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La
casa era amplia: un living inmenso, dos dormitorios y un entrepiso con
equipo de música y biblioteca. Lástima que no tuviese algún ventanal
para contemplar la imponencia del mar. (Pero a caballo regalado –o
prestado– no se le miran los dientes). Fui
hasta el centro en el coche y almorcé suculentamente. Como el congreso
recién se inauguraba a la noche, volví a la casa y decidí dormir una
siesta. Me
despertó el sonido de un tiro. Asustado, salí a la calle en pijama y
casi me muero de frío. Era invierno, no pasaba un alma y las cerradas
ventanas de los chalets vecinos daban a entender que se hallaban
desocupados. Debió ser un sueño. Los
discursos de apertura del congreso fueron insoportables y durante la cena
me aburrí hasta el espanto. Cuando llegué a la casa dispuesto a dejarme
caer desmayado en la cama, escuché ruidos que parecían provenir del
entrepiso. Subí la escalera despacio. Todo sucedió en segundos al asomar
la cabeza por encima del nivel del último escalón. Un relámpago surgió
de una pistola que portaba un tipo del que sólo percibía su negra
silueta, y otro hombre –cuyos rasgos tampoco distinguía– cayó al
suelo después de escucharse el disparo. Me desperté y comprendí que se
trataba del mismo sueño. Como
eran las ocho de la mañana me levanté dispuesto a caminar por la playa
bien abrigado. Por suerte el mar estaba calmo y su tonalidad azulada
incitaba a la reflexión y el recogimiento. Yo tengo la convicción de que
las casas guardan su pasado, es decir los hechos ocurridos en su interior.
Quedan en el aire, como una especie de éter que perturba a sus ocupantes.
Saqué la conclusión –tal vez morbosa– de que en la casa que me había
prestado el gerente de la empresa para concurrir al congreso se había
cometido un asesinato. Pero este razonamiento no resistía la más mínima
lógica: la había construido hace sólo tres años y nunca se supo que
sucediera en ella algo alarmante. Además, yo había descubierto que el
gerente recibía comisiones por ciertas compras importantes –hasta conocía
la sociedad que formó para encubrir esos fondos–, pero estas nimiedades
ni se podían llegar a considerar delictivas, eran poca cosa para que
interviniesen mafiosos. Pasé
la tarde encerrado en una de las tantas comisiones de trabajo. Presté
poca atención, y se me dio por pensar que era una desgracia no poder
fotografiar la escena en el sueño y luego exportarla a la realidad, como
si se tratara de una computadora. Cené
frugalmente sin probar alcohol, y volví a la casa. No fui, como siempre,
derecho a la cama, sino que subí al entrepiso para ver si encontraba
alguna pista. No reparé en nada más de lo que ya había inventariado. De
repente, me pareció que alguien estaba subiendo la escalera. Con la luz
encendida pude ver su cara en cuanto apareció: era el gerente que emergió
de cuerpo entero empuñando una pistola. Apretó el gatillo, y me desplomé
con la pierna derecha muy dolorida. Se acercó y me apuntó a la cabeza.
En apenas un parpadeo desfiló toda mi vida, y comprobé con amargura que
en ella no había nada digno de mencionar. Zafé de la pesadilla dando un salto en la cama. Hice las valijas de inmediato para huir al exterior: el gerente se había enterado de que yo sabía de sus operaciones y que podía llegar a denunciarlo. Mis sueños eran simples premoniciones de un futuro posible. |
[1] En octubre de 2002 fue premiado en el concurso de cuentos policiales “Atanas Mandadjiev”, celebrado en Sofía, Bulgaria, y el autor recibió el título de Gran Maestro del relato policial.
Germán
Cáceres
De "Por amor al crimen" - Súbitamente
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