Crimen pasajero |
La vio venir corriendo sin ningún motivo, ya que taxis había de sobra: era el primero de una larga cola que ocupaba la cuadra entera. Se
trataba del tipo de chica que le gustaba: unos kilos de más, bien dotada
de pechos y esa vitalidad que señalaba sus vehementes ganas de vivir. Llevaba
una remera ajustada y jeans azules, una mochilita colgando de la
espalda y una valija de cuero. –Hasta
Paso y Ricchieri, en Ciudadela –ordenó su voz ronca de fumadora. –¿Vamos
por la Autopista? –le preguntó. Estaba muy excedido de peso, pero la
grasa se le había amontonado tanto en la cadera como en la abultada
papada que convertía su cara en un triángulo. –Sí,
por supuesto. El
hombre conducía pensativo, como si estuviera preocupado por un problema. –¿Sabés
que no ubico las calles? –comentó mirándola por el espejo
retrovisor–. Después de bajar en Gaona, ¿hay que doblar a la izquierda
o a la derecha? –A
la derecha –explicó la chica lanzando una sonrisa cómplice y a la vez
desafiante. –¿Entonces...?
–exclamó el taxista abriendo desmesuradamente los ojos. –Sí,
afirmativo, queda en Fuerte Apache –dijo la chica como sobrándolo. El
taxi estacionó en la calle Lima. El conductor se dio vuelta y con una
mirada que exhalaba una inquebrantable resolución gritó: –¡Yo
allí no entro! La
chica frunció el entrecejo mostrando energía. –No
tiene por qué tener miedo. Allá me espera una asistenta social para
hacer un reportaje, así que no nos van a tocar. –No
quiero morir asesinado. No sería el primero en entrar en esos monoblocks
para no salir nunca más. –A
la asistente social los habitantes de la zona la respetan, es su contacto
con el exterior. Están convencidos de que ella quiere ayudarlos. El
hombre seguía serio. Los ojos de la chica emitieron un destello: al
parecer había encontrado una solución. –¿
Y si cuando sale de Fuerte Apache lo acompaña la asistente? El hombre daba la impresión de haber tomado una decisión. –Lo
máximo que puedo hacer es dejarte a la entrada de Fuerte Apache, justo
cuando termina el descampado. –¡Listo!
–respondió la chica no permitiendo que se le escapase esa oportunidad. El
taxi siguió por Lima y luego subió a la Autopista. –¿Y
qué vas a preguntarles a esos villeros? –Sobre
sus graffiti –contestó con entusiasmo–. Esos escritos
testimonian sus mitos y también su pertenencia a una tribu social. –¡Estupideces!
–vociferó el hombre con una expresión hostil que remarcaba sus gruesos
labios–. Habría que meterlos presos por ensuciar las paredes. –Sin
embargo, el tema debe interesar, sino el diario no me hubiera enviado con
la Nikon que llevo en la valija. Quieren un buen material gráfico. –¡Los
diarios y la televisión sólo sirven para tirar basura a la gente! La
chica optó por mantenerse callada. El tipo encendió la radio en una
emisora que estaba transmitiendo un tango. –¡Mirá!
¡Esto sí que vale! –proclamó manejando con la mano derecha mientras
lanzaba ademanes aprobatorios con la izquierda–. Es Alberto Castillo y
la orquesta de Ricardo Tanturi. –A
mí también me gusta el tango –quiso protestar la chica–. Y voy a
proponerle al diario un artículo sobre la década del cuarenta. –Me
alegro. El
paisaje de la ciudad pasaba velozmente por las ventanillas, como si se
tratara de una proyección cinematográfica. Cuando
apareció la Autopista del Oeste, el taxista giró hacia la bajada que
llevaba a Gaona. Después
de tres tangos más y de atravesar un descampado, el automóvil se detuvo. –Llegamos
–avisó el hombre. Luego agregó–: Son dieciocho pesos más dos del
peaje. La
periodista se descolgó la mochila de la espalda, la abrió y sacó una
billetera. De improviso, sintió un fuerte dolor de cabeza, como una
perforación, y nada más. El
taxista ocultó el revólver en la guantera. Después, agarró la valija
con la cámara, quitó el reloj de la muñeca de la chica y –con expresión
de asco por lo poco que había– el dinero de la billetera. Puso
el auto en marcha y se metió en una barrio de monoblocks que exhibían
sin pudor la ausencia de mantenimiento. Frenó frente a uno de los tantos
corredores que conectaban los edificios entre sí al ver que no pasaba
nadie. Descendió del coche, abrió la puerta de atrás y de un solo envión tiró a la periodista en el desolado pasaje. Luego arrancó en dirección a la Capital. |
Germán
Cáceres
De "Por amor al crimen" - Súbitamente
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