Buzón de sugerencias |
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El
bar-confitería era agradable. El mal gusto del que pintó los angelitos
no afectaba la calidez del local: sus colores chillones contrastaban con
ese amarillo limón de las paredes y comunicaban alegría. Más cerca del
zócalo la guarda de un celeste pálido concedía un aire jovial y
despreocupado a ese ámbito inundado de luz por los rotundos ventanales.
Éstos daban a una esquina en uno de cuyos lados había una avenida poco
transitada, y en el otro una calle de sólo dos cuadras y en
consecuencia despreciada por los automovilistas. Yo estaba sentado a una mesa al lado del ventanal que enfrentaba la calle. Leía el voluminoso diario dominical y tomaba café. El
bar se mantenía semivacío y silencioso, salvo por la música funcional
que transmitía las contundentes vocalizaciones de Tina Turner. De vez en
cuando, escuchaba palabras aisladas de la conversación de dos clientes
que estaban sentados a una mesa cercana a la mía. Pude entresacar que no
se veían desde hacía mucho tiempo. Ambos
eran jóvenes, aunque un adolescente no opinaría lo mismo. Uno de ellos
lucía pelo rubio, casi albino, y una complexión atlética sólo posible
con un riguroso y metódico entrenamiento. Esas anchas espaldas delataban
a un nadador con miles de piletas en su haber. Por si quedara alguna duda,
tenía puesto un conjunto de jogging y había al lado de su silla
un colosal bolso deportivo en el que podía caber de todo. El
otro tenía varios kilos de más y una panza que pronto sería prominente.
Sin embargo, así, de lejos, parecía más humano y tierno, menos rígido
que el otro. Usaba vaquero, camisa de jean y pulóver liviano de color
beige. De
pronto, la voz de Tina Turner se interrumpió y comenzó a escucharse música
clásica. –¡La
Sinfonía “Praga”, de Mozart! –vociferó el gordito. El
cambio se debió a algún error o problema del equipo porque
inmediatamente cesó la música y sólo se escuchó el murmullo de la
escasa clientela de esa media mañana. –¿Te
acordás cómo le gustaba Mozart a Ana? –continuó con su voz áspera de
fumador. –¿Qué
Ana? –preguntó el rubicundo–. ¿La de la época del secundario? –¡Exactamente!
–exclamó el gordito–. La volví a encontrar hace poco. –¡Cómo
te habías rayado con esa mina! –Era
la más linda del instituto. –¿No
fue compañera en el comercial? –No.
La conocimos en el instituto de inglés. Yo
había dejado de leer. Como hablaban en voz alta, podía seguir su charla,
que encontraba más entretenida que el monótono diario. El
gordito –mejor voy a llamarlo el simpático, por ser un término más
apropiado a su personalidad– pidió otro café. El compañero no repitió
la vuelta; todavía no había terminado su jugo de pomelo. Por mi parte,
como queriéndolos acompañar, llamé también a la linda chica que
trabajaba de moza y vestía pollera, blusa y chalequito, como si estuviera
lista para salir a pasear, y le encargué un segundo café. –Me
agarré flor de metejón. –¡Sí,
me acuerdo! –remarcó el deportista. –En
ese entonces era muy tímido. Ahora también lo soy. –Hizo una pausa–.
No sabía cómo acercarme a ella. Hasta que descubrí que prácticamente
vivía en el Colón, donde tenía un abono a palco con su familia,
y que asistía a cualquier concierto que tuviera a su alcance. Y
se empezó a reir a carcajadas. Casi lloraba. Más
atrás, el mostrador le servía de festiva escenografía. Era de madera
lustrada, y sobre la barra tres campanas de vidrio protegían tortas que
hacían pensar en el paraíso. Tenía, además, un techito adornado con
flores del que colgaban del revés copas de vino de primoroso diseño. –¿Te
imaginás?: yo, un simple pendejo admirador de Johnny River’s, de
Credence, de Tom Jones y de los Beatles, que si en un baile Leonardo Favio
cantaba “Fuiste mía un verano”,
aprovechaba para chapar, de golpe –vuelve a reir–, se me da por
la música clásica. Hubo
un paréntesis. Yo imploraba para que no volviera la música funcional.
También comencé a sentir un poco de calor. Las pantallas infrarrojas,
aunque eran pequeñas y estaban próximas al techo, lograban templar el
lugar. En mi interior preveía que la charla iba a desembocar en algo
inesperado. –No
fui a conciertos ni al Colón. Pero sí me conocí todos los programas
radiales de musica clásica. Antes de abordar a Ana, esperé estar
medianamente preparado, no quería pasar papelones. Y entonces un día me
animé a comentarle que había escuchado completa La forza del destino,
de Verdi. El
deportista inclinó su cuerpo sobre la mesa. Yo hice lo mismo, pero más
hacia el costado, para escuchar mejor. –¡Y
a la muy turra se le ocurre preguntarme por el director, por los cantantes
y por si no le bastara, por la orquesta! ¡Qué bochorno! El
rubio no pudo menos que desternillarse de risa. Yo me contuve, a ver si
todavía me tomaban por un fisgón. –A
partir de allí empecé a prestar atención a ese torrente de nombres. Me
resultaba más fácil aprender inglés. O memorizarme la historia de
Grecia y de Roma. El
simpático encendió un cigarrillo. Se ve que se anotaba en todas:
comiendo debía ser un lobo feroz. –Volví
al ataque. Y le hablé no sólo de las obras, sino de las versiones, y
enumeré a la perfección a los directores, los solistas y las orquestas
de los conciertos. Pero esta jodida siempre se guardaba una carta en la
manga para verduguearme. Se
puso pensativo, con un dejo de seriedad. El otro permanecía inmóvil, mirándolo
a los ojos. Yo observaba el techo y reparaba en los ventiladores
inactivos. –Y
me salió con que tal interpretación pecaba de ascetismo o que tal
pianista planteaba un fraseo y una pedalización discutibles. ¡Qué mina
insoportable! “Hasta
que un día, en forma inesperada, me dice que su tío había comprado una
cazuela en el Colón y, como no podía ir, me la regalaba sabiendo que me
gustaba la buena música. “Fue
como se dice tocar el cielo con las manos. Tenía esperanzas. Había
conseguido ablandar a Ana a pesar de sus resistencias. Quizás me agredía
porque no podía expresarse de otra manera.
–Es posible que la piba se estuviera defendiendo. Vos la
asustabas yendo demasiado en serio –le comentó el deportista terminando
el jugo de pomelo. –Llevé
largavistas. Creo que miré a todo el público. Por supuesto que gasté el
palco donde estaba Ana con sus padres. Estudié uno por uno a los miembros
de la orquesta. “Me
sentía inmensamente feliz. Disfruté de la música como nunca. De los únicos
títulos que me acuerdo son del Concierto para piano Nº 1, de
Rachmaninov, y de la Serenata Nº 1, de Brahms. “A
la salida esperé a Ana. Sabía que estaba con su familia y que no tenía
tiempo de hablar con ella. Le había comprado una cajita de bombones y no
quería aguardar hasta la próxima clase de inglés para dársela. “Ana
y su familia tardaron en salir. Me puse sumamente nervioso. “En
eso vi al padre y a la madre, pero a ella no. “Me
desesperé. “Casi
entro al teatro a buscarla. Pero no fue necesario. “Estuve
a punto de chocar con ella cuando salía acompañada de un muchacho. Se
acercó al deportista a través de la mesa, y lo tomó del brazo: –Si
hubiese sido un muchacho común, admito que igualmente hubiera sufrido
mucho. Pero reconocí a uno de los violinistas de la orquesta. Fue muy
duro. Provocó
un silencio, como si quisiera tomarse un descanso –Yo
no estaba a la altura de Ana. Era un pendejo vulgar y sin cultura que debía
volver a escuchar a Sandro y a otros cantantes por el estilo.
Otro
silencio. –La
frustración fue total y quedé acomplejado. Por suerte, no me la agarré
con la música clásica. Si algo debo agradecer a Ana es que la música se
convirtió para mí en una compañera magnífica que me brindó momentos
inolvidables. “Te
aclaro que no soy melómano ni asiduo asistente a las salas de concierto.
Únicamente me limito a comprar y a escuchar discos. –Mucho
complejo no parece haberte provocado porque te casaste y tenés tres hijos
–se burló el rubio. –De
acuerdo, sí, tengo tres hijos, el número ideal según los entendidos,
pero durante el noviazgo fue mi actual esposa la que llevó la iniciativa. –Yo
tengo dos chicos, una parejita, y creo que es la combinación ideal
–saltó el deportista demostrando que él también era emotivo. –No
vamos a ponernos a discutir por eso. –¿Y
cómo volviste a ver a Ana? El
gordito simpático se acomodó en la silla y estiró las piernas. –Voy
a pedirme un whisky –sentenció solemne rascándose la cabeza. –¿No
te va a caer mal? –advirtió el rubio prudente y meticuloso–. Todavía
es temprano. –Estamos
rumbeando hacia el mediodía y lo que te voy a contar lo merece. A
esta altura yo me consideraba un participante más de la charla y le pedí
a la chica vermouth con ingredientes. –Nos
encontramos en una cafetería al paso –dijo mientras revolvía con los
dedos los cubitos de hielo–. De esto no hace más de un mes. Fue ella la
que me reconoció; yo estaba entretenido mirando hacia la calle. ¿Te
acordás lo linda que era? –Sí,
y también dulce y fina. –Bueno,
no lo vas a creer, pero ahora está aún más hermosa. Tiene un cuerpo
modelado al máximo. Supuse que se castigaba en el gimnasio y con una
dieta estricta. –Bebió un pequeño sorbo de whisky–. ¿Viste cuando
los años embellecen a una mujer y le otorgan una cierta distinción, un
toque especial hasta alcanzar el cenit...? “Hablamos
de todo un poco. Ana seguía con su pasión musical, pero iba a pocos
conciertos. Había optado por comprar discos y escucharlos varias veces:
una forma de mejorar la apreciación de la música. Se había recibido de
psicóloga social, un título muy bonito según ella, pero de escasa
salida laboral. Sorpresivamente,
se armó un embotellamiento en la esquina y los bocinazos hicieron callar
a los dos amigos. Por suerte, el enredo duró poco y se instaló esa
tranquilidad pachorrienta que nos iba haciendo pensar en un suculento
almuerzo –rociado con vino, por supuesto– y en la inevitable siesta
dominguera. –De
golpe Ana se acordó que tenía que darle de comer al gato –prosiguió
el simpático, y se mandó un trago considerable de whisky–. Y me invitó
a su departamento, que estaba a sólo
dos cuadras, así me mostraba su colección de discos... –¡¿Cómo?! –...¡Te
das cuenta! ¡Me invitaba a su departamento! Ya sabemos en qué termina
este tipo de propuesta. Después de veinte años, Ana se regalaba. ¿No te
parece una locura? ¡Cuando éramos adolescentes me humillaba! “El
mundo está mal hecho. Las cosas no marchan, todo funciona a destiempo y
nada encaja. ¿Qué sentido tenía esta actitud de Ana? ¿Por qué no
sucedió antes, cuando correspondía? Tendría que existir en la Tierra un
buzón de sugerencias para que, si hay un Creador, tome nota de este tipo
de desconexiones para corregirlas. Es como si las vidas de los amantes se
fragmentasen en líneas que se desplazaran en el tiempo a distinta
velocidad... El
bar ya no estaba tan vacío. La gente concurría a tomar un aperitivo o
hacer tiempo para almorzar esas tartas y ensaladas que la chica estaba
colocando en la vitrina situada al fondo, donde el local formaba una ele. –La
acompañé. Mi corazón galopaba. El departamento quedaba en el primer
piso. Sus discos se amontonaban en una estantería que ocupaba una pared
entera. Se empeñó en mostrarme las distintas versiones que tenía de las
obras de compositores como Weill, Schönberg, Satie, Berg, Stockhausen y
Janácek. Los ojos le brillaban de un entusiasmo contagioso al mencionar a
estos músicos para nada sencillos. ¡Estaba más bella y seductora que
nunca! “Luego
se metió en la cocina para darle de comer al gato. “Y
me quedé unos minutos solo. “Entonces
todo cambió de sentido. El
arribo de más gente había comunicado al bar un ligero rumor de voces,
que se fue acrecentando y transformando en un ruido que podía en el lapso
de media hora llegar a ser ensordecedor. Necesité esforzarme para
escuchar. –El
departamento era pequeño y de un solo ambiente. Una mampara de vidrio
separaba la cama cubierta por una frazada gastada. Las desnudas paredes no
tapadas por discos reclamaban con urgencia una pintura. La mesa y las
sillas hacía años que debían haber sido reemplazadas. “Había
olor a encierro y a humedad. Se
lo veía agitado, como si el recuerdo lo perturbase. Apretaba con la mano
el vaso de whisky, que sólo contenía el agua de los cubitos. –De
repente fue como si se hubiera abierto un abismo bajo mis pies, y
comprendiese por primera vez la situación. Como si en la realidad se
produjera una grieta profunda, una hendidura geológica. ¡Ana no tenía
un mango! ¡Estaba sin laburo y pasaba hambre! –Sus rasgos se endurecían
a medida que levantaba la voz–. Y su mirada no tenía nada de seductora,
sino que estaba socavada por una desesperación cercana al delirio. ¡Seguro
que de soledad y fracasos! “En
cuanto salió de la cocina, antes de que me dijera algo, le solté que mi
familia me estaba esperando. No le dejé tiempo para reaccionar. Nos
despedimos como dos extraños. La
pausa fue larga. Al final el deportista se atrevió a romperla: –Lo
podés vivir como un desquite. Ana en su momento te basureó sin compasión.
Ahora fuiste vos quien no le dio bola. –Yo
lo viví como una desgarradura. Murió una ilusión. Ana era el ideal, la
mujer inalcanzable. Hubiera preferido que en su soberbia ni me saludara,
que estuviese cubierta de pieles y de joyas, y que se jactara de ser la
esposa o la amante de un compositor famoso. El
silencio que se interpuso entre ambos fue pronto roto por la música
funcional que retornó para traer la potencia vocal de Tina Turner.
Continuaron
conversando, pero ya no me interesó escuchar lo que estaban diciendo. Al
rato se fueron. Yo
me enfrasqué en la lectura del diario. Después pagué y me retiré abatido, destilando amargura, porque el gordito tenía razón: era imprescindible colocar un buzón de sugerencias para evitar este tipo de desencuentros. |
Germán
Cáceres
De "Por amor al crimen" - Coda
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