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Germán Cáceres

La casa era amplia: un living inmenso, dos dormitorios y un entrepiso con equipo de música y biblioteca. Lástima que no tuviese algún ventanal para contemplar la imponencia del mar. (Pero a caballo regalado –o prestado– no se le miran los dientes).

Fui hasta el centro en el coche y almorcé suculentamente. Como el congreso recién se inauguraba a la noche, volví a la casa y decidí dormir una siesta.

Me despertó el sonido de un tiro. Asustado, salí a la calle en pijama y casi me muero de frío. Era invierno, no pasaba un alma y las cerradas ventanas de los chalets vecinos daban a entender que se hallaban desocupados. Debió ser un sueño.

Los discursos de apertura del congreso fueron insoportables y durante la cena me aburrí hasta el espanto. Cuando llegué a la casa dispuesto a dejarme caer desmayado en la cama, escuché ruidos que parecían provenir del entrepiso. Subí la escalera despacio. Todo sucedió en segundos al asomar la cabeza por encima del nivel del último escalón. Un relámpago surgió de una pistola que portaba un tipo del que sólo percibía su negra silueta, y otro hombre –cuyos rasgos tampoco distinguía– cayó al suelo después de escucharse el disparo. Me desperté y comprendí que se trataba del mismo sueño.

Como eran las ocho de la mañana me levanté dispuesto a caminar por la playa bien abrigado. Por suerte el mar estaba calmo y su tonalidad azulada incitaba a la reflexión y el recogimiento. Yo tengo la convicción de que las casas guardan su pasado, es decir los hechos ocurridos en su interior. Quedan en el aire, como una especie de éter que perturba a sus ocupantes. Saqué la conclusión –tal vez morbosa– de que en la casa que me había prestado el gerente de la empresa para concurrir al congreso se había cometido un asesinato. Pero este razonamiento no resistía la más mínima lógica: la había construido hace sólo tres años y nunca se supo que sucediera en ella algo alarmante. Además, yo había descubierto que el gerente recibía comisiones por ciertas compras importantes –hasta conocía la sociedad que formó para encubrir esos fondos–, pero estas nimiedades ni se podían llegar a considerar delictivas, eran poca cosa para que interviniesen mafiosos.

Pasé la tarde encerrado en una de las tantas comisiones de trabajo. Presté poca atención, y se me dio por pensar que era una desgracia no poder fotografiar la escena en el sueño y luego exportarla a la realidad, como si se tratara de una computadora.

Cené frugalmente sin probar alcohol, y volví a la casa. No fui, como siempre, derecho a la cama, sino que subí al entrepiso para ver si encontraba alguna pista. No reparé en nada más de lo que ya había inventariado. De repente, me pareció que alguien estaba subiendo la escalera. Con la luz encendida pude ver su cara en cuanto apareció: era el gerente que emergió de cuerpo entero empuñando una pistola. Apretó el gatillo, y me desplomé con la pierna derecha muy dolorida. Se acercó y me apuntó a la cabeza. En apenas un parpadeo desfiló toda mi vida, y comprobé con amargura que en ella no había nada digno de mencionar.

Zafé de la pesadilla dando un salto en la cama. Hice las valijas de inmediato para huir al exterior: el gerente se había enterado de que yo sabía de sus operaciones y que podía llegar a denunciarlo. Mis sueños eran simples premoniciones de un futuro posible.

[1] En octubre de 2002 fue premiado en el concurso de cuentos policiales “Atanas Mandadjiev”, celebrado en Sofía, Bulgaria, y el autor recibió el título de Gran Maestro del relato policial.

Germán Cáceres
De "Por amor al crimen" - Súbitamente

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