“Ese día renuncié a la raza humana. Nunca
volví a mi trabajo. Desde entonces, nunca más busqué empleo. A partir de
ese momento, sólo trabajé fuera de la ley. Si así eran las cosas,
jugaría con sus reglas.”
Esa resolución la adoptó el protagonista (que a veces utiliza el nombre
de Roy Martin y otras el de Chet Arnold) siendo muy joven ante una
decisión injusta adoptada por una comisaría y un juzgado en complicidad
con una comunidad del norte de Ohio. A partir de esa determinación
inició una carrera implacable hacia el crimen, en la cual asesinar era
moneda corriente. En su exceso de defensa contra una sociedad
autoritaria y deshonesta se sumerge en la delincuencia, pero el lector
le toma cierta simpatía porque se especializa en robar bancos y en matar
principalmente a maleantes y a policías corruptos. Su frío
profesionalismo y su falta de escrúpulos trae a la memoria al célebre
Parker, de A quemarropa (1962), de Richard Stark.
El nombre del juego es muerte está considerada la mejor novela de
Dan J. Marlowe (escribió unos veinte títulos), que nació en 1914
(Massachussets) y falleció en 1986 (California).
Comienza el libro con un robo a un banco en Phoenix, Arizona, que no
sale del todo bien. Roy y el leal Bunny deben huir separados para burlar
a la policía, y como aquél está herido su cómplice protegerá el botín.
Roy recibe cartas y remesas provisorias, pero de pronto se interrumpen y
entonces decide ir a Hudson, Florida, donde presumiblemente se
encuentran Bunny y el dinero. Su firme determinación lo lleva a
enfrentar con convicción las dificultades de todo tipo que se le
presentan para recuperar lo robado. Al transitar por tantas rutas y
carreteras y recorrer distintos estados de EE.UU., por momentos se tiene
la sensación de que la novela policial derivará en el guión de una road
movie.
En la magistral prosa de Marlowe, la acción y la intriga crecen hasta
tornarse insoportables. Su estilo es directo, tajante, de frases cortas,
y sólo refleja conductas y comportamientos. También utiliza en forma
constante símiles de enorme inventiva, ironías a la manera de Chandler y
ocurrencias inesperadas (“Había tanto silencio que lastimaba los
oídos.”).
Como de costumbre, la traducción de Carlos Gardini es impecable.
Dan J. Marlowe obtuvo el Premio Edgar Allan Poe en 1977.
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