En menos de un segundo |
Antes
de emprender algo preveo todas las circunstancias adversas posibles,
incluso las más improbables, aquéllas que ni con la mayor mala suerte
del mundo pueden ocurrir. Si encuentro soluciones para esas situaciones
casi descabelladas, entonces sigo adelante con el proyecto buscando la
resolución de eventuales y decrecientes escenarios negativos hasta
arribar por fin al utópico ideal de que no se presente ningún problema.
Recién entonces, confiado en mí mismo, actúo, y hasta ahora (toco
madera) con sumo éxito: nunca fallé. Al
mediodía me tomé un taxi hasta la juguetería, y le dije al conductor
que me esperara: haría una compra que ya tenía elegida y volvía
enseguida. Entré con naturalidad y me di el gusto: me encantaban esos avioncitos que colgaban bailoteando del techo con resortes y que estaban destinados a decorar habitaciones de adolescentes (hace años que he dejado de serlo). Me atendió la dueña, una cincuentona muy bien conservada –sabía que era viuda y que el hijo que la ayudaba con el negocio a esa hora estaba almorzando–, le pagué en efectivo, y cuando abrió la caja para darme el vuelto, le encañoné la sien con mi pistola. Todo
sucedió en menos de un segundo. La cabrona cerró la caja de un manotazo
y se desmayó con tan mala suerte que se golpeó la nuca contra la
estantería. La receta en estos casos consiste en conservar la calma y proceder con celeridad. Pasé detrás del mostrador e intenté abrir la caja. Apreté varios botones pero no hubo caso. Después realicé combinaciones tocándolos todos a la vez o cambiando secuencias, pero no dio resultado. Decidí darme por vencido y retirarme del lugar, la tipa había empalidecido demasiado: si me agarraban y ella estaba muerta, iba a tener un lío de primera. ¡El trabajo había fracasado por culpa de esa estúpida! Salí,
y el taxi, por suerte, me estaba esperando. Y otra vez todo ocurrió en
menos de un segundo. Primero fue el típico sonido que hasta entonces sólo
había escuchado en el cine. Luego la calle se convirtió en un festival
de carrocerías azules y celestes. Y los patrulleros con las sirenas
aullando al máximo vomitaron policías que lo primero que hicieron fue
apuntarme con sus ametralladoras. Seguro que al apretar los botones de la caja había accionado la alarma que conectaba directamente con la comisaría. |
Germán
Cáceres
De "Por amor al crimen" - Súbitamente
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