistola. La
indignación me hizo enardecer hasta la locura. Quería vengarla y
liquidar a tiros a su asesino. Descargué mi rabia pateando las paredes
del departamento. Después salí y no sé cuántas cuadras caminé. Ya
exhausto reflexioné. No tenía armas
ni sabía manejarlas, de modo que jamás podrías disparar sobre el
culpable, cuya identidad desconocía. Opté por una venganza más
racional. La
prensa se olvidó del caso. La noticia sólo apareció durante tres días. Hablé
con un amigo que era abogado penalista, le comuniqué la carátula del
expediente publicada en el diario, y le pedí una fotocopia. Me debía
muchos favores –entradas gratis de cine a granel– de manera que iba a
hacerme el favor. No
tardé en recibir la fotocopia. El expediente tenía pocos folios, pero
logré extraer la información que me interesaba. La
lectura del diario continuó siendo fundamental, y una semana de rastreo
alcanzó. Anoté el teléfono, llamé y concreté una cita. Subí
al décimo piso, toqué el timbre de la habitación y surgió Leo.
Figuraba en el expediente como amiga de Julia, y anunciaba sus encantos en
los clasificados con frases como “te abro las puertas de las mil y una
fantasías”. Era
linda y bien formada, y había esperado verla a media luz, con body y música
melódica de cortina. Por el contrario, estaba correctamente vestida, la
iluminación enceguecía y no se escuchaba acorde alguno. Después
de hablar de convencionalismos y requerir el regalo, dijo que me preparase
y entró al baño. Era un ritual profesional,
comparable al que tiene lugar en un consultorio médico. Leo
se desempeñó con eficacia. Nada que ver con Julia, pero no podía
cuestionar sus habilidades. Mi
estrategia consistía en acostarme con ella hasta que espontáneamente
soltara datos relacionados con el asesino. Si le hacía preguntas podría
sospechar y la perdería. El
tiempo pasaba, mis ahorros menguaban y Leo no largaba prenda. Hasta
que un día llegué media hora antes. Leo
estaba mirando un video. En la pantalla ella aparecía haciendo una fellatio
a un hombre tirado en la cama. Abundaban angulaciones en gran detalle de
la boca y del rostro de Leo. Un plano americano mostraba a una mujer que
después de introducirse en la habitación se quitaba la ropa y se situaba
en la cama de manera que el hombre pudiera besarle el sexo. Era
Julia. Comenté su parecido con Michelle Pfeiffer, y Leo me contestó que
había sido asesinada. Se había pasado de piola al pretender montar su
propia productora de video porno. No se le perdonó que quitase chicas
a sus antiguos patrones. No agregó nada más, y no insistí. Dejé
pasar una semana para realizar otro cambio de horario; esta vez llegué
una hora tarde. Leo estaba nerviosísima, casi se enojó. No podía
atenderme porque ese día –era jueves– tenía filmación. Si
la seguía corría el riesgo de ser descubierto. Era preferible elaborar
un pequeño plan. El
jueves siguiente alquilé un automóvil y esperé que abandonase el
edificio. Me sentía inseguro ya que hacía mucho tiempo que no manejaba,
pues no poseo vehículo. Leo
tomó un taxi, y no tuve problemas porque a esa hora de la tarde el tránsito
era abrumador y se avanzaba a paso de hombre. El taxi paró en el barrio de Boedo. Detuve el coche cerca del edificio de planta baja y un piso en el que había ingresado Leo. Anoté en un papel la chapa de todos los automóviles en el mismo orden en que estaban estacionados en esa cuadra. Luego me paré ante la puerta de entrada, a través de cuyos vidrios sólo se veía una empinada escalera de granito. Arriba del portero eléctrico un pequeño letrero designaba una agencia de publicidad. Volví
al coche y me puse anteojos oscuros. Y me recliné en el asiento dispuesto
a esperar. No
controlé la hora, pero se hizo de noche. Leo salió con dos tipos. Estaba
oscuro y sólo reparé en que eran altos. Uno se metió en un Fiat Siena,
y el otro y Leo en un Peugeot 306. Anoté las chapas en el papel de
acuerdo a la posición de los autos. Al
otro día, bien temprano, solicité a un amigo que trabajaba en el
Registro del Automotor que averiguara quiénes eran los titulares de esas
patentes. Entre
tanto pude localizar El hombre invisible, de James Whale, que me
había encantado de chico, pero me pareció ingenua y visualmente pobre. En
cuanto mi amigo me comunicó los datos de los titulares de las patentes
ideé un ardid. Imprimí tarjetas con nombre falso, memoricé el discurso
y me dirigí a la agencia. Después
de anunciarme por el portero eléctrico, subí la escalera y accedí a una
amplísima y resplandeciente oficina, cuyos escritorios gozaban de
suficiente espacio a su alrededor. Había armarios y ficheros que refulgían
de colores. Se respiraba confort. Me
presenté como gerente de relaciones públicas de una supuesta Fundación
para la Salud, y solicité hablar con los responsables de la firma. Pasé
a una sala de recepciones: un ámbito espectacular que contaba con una
alfombra azul de calidad y una mesa alargada rodeada de silloncitos de acrílico.
En las paredes colgaban hermosos afiches con diseños muy originales. Me
senté y al rato entraron dos señores que dijeron ser los socios. El
nerviosismo me impidió captar sus nombres y preferí no preguntar. Expliqué
que la Fundación pensaba realizar un encuentro internacional de médicos
clínicos y quería contratar los servicios de esa agencia. Debí
aguantar una larga perorata –con exhibición de carpetas y álbumes–
sobre los exitosos eventos que habían organizado. También hablaron de
las características de la publicidad televisiva y sus diferencias con la
radial y la gráfica. Convenimos
contactarnos en una semana para ultimar detalles y preparar un
presupuesto. Al despedirnos me dieron sus tarjetas. Recién las miré
saliendo del edificio: eran los tipos de las patentes. Esa
misma mañana me encaminé al juzgado donde estaba radicada la causa. Me
atendió el secretario. Con suma prudencia declaré que sospechaba que
Julia había sido asesinada por una organización dedicada al negocio de
la prostitución y el pornofilme. Suministré la dirección de la agencia
de publicidad y los datos de los socios sin acusarlos. Luego
desde un teléfono público hablé con Leo. Le mentí acerca de un
comisario obsesionado por la caza de prostitutas, quien me había
comentado que estaban por tender una redada en su edificio. Debía dejar
su departamento enseguida. No
sé si actué correctamente, pero quería proteger a Leo. Todas
las mañanas busqué en los diarios la noticia de que la policía había
capturado a los asesinos gracias a mis gestiones. Pasaron quince días y
no hubo novedades. Recurrí otra vez al abogado penalista. Le prometí entradas gratis para la próxima semana de cine que se celebrara (cualquiera fuera su origen). Se sintió molesto; veladamente me acusó de abusar de su gentileza. Pero aceptó. En
un ciclo de revisión alcancé a ver nuevamente Solaris y La
zona, de Tarkovski, dos de las mejores películas de ciencia ficción
de la historia. El
abogado no tuvo éxito. El expediente había salido de circulación y le
aconsejaron que no preguntase más por él. Me
di una vuelta por la agencia de publicidad. El cartelito del portero eléctrico
anunciaba a unos despachantes de aduana. Los consulté sobre la agencia;
contestaron que no estaban seguros, pero tenían entendido que se había
trasladado a Ecuador. No
había logrado apresar a los asesinos, pero sí arruinarles el negocio. Retorné
a la rutina comentando estrenos y frecuentando películas de ciencia ficción
para el ensayo. Asistí
a un ciclo extenso y ramificado sobre la comedia norteamericana. Hoy a la
tarde vi Frankie y Johnny, de Gary Marshall, con Al Pacino y la
Pfeiffer. Sentí
un escalofrío que me recorrió de arriba abajo. Tuve la certeza de que en
mi interior había estallado una revelación, pero no sabía de qué se
trataba. Quería distenderme y regresé caminando a mi departamento. Antes de entrar, alquilé un video. Me
senté en uno de los sillones sin brazos frente al televisor, que está
sobre el escritorio. Encendí la videocasetera. Apreté ff y prescindí de
las secuencias iniciales de Cara Cortada, de Brian De Palma y también
con la dupla Pacino-Pfeiffer. Me detuve cuando Al Pacino mata a Robert
Loggia, el gángster todopoderoso, y se lleva en prenda a Julia, que jamás
lució tan linda. Fría, distante, inalcanzable con esa piel blanca que
hace restallar de luminosidad su rubio cabello, y bajando las escaleras
del brazo de Pacino. Pero De Palma no saca partido de Julia. Aprieto stop y paro la proyección. Retiro a Pacino de escena y le indico a Julia que vaya bajando los escalones. Ordeno al camarógrafo que se le acerque lentamente desde abajo. Así emerge altiva, deslumbrante, como una diosa implacable. Y la cámara está junto a ella y entonces empieza a retroceder con un travelling al ritmo de su descenso. Tampoco
es suficiente: no apresa la fotogenia de Julia. Tal vez la ayuda de la
banda sonora fortalezca la escena. O un montaje de olas de mar que rompen
en la costa, como utilizó Bergman en Hacia la felicidad. Agarro
la cámara de mano y la desplazo por los hombros desnudos de Julia para
registrar su tersura, y luego su vientre, un prodigio de voluptuosidad
escondido tras el vestido rutilante. Me demoro en las piernas y deslizo la
cámara por ellas en una suerte de apoteosis. Y me doy vencido y arrojo la cámara al suelo: es imposible reflejar tanto esplendor. |
Germán
Cáceres
De "Por amor al crimen" - Detrás de la cámara
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