Corín Tellado, pornógrafa inocente |
Larga es la historia de mi asociación con Corín Tellado, a quien, muchas veces y en broma, llamé Corán Tullido. En 1953 la encontré por primera vez. Entonces adoptaba la forma de innumeras y detestables galeras (palabra que prefiero a galerada porque evoca el trabajo forzado, la prisión y la claustrofobia) de prueba que yo debía corregir para Vanidades. (En ese tiempo Vanidades era «la revista de la mujer cubana», hoy su dedicación se ha hecho continental, pero Corín Tellado sobrevive todos los naufragios.) En 1956 inventé o realmente oí decir que se trataba de un sindicato (o guilde) de escritores que escribían bajo el gran manto protector y femenino de su nombre de soltera. En 1965 supe que era una «española de verdad» y que es, para asombro de muchos pero no mío, el «escritor español más leído de todos los tiempos», incluyendo, por supuesto, a Miguel de Cervantes, quien «no es tan conocido», reconoce su tocayo Unamuno, «—y menos popular —fuera de España— ni aun en ésta —como aquí suponen los literatos nacionales»[1]. En 1967 Corín Tellado cabalgó de nuevo (o todavía). Ahora en forma del gran pacificador —anglicismo suave que sustituye a la palabra oriental delirio, a la habanera chupeta y a la más académica y no menos errada biberón— de mi hija Anita (edad: doce años cumplidos; disposición: calificada por ella misma de «sentimental y boba»; estado físico: una adolescente incipiente, que comienza por sudores fríos, melancolía y nostalgia del futuro), que se pasa las horas muertas y vivas leyendo esta biblia cursi y citándola como si se tratara de La Bruyére, y de hecho, muchas veces y sin saberlo, cita a La Bruyére, citado a su vez por la señora Tellado a menudo, tanto que la púber lectora londinense, tal vez impelida por el feminismo rampante de la autora, al encontrar una nueva cita preguntó: »¿Y quién es esa señora La Bruyére?» A esta pregunta siguieron otras: —«Papi, ¿qué quiere decir pis-pslcópata?» «¿Qué es una alergia?» «¿Qué cosa es forense?»— que remitían al diccionario o al diccionario médico. Pero había preguntas que el diccionario común no podía responder: —«Papi, ¿cómo se sabe si un matrimonio no se consumó?» Entonces recordé las lecturas forzadas, de las novelitas que Vanidades atesoraba como una ostra celosa. Allí había escenas en que lo cursi o simplemente trillado era seguido por descripciones que debían tanto a Rafael Pérez y Pérez como a José María Carretero, el prolífico pornógrafo mejor conocido como el Caballero Audaz. Recordé el diseño de una o de todas las novelas de Corín Tellado, donde el dibujo forma un triángulo en que los catetos son amor posible, amor imposible y la hipotenusa es inamorposibie. Abundan, por supuesto, las peripecias sentimentales, marcadas por encuentros amorosos que son jalones de una historia romántica. Allí se ven (la prosa es efectivamente descriptiva) hombros femeninos temblando de amor, besos apasionados, caricias que expanden (o anulan) la percepción, labios como puertas-vaivén, ojos maravillosamente cegados, manos que acarician con suavidad (y eficacia) de taladro, abrazos en que se funden y confunden los cuerpos. En fin, toda la parafernalia tumescente de la literatura erótica, pero envuelta en la aparente asepsia de los eufemismos. El ensimismamiento de la joven lectora, las preguntas cada vez más cerca de la diana sexual, el consumo devorador de ejemplares, me hicieron acercarme —y de nuevo leer— a Corín Tellado. Este azar de lecturas fue provocado por una hybris demasiado frecuente. «Se peinaba ante el espejo. Sobre la bonita combinación de encaje, aún vestía la bata de casa. »Tras ella, mirándola largamente a través del espejo, Adolfo se mantenía inmóvil. Sólo de vez en cuando, en uno de aquellos impulsos tan suyos, se inclinaba hacia adelante. »Un día entero para quererse... Era un cariño como un manantial inagotable. Como una fuente cuyo caño mana y mana sin cesar jamás. Ella nunca pensó que el amor fuera así. Que el matrimonio encerrara en su lazo íntimo tantos goces... Y eran tan intensos, turbadores y verdaderos... Adolfo estaba allí para demostrárselo. «Hablaban muy cerca el uno del otro. Ella se peinaba, él jugaba con su pelo. »—No me dejas terminar. »—Me es tan difícil verte y no tocarte. »—Adolfo... ¿Sabes desde que hora estamos juntos? »—Sí. Desde las ocho de la mañana —la tenía sujeta por los hombros, perdía sus dedos nerviosos en la nuca estremecida. »Atalí se estremeció a su pesar... »La tomó en sus brazos. Jugó con sus labios, hablaba y besaba a la vez, con aquella lentitud que la enajenaba. »—Estáte quieto. »— ¿Puedo? »—¡Oh, cariño! Empiezas y yo... »—Tú ardes como yo ardo. «Siempre igual. Hubo de perder sus labios en la boca masculina... El la miraba ardientemente. »—Tengo que terminar. Por favor... »—Te ayudo... »La puerta de la alcoba estaba abierta. Adolfo fue hacia ella y la cerró con el pie... ya estaba de nuevo a su lado. Le quitaba la bata. Ella temblaba en sus brazos.» A no ser que la señora Tellado quiera hacernos creer que Adolfo desnuda a Atalí para ayudarla a vestir más rápido, ese «le quitaba la bata» no es más que un claro preludio carnal. Hasta aquí El destino viaja en tren podía ser escrita por Mary Wilson. La escena está narrada hasta desaparecer en un murmullo de agua en los cristales. Pero en La historia de una mujer las sensaciones táctiles de El destino se hacen olfativas: «—Toma —dijo Tuker tirando unas prendas de ropa sobre el diván. »—¿Qué es eso? »—Te lo he traído y nunca te lo di por temor a tu desprecio. »Mag sonrió aturdida. Revolvió en las ropas. Eran de una calidad finísima, olían a Tuker. Todo en aquella casa olía a Tuker, a aquel hombre que la miraba... »—Póntelo —invitó quedo...— Cuando vi esas prendas te imaginé vestida con ellas, te delineé en la imaginación y quiero saber si fui demasiado fantasioso. »Mag huía ruborizada de aquella mirada escandalosamente brillante. Tomó la ropa en sus brazos y, como si escapara de los ojos de Tuker, se cerró en el baño. Cuando salió, Tuker avanzó despacio hacia ella. »La miraba con admiración, con ternura. «Ella susurró: »—No me mires de ese modo, amor mío.» Ni siquiera el blanco telón púdico del final esconde el momento fetichista y el parecido con una escena similar en L'Histoire d'O no es coincidencia, sino experiencia concentrada. Es decir, técnica erótica: «Después las dos figuras parecieron una sola. El auto permaneció detenido en mitad de la carretera muchos minutos. FIN» Antes de esta breve palabra alcahueta: «Su entrega absoluta, apasionada e inefable, le demostró que su felicidad estaba allí, entre aquellos brazos que parecían exquisitos dogales de carne mora y palpitante...» Los puntos suspensivos pertenecen a la autora (quienquiera que ésta sea), que conoce no sólo los signos gramaticales, sino las convenciones de la retórica pornográfica. Para ella, el sadismo suave —«brazos que parecían exquisitos dogales»— es el aderezo, esa es la palabra, picante. Las escenas anteriores son de La Mujer fea. Esta que sigue es de Me dejaste injustamente: «La mano de Brock cayó pesadamente sobre el hombro femenino. Uno frente a otro, parecían dos estatuas palpitantes. El asió su mano. Se la apretó fieramente. »—Me... haces daño. »—Quisiera... »—Me destrozas la mano. «Pero no la soltó. Tiró de aquella mano y el cuerpo femenino quedó incrustado en el suyo. Palpitaron los dos.» Hacia el final Brock se hace algo más tierno: «—Oh, niña, —y con suavidad, al tiempo de hundir la mano entre el encaje y su cuerpo, añadió: »—Tú antes que ellos. »Paola contuvo la respiración. Aquella mano rodaba por su cuerpo en una caricia lenta y suave. Entrecerró los ojos. »—Deja. »—¿No te gusta? »—Sí —suspiró. Bien lo sabes.» Los años —o mejores artesanos— han hecho que del taller de Corín Tellado, novelista rosa al por mayor, surjan productos cada vez más atrevidos y, a la vez, de factura inocente. Acompañamos una lista de nuestras existencias: |
Eres mi esposa Es mi marido Me casé con él Me casé con ella Mi boda contigo Se busca esposa La boda de Ivonne El amor llegó más tarde No te enamores muchacha Mi esposo me abandona Luz roja para el amor Adorable esclavitud Lo inesperado |
El profesor de felicidad Te quiero de esta manera Andrés y ella Has de ser tú El padrino de mi hermano El cambió mi vida La doncella de mamá Mi hija Nancy El matrimonio de Miryam Las noches de Audrey Una hora contigo Aquel descubrimiento Los jueves de Leila |
Deseo un millonario Ya es tarde para amar Caprichos de millonaria Raquel no esperes La casa de los solteros Ella y los tres Ana y el chofer El amigo de mi marido Eso no se olvida La indecisión de Leila Ella y su jefe Lo encontré así Mis pretendientes |
En este catálogo, que podría continuar interminable (obsérvese el parecido que existe entre la novela rosa barata y la novelita galante de igual precio: aunque no hay la franqueza del inolvidable relajo cubano que consiguió obras maestras como La pepita de Pepita, Siete tiros en el siete o Con el machete en la mano, sí aparecen sonoridades y connotaciones familiares, fáciles de descubrir), hay varias constantes. La víctima que termina por amar a su verdugo. El incesto. El fetichismo. El masoquismo como prueba de amor. El sadismo que engendra frigidez que engendra amor que engendra celos que engendra sadismo. Pero estas invariables eróticas están neutralizadas por los recursos eufemísticos. Las violaciones ocurren siempre dentro del matrimonio. Los héroes incestuosos son sólo hermanos de crianza o falsos hermanos, primos, amigos de la Infancia, o bien la heroína es pupila del protagonista, tutor que se convierte feliz y finalmente en marido. Hay, sin embargo, una gran constante de la novela erótica que Corín Tellado mantiene pura: el trasvestis-mo. Ocurre tanto que es casi su gran recurso narrativo y decir los títulos que anuncian este ardid sería hacer otra lista. Pero hay una novela en que el travestí alcanza su apoteosis. Se llama Deliciosa locura y desde la portada, primorosamente ilustrada, se anuncian las intenciones. Debajo del rojo nombre de la autora y del título en tipos dibujados, aparece un gallardo marinero que debe ser alto, moreno y buen mozo aunque no veamos más que su busto —el ilustrador tomó la cabeza de Rock Hudson por modelo—. A su lado se ve una muchacha ataviada a ia marinera. Viste un pulóver rojo y de la gorra se escapa un mechón de rubios cabellos. Aparentemente trajina sobre un yate cuya obra muerta se interpone entre ella y el marino, a quien una segunda mirada muestra vistiendo cuello y corbata y blazer azul: es, por supuesto, un capitán. La muchacha es un grumete y también la heroína. En la novela ella —llamada Koti Santistejo, nombre que por alguna razón suena, como otros tantos, característicamente exótico y de «buena sociedad» a los oídos de la autora— que es «exótica, millonaria, caprichosa y antojadiza hasta el extremo», quiere ser marinero. No viajar, tener un yate, sino ser exactamente un marino, ya que no puede ser una marino. Koti decide ingresar en la Escuela Náutica de Cádiz. «Dejaré de ser mujer —planea— a partir del momento que salga de casa, vestida con un equipo netamente masculino.» Esta ilusión travestista —el sexo depende del vestuario, corrió ocurre en todas las fantasías homosexuales— típicamente-neurótica no le impide llevar a cabo el proyecto: «Días después, Guy Bermude, enfundado en un traje elegantísimo y cubierta su rojiza cabeza con un flexible de última moda, sube af vagón de primera con aire triunfal y decidido en toda su distinguidísima persona.» Pronto tendrá que cumplir con las obligaciones propias de su nuevo sexo, aunque éste y aquellas sean igualmente falsos. Sube a un tren y «nuestro distinguido dandy traba conversación con dos monísimas muchachas sevillanas, las cuales encuentran que Guy encarna el ideal masculino». (Quiero repetir esta frase más reveladora de lo que nunca sospechó Corín Tellado: «dos monísimas muchachas... encuentran que Guy encarna el ideal masculino».) Guy es Guy Bermude, es decir: Koti Santistejo con otro nombre. Si las inocentes sevillanas pueden padecer una leve confusión de apreciaciones (o de sentimientos), no hay duda de que la millonaria Koti sabe lo que hace porque sabe quién es ella: «¡Había que ver a Guy decir galanterías!» Pero las dos andaluzas no se molestan por estas galanterías visualizadas y convertidas en «Mary y Tere de Camera, primas hermanas», deciden mejor aprovechar la intimidad de la prosa y «sentarse al lado de Guy, dejando al joven galanteador en medio de ellas, por lo cual la respiración del dandy era harto trabajosa». (Cualquier semejanza con la escena en que Jack Lemmon organiza un party en la estrecha litera de Marilyn Monroe, en Some like it hot, film bellamente pornografiado, ¿es accidental?) Afortunadamente aquí termina el capítulo y al comenzar el siguiente ya Guy Bermude es un alumno aventajado, a punto de acabar su carrera naval. Aunque en la privacidad de su pensión el cadete sufre un inevitable síndrome esquizoide: «Era dichoso», dice Corín, «o dichosa, mejor dicho». Momentos más tarde Koti Santistejo «pensó que pese a todas las incomodidades él era feliz». Y cuando la sirvienta viene a advertirle que la cena está servida, responde: «—Ahora mismo voy, guapa —y le guiña simpáticamente un ojo, dándole un palmadita en la sonrosada», no sean mal pensados, «mejilla». Caricia que hace sufrir a la muchacha (a la otra, a la criada), sin ser sevillana, un sentimiento culpable, católicamente considerado. Al reír «la muchachita, ruborosa» admite que «le gusta a rabiar el distinguido estudiante, tan espléndido». Pero la escena no termina en amor mutuo, sino en otro sentimiento erótico aunque solitario. Guy (o Koti) se mira al espejo y admira sus cabellos masculinamente cortados, su cutis tostado por la vida al aire libre, sus ojos, su boca, sus dientes, y la autora no puede menos que compartir el sentimiento narcisista. «¡Qué feliz, pero qué feliz se siente!» Esta felicidad, como se ve, no es por los estudios todavía no terminados, ni por el amor de la sirvienta, ni por la perspectiva de la cena, sino porque Koti (o Guy) se siente muy hombre. Pero momentos más tarde casi lamenta ser tan masculino. Una preciosa muchacha viene a interrumpir su soliloquio callado con el mar, y Guy-Koti se «revuelve inquieto. El giro que toma esta conversación le molesta. ¿Por qué serán tan tontas las mujeres?... Las faldas lo persiguen de continuo». Aunque no deja de juzgar a la muchacha como objeto estético. «Florita era linda. Guy, pese a la antipatía que sentía por el ’sexo’ (las comillas de la autora), es justo al juzgar imparcialmente su belleza en conjunto.» Es que Florita no le disgusta tanto por su sexo como por su seso. Tanto que «haría cualquier disparate, echarse novia si era preciso, antes de ser el 'flirt' de aquella simple». (Es para preguntarse qué habría ocurrido si la rémora de Koti, en lugar de ser la tan poco dotada intelectualmente Florita, hubiera sido, por ejemplo, Simone de Beauvoir.) Pero de estos avatares lo (o la) salva un encuentro que será decisivo. En un bar del puerto Koti-Guy conoce a su «verdadero hombre», un capitán de barco llamado Julio Jarde. La rudeza con que trata a Guy la siente en su alma femenina y jura que navegará un día en su barco. No sin antes haberlo alcanzado y en plena calle, en la zona marítima, decirle esta frase que se hace asombrosa al salir de sus labios de cadete: «—Me gusta usted —dijo jadeante, amoldando su paso al del otro.» El capitán hace lo que cualquier otro heterosexual haría: «Se detuvo en seco», y exclamó: «—¿Eh?» En el próximo capítulo —gracias a Dios y a la autora— Guy consigue ser enrolado en el barco de Jarde, sin que éste sepa que se trata de la misma persona que lo piropeó en el muelle. Pero, oscuramente, no puede menos que recordar el incidente. «Pensó otra vez en el chico impulsivo. Era simpática la 'criatura', pese a sus modales elegantes y afeminados... Le crispaban los nervios esta clase de hombres y aquel 'crío' ciertamente que lo era.» Es conveniente, para el doble propósito de la trama novelística y de nuestra tesis, recordar esta repulsión, prejuicio agresivamente antihomosexual que tanto ha nutrido las filas de la policía del sexo, tantas consultas ha conseguido a los psiquíatras y tantos consortes ha regalado a más de un pederasta solitario. (No es mala fe recordar que la autora hace sonreir escéptico al capitán cuando ve saltar a tierra a dos oficiales que corren presurosos hacia sus novias de puerto. ¿Por qué? «No le atraían las mujeres, considerábalas todas cortadas por el mismo patrón, o sea, vacías, insubstanciales, coquetas.») Así las cosas, no es de extrañar que el capitán se niegue a recibir al dueño de «aquella voz pastosa, poco varonil» cuando aparece a bordo. Tiene el cadete que vencer una ordalía alcohólica para que Jarde lo acepte. Curiosamente, el capitán lo acoge con una frase que el lector jamás sabe si es una apreciación de la marina mercante (pobre Conrad), una confusión (inexplicable) del capitán o un sllp (explicable) de la prosa. Cuando termina el juicio por tragos, el capitán ríe complacido. «Guy era tan varonil como otro cualquiera de sus oficiales.» Este «oficial tan varonil como cualquier otro» comienza a enamorarse del capitán, lo que no es raro si se piensa que debajo del disfraz de marino hay una mujer. Lo que sí resulta extraño es que el curtido capitán Jarde comience a sentirse atraído por el cadete. «¿Qué era lo que tenía aquel chiquillo que subyugaba?», se preguntan el capitán y la autora, y ni por un momento se le ocurre a ninguno de los dos pensar que no era el chiquillo quien tenía algo raro, sino el capitán, que «comprendía tan sólo que lo quería con delirio». Pero no solamente es el capitán quien cae presa del encanto de Guy. «Todos le queremos como algo nuestro», confiesa el segundo de a bordo. Discreto como todo subordinado, planea su conquista por poder. «En el próximo viaje, si vamos a Gijón, voy a presentarlo a mi hermana a ver sí lo conquista.» Naturalmente, el capitán se molesta por este complot romántico que parece un conato de motín a bordo: «—¡Déjate de tonterías! El chico no piensa en mujeres. Por otra parte, es un chiquillo.» Momento que aprovecha el segundo para contradecirse pero al mismo tiempo para dar con la clave del interés propio y ajeno, al replicar: «—Y algo afeminado.» Matando tres pájaros oportunos con su intrusión el perspicaz oficial advierte un escollo posible en esta navegación erótica: «—No vaya a ser que riñamos por el niño pera», dice. (Es la ausencia de este espíritu de geometría naval lo que pierde a los personajes de Jean Genet, no menos apasionados por la ¡dea de la posesión de un bello recién llegado.) No hay riña en el puente de mando, pero una página después ocurre uno de los grandes momentos eróticos del libro, y casi me atrevo a decir de toda la literatura española actual. Guy consigue prestarse uno de los autos de Koti y viene, imprudente, a pasear frente a los muelles de Barcelona. Unos enmascarados lo secuestran en broma pero con violencia y el cadete protesta con la virilidad con que protestaría cualquier otro marino: «—¡Bruto! ¡Suélteme usted! ¡Me tortura!» Pero al darse cuenta de que quien lo secuestra con la complicidad de sus subalternos y la velocidad es el capitán, deja, naturalmente, de protestar. Lo hace, sin embargo, con una respuesta totalmente inesperada, para todos. «No lo dudó un segundo. Anudó los brazos en torno al cuello de Julio Jarde y dijo con voz de falsete, que los otros no comprendieron: «—Ya me extrañaba que entre todos estos rufianes no viniera una mujer. Tú lo eres y como presiento que serás la novia del jefe de la banda, voy a cobrarme lo que me deben tus secuaces. «Antes de que los otros pudieran separarlos, Guy se encontraba besando con rabia los labios de la mujer.» [El subrayado es de ella, de Corín Tellado.] «Sintió que el 'auto' se detenía en seco. Y un alarido de entusiasmo, extrañeza y locura se extendió por los ámbitos. [El subrayado es de GCI.] Unos brazos de atleta la sacudieron furiosamente. Se quitó la venda y rió triunfante, burlonamente. »—¡Bellaco! —rugió el capitán! —¿Te has fijado en la bella mujer que has besado? »—¡Ay, mi capitán! —chilló para ocultar la satisfacción. —Ya me parecía que los labios de ia 'bella' eran demasiados ásperos.» El capitán no puede tener otra reacción (recuérdese que está entre marinos) que amonestar duramente al subordinado equívoco: «—Otra vez procura no equivocar el sexo cuando te dispongas a besar —añadió, aún pálido.» Pero todo está dicho de dientes para afuera porque su corazón está en otras partes. O mejor dicho, aquí mismo. Lo sabemos al comenzar el siguiente capítulo a las cuatro de la mañana, cuando el capitán tiene que subir a cubierta. ¿El deber? No, insomnio. «No podía dormir, Lo que había sucedido aquella tarde le tenía nervioso, desasosegado, inquieto... No llegaba a comprender por qué el beso de Guy lo puso de esta forma.» El próximo paso narrativo debía ser la descripción del frenesí de una pasión homosexual, de una parte al menos, ya que Koti ha sabido rechazar a las sevillanas y a las Floritas asediantes. Pero la autora, con un escamoteo más previsible que visible, hace que el atormentado capitán descubra el secreto de Guy o de Koti a tiempo. El resto es anticlimax, si exceptuamos dos elementos esenciales: los sentimientos del capitán y un avance, al final, de lo que será su conducta sexual más allá del matrimonio ineludible y del libro. La primera contradicción ocurre al saber el capitán que Guy es Koty. «Julio no lo dudó ni un segundo y guardó la fotografía en el bolsillo. Miró de nuevo a Guy y salió riendo ilusionado... Ya lo sabía todo o casi todo y comprendió muchas cosas, muchas; tantas, que sintió una desilusión insospechada hasta entonces penetrarle en el alma.» El por qué de tal desilusión lo conoceremos al final, cuando ocurre la otra excepción. Después de la boda hay una leve discusión sobre las conveniencias y las inconveniencias del creyón de labios que termina en esta escena romántica: «Cuando Julio la acompañó al hotel, Koti comenzó, cogiéndose amorosa de su brazo: »—¡Qué apuro, chico! Buri es encantadora, pero esta noche... »—¡Qué importa! Buri ha tenido muchísima razón. Esa pintura es un estorbo. »—Pero a ti te gusta. »—Estando en tu boca, me gustaría hasta el veneno. »—¡Adulador! »—¡Mi ’rapazuelo’l» . Ya de aquí en adelante Koti será siempre el rapazuelo del capitán Julio Jarde, su marido y curtido marino; cuando deja de serlo es para llamarse, por supuesto, Guy. Quizá la inocencia salve a Corín Tellado de la obscenidad, pero no del erotismo. Hay una razón práctica de la literatura que hace que una escena romántica se convierta en psicalíptica (y algo más) si los personajes son sustituidos por personas del mismo sexo. Imaginemos la escena del balcón and after protagonizada no por Romeo y Julieta sino por Julieta y el ama, o por Romeo y Mercurio. Si alguien piensa que Shakespeare es demasiado down to earth, propongamos entonces una cualquiera de estas sustituciones: Margarita Gauthier convertida en hombre, Heathcliff transformado en mujer, un John Eyre. Esta es una ley general de retórica de la que no se escapa ni una escritora tan delicada como Radcyffe Hall, cuyo Pozo de Soledad se considera un libro pornográfico y no la última novela romántica. Para colmo, Corín Tellado comete la explotación deliberada de semejante situación una y otra vez. El tema del cambio de sexo es uno de sus nudos favoritos y aunque lo corte con la espada de las soluciones pudorosas, siempre lo ata antes con un manojo de equívocos. Esta contumacia se llama pornografía. Entonces, ¿cómo permitir que jovencitas de apenas trece años (los libros de la Tellado, previa y convenientemente bowdlerizados, llevan este sello: Calificación de Nuestro Asesor Moral, un cuadro con las siluetas de un hombre, una mujer y una niña, esta última cruzada por una equis ad hoc en esta edición, indicando que es un volumen Para Personas Formadas), casi unas niñas, lean esta literatura? La respuesta es que el escritor de esta nota no está interesado en negar nada, sino en comprenderlo todo, o casi todo, para ser más modestos. Prohíben las leyes y sus agentes. Es decir, policías, soplones, comisarios. Condenan jueces y jurados o un tribunal del pueblo. Un escritor lo más que puede hacer es tratar de entender una relación de causa y efecto, y hacerla ver a quienes lo lean y estén interesados en saber por qué. Mi hija de doce años puede leer a Corín Tellado, que es una ¡nocente pecadora —o, si se quiere, una industriosa pecadora— porque una prohibición no la haría mejor. (A mi hija Anita, no a la Tellado.) Creo, por el contrario, que leer a Corín Tellado la ha hecho mucho mejor. Además, no creo que la pornografía sea un crimen. Muchas veces he intentado hacer pornografía y me lo ha impedido mi falta de talento. Cualquiera escribe, pero un pornógrafo es un artista superior. Sade, Pauline Réage y Corín Tellado lo son. Joyce, Hemingway, Sartre no pudieron serio; de ahí las respectivas admiraciones por Rabelais o Chaucer, Anderson y Genet. También viene de ahí mi admiración por el arte de Corín Tellado. La pornografía es un arte inocente, nada consciente y Corín Teilado, ya en las clasificaciones, es una naive, una primitiva por sofisticar. Sus lectores o tienen esa inocencia o fracasan en su lectura. Quizá estas notas sean un testimonio de ese fracaso[2]. Addenda Entrevista con una Lectora (Típica) de Corín Tellado (con Interrupciones) Personas: Anita, la lectora; el entrevistador, GCI y, a veces, Carolita, una intrusa. ANITA: (Con un librito en la mano.) Esta se llama «El amor llegó más tarde». La mujer bebida con champaña no sabe lo que le ocurrió, perdió el conocimiento de las cosas y de pronto va a tener un hijo sin saber cómo pues no tuvo intimidad (sic) con ningún hombre... CAROLITA: ¿De dónde proviene el hijo? ANITA: ¡Caramba, niña, no hagas preguntas tan directas! GCI: ¿Y ésta? Quiero aclarar, asimismo, que las páginas precedentes no tienen, ¡por favor!, la intención de destruir, sino de investigar los medios de producción de una industria. Finalmente quiero hacer mía esta frase lúcida de un pornógrafo in extremis, D.H. Lawrence: Lo que es pornografía para un hombre es la risa del genio para otro. ANITA: (Tomando el libro.) Ah, esta es «El destino manda», de una viuda que el matrimonio no se consumó... CAROLITA: ¿Qué cosa es un matrimonio que no se consumó? ANITA: ¡Niña! ¡Está bueno ya! (Componiéndose.) El matrimonio no se consumó y esta muchacha luego se casa con el hermano del marido de ella y su amiga estaba enamorada de su esposo y su esposo la plantó para casarse con ella. GCI: (Aparte.) Es posible que el lector no entienda el argumento. Pero se trata de comprender no de entender. No muy diferente cosa son las comedias de enredos, el vodevil y aun el Shakespeare de -A Comedy of Errors. ANITA: Esta muchacha llamada Sibila Conti, vivía con una tía modista y a ella no le gustaba llevar los vestidos para que otra se los pusiera y decidió huir de la casa. Entonces se fue para una pensión para señoritas y luego se fue de señorita de compañía con una señora rica. Entonces un día la señora rica va a un balneario y allí ella conoce a un hombre... GCI: ¿Quién es ella? ANITA: Sibila Conti. Ella ya estaba prometida a un hombre, un señor que se llamaba Roberto Mendizábal. Entonces esta muchacha conoce a un hombre que se llamaba Ray Morgan... CAROLITA: Es inglés. ANITA:... en el balneario. Entonces ese hombre ella !o conoce y él la besa en el balneario sin más explicaciones ni nada. Siempre se besan así, forzados o algo asi... CAROLITA: ¡Qué frescura! ANITA: Entonces ella se enamora de este hombre, Sibila Conti, y va y se casa con el que ya era su novio porque no sabía siquiera si este otro hombre la quería o no y además, ya estaba comprometida desde antes. CARO LITA :(No muy interesada en esta literatura... todavía.) Empieza por una carta. (Hojeando el librito.) Empieza siempre por una carta. ANITA: Cuando empieza por una carta terminan por una carta. ¡Dame! (Le arrebata el libro.) Esta muchacha se casa con ese hombre y entonces el marido lee el diario... GCI: ¿El periódico? ANITA: ¡No! El diario de ella, que ella escribió... CAROLITA: Siempre escriben un diario. ANITA: ¡No te metas! El marido se da cuenta de que el diario es un grito de amor (sic) y se da cuenta de que el diario de ella lo escribió sumida (sic) en su propia inconsciencia (sic) y no se da cuenta de que está enamorada pero su marido sí. Entonces este señor, el marido de ella, no la hace su mujer... CAROLITA: ¿Y cómo tú lo sabes? ANITA: ¡Cállate ya! ¡Vete de aquí! Y ella se va para el otro cuarto. Entonces el marido de esta muchacha muere dos años después, viviendo como ha estado del vino, con úlceras en el estómago y muere clamando por un moralista que ella no comprende porque ella cree que es fruto (sic) de su imaginación (sic) pero luego ella se entera de que es un ser real (sic). Cada vez que ella le pregunta ella no le contesta. Entonces cuando muere el marido esta muchacha se va a trabajar de modelo. Entonces es cuando ella ve el primer libro de ese señor que es un escritor y que fue el que la besó allí y que era el hermano de su esposo pero que ella lo ignoraba, ella desconocía su nombre hasta que vio la fotografía reproducida (sic) en uno de sus libros. A esta muchacha le despiden de modelo porque no sirve para modelo y la despiden. Entonces da la casualidad que ella va a parar de secretaria al lado del dramaturgo (sic) Ray Morgan... CAROLITA: El inglés. ANITA: Está bueno, está bueno. Te va a pesar. Entonces empiezan a traer cartas de una amiga que es la que nombramos antes (?) llamada Begoña. Las cartas son de un desconocido pero están firmadas por su amiga y esta amiga ya murió. GCI: Perdóname, pero son tremendamente complicadas. CAROLITA: ¡Oh, sí! ANITA: (Mirando a Carolita sin decirle nada.) Cantidad. Pero lo bueno que son todas iguales y cuando uno ha leído una con solamente leer el título y la primera página ya saben lo que va a pasar. CAROLITA: La primera página y la última página que siempre te tengo que buscar quienes son los principales. GCI: ¿Por qué las lees entonces? ANITA: Porque me divierten. ¿No son todos esos libros, las novelas policíacas, las de Nero Wolfe y de Dashiell Hammett, ¡guales, que en todas pasa lo mismo y tú las lees? GCI: Tienes razón. ANITA: Bueno. Entonces esta mujer comienza a tener miedo... CAROLITA: Como yo. ANITA: Que se vaya, Papi, que se vaya o no sigo contando. GCI: Caroiita.. (Carolita, ante la mirada doble, hace mutis.) ANITA: (Con algún triunfo en su voz.) Ella tiene miedo porque no sabe de quién provienen (sic) las cartas y que según el novio son de una amiga que se llama Silvia y en compañía de quien vive en un piso. El novio es el novio de su amiga no de ella porque ella no tiene novio sino una compañera de cuarto, Silvia esta. Ahí ya no pasa más nada y esta muchacha va a un baile y gana la corona con ese hombre, que se llama (mirando a todas partes) Ray Morgan y se casan. Ya ha sido secretaria de él por dos meses y se casan. Se casan por la noche con un juez, después del baile este, porque esta muchacha, Sibila, ha comprendido que sin él no puede vivir y él le ha contado todo lo que sabemos anteriormente (sic). GCI: ¿Qué decían las cartas? ANITA: ¿Quieres que te las lea? GCI: ¡Oh no, no! ANITA: Bueno. Esta carta estaba escrita por Ray Morgan y las firmaba con el nombre de una antigua novia, Begoña, que murió, ya que ella, cuando era amiga de Sibila, tenía más años de los que representaba y en realidad estaba en la antesala de la muerte, como dice Corín Tellado, y este Ray Morgan era el novio de Begoña, que lo dejó plantado para casarse con Roberto Mendizábal, que era hermano por parte de padre de Ray Morgan, y Roberto la dejó a ella plantada para casarse con Sibila, que fue la que enviudó al principio. Pero es un lío, ¡un lío!, que hay que leer el libro para no confundirse y si sigo contando los lectores se van a confundir más todavía. GCI: Muchas gracias. (Aparte, al lector.) Todas las marcas y señales, esos sics pedantes, no son para envanecerse el padre del vocabulario de la hija, sino para mostrar al lector como la prosa de Corín Tellado has crept in el pensamiento de su lectora. CAROLITA: (Fuera.) ¿Puedo regresar ya? Notas: [1] Prólogo de Nada, Madrid, 1935. [2] Deliberadamente he dejado fuera el aspecto puramente Camp —high Camp debía decir— de estas novelas. También olvidé afiliarlas a cualquier movimiento Pop por horror a las tautologías: como las tiras cómicas, como la canción de moda, como los fumettl, Corín Teilado está en los orígenes. Decir que ella es Pop equivale a subrayar el cristianismo de Jesús o a decir que Marx fue el primer marxista. |
Publicado, originalmente, en: Mundo Nuevo Nº 16 octubre 1967
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/3890
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