“Los títulos no tienen por qué explicar demasiado”, dice el dramaturgo, director, actor y titiritero Daniel Veronese, desilusionando a quienes intentan resumir en el título la razón de ser de un escrito. “No tengo explicación, pongo algo que me gusta. Explicarlo es para mí convertirlo en algo simple, banal. La gente me ha dicho cosas más intrigantes que las que puedo decir yo”, afirma sin vueltas el autor de títulos que renuevan el imaginario de los espectadores. Por citar sólo dos, el enigma subyace en Un hombre que se ahoga (versión de Tres hermanas) y Espía a una mujer que se mata (Tío Vania). Ahora estrena Los hijos se han dormido, en la Sala Casacuberta del Teatro San Martín, versión de La gaviota, también del escritor y dramaturgo ruso Anton Chejov, y redobla el gusto por las interpretaciones. “A alguna gente no se le ocurre nada original; otra, en cambio, inventa maravillas”, apunta, en diálogo con Página/12. Surge una curiosidad: ¿quiénes se han dormido, los padres o los hijos? La respuesta es contundente: “Los personajes no están dormidos, aunque en esta obra haya uno que se lo pasa durmiendo”, puntualiza Veronese. El señalado es aquí Sorin, dueño de la hacienda donde se desarrolla la acción y hermano de Irina, madre de Konstantin, el joven escritor enamorado de Nina (“la gaviota”). Sobre este punto, el director aclara que no se trata de una cuestión física ni espiritual: “Me gusta inyectar explosión en los conflictos dormidos, semiocultos, subterráneos... Forzar la máquina un poco más, ser más radical que el autor. En mi versión, los ritmos no son los ‘chejovianos’. Se relacionan con mi necesidad teatral, con el elenco que elijo, con las distintas formas de acción que darán por resultado la obra. No puedo decir que esto es Chejov; sí, en cambio, que es teatro, tomando a Chejov. Si alguien espera ‘sentimiento chejoviano’, por ahí no lo encuentra”. –¿Cuál es ese sentimiento?–Nadie lo sabe, pero muchos tienen la certeza. No hay suficiente registro de qué pensaba Chejov sobre las puestas de sus obras. Algunos no les hallaban humor, aunque él insistiera en que eran comedias. –Según se ha escrito, preguntaba por qué se convertía en drama lo que había ideado como vodevil.–Justamente, para mí, Los hijos... se relaciona más con el vodevil que con el drama. –¿Por eso la impresión de que todos los personajes están “actuando” su situación, más allá de que actuar sea la actividad de algunos?–No creo haber reforzado ese aspecto. Incluso una famosa escena de Konstantin Treplev con su madre Irina está aquí en off. Diría que hay menos teatro que en el original. Quizás aparezca remarcado porque me gusta jugar con procedimientos metateatrales, como en Espía a una mujer que se mata. En Los hijos..., donde hay escritores y actores, no podía agregar demasiado. Tal vez inconscientemente subrayé algunos párrafos. –¿Por qué sufren estos artistas?–Ante todo, son personas que sufren por la incapacidad de comunicarse, de comprender y relacionarse abiertamente con el que está al lado. Se dicen a sí mismos “quiero a esta persona, pero ésta no me mira, y en cambio soy mirado por quien no quiero”. En definitiva, aquellas dos frases que fueron títulos de dos versiones mías sobre obras de Chejov, Un hombre que se ahoga y Espía a una mujer que se mata, reflejan una inmadurez afectiva y la necesidad de luchar por un mundo mejor, aun cuando no se sepa cómo llevar adelante esa lucha. Ese sufrimiento es por momentos un “sufrimiento dulce”, que no significa inmovilidad, silencio ni quietud, sino todo lo contrario. Los factores que se atribuyen a los “tipos chejovianos”, a sus pausas y el tedio en él parecen estar ahogados, así como a su incapacidad para aprovechar oportunidades y el desinterés por la vida, pueden darse por motivos diferentes y contrarios a la “inmovilidad”. Esas reacciones se dan también por el exceso de acción. –¿Un ejemplo sería la hiperactividad contemporánea y el vacío que ésta produce?–Estos personajes tienen una energía vital, aunque sus vidas no sean plenas. –¿Una energía que se traduce en el arrebato de las pasiones?–Estos son seres apasionados: alguien desea a otro que no lo desea, y se producen fuertes cruzamientos entre los personajes, salvo en el escritor Trigorin. –Quien parece desentenderse, mostrándose fatuo, y a veces débil o desamparado, como un niño.–Quise llevarlo a un lugar de impunidad frente a la vida. Trigorin dice que nunca fue feliz y no pudo amar, que no debe desaprovechar su pasión por Nina, pero no tiene fortaleza psíquica para asumir ese enamoramiento. No es un soberbio sino un ser contradictorio, algo que señalo también en los demás personajes. –Un conflicto central es el de madre e hijo: el trato despectivo de Irina Arkadina hacia su hijo Konstantin Treplev.–Se supone que una artista como Irina, con posibilidad de desarrollar sus emociones, no puede perder la relación con su hijo, pero vemos que sí, que la pierde, aunque, socialmente, sea una persona abierta. –¿A qué se debe la contemporaneidad de Chejov y su versión?–Hago la versión para adaptarlo a mi forma de trabajo. Chejov es absolutamente humano y reconocible, aunque su obra transcurra en otro tiempo y otra realidad. Es imposible sentirse ajeno a sus palabras y a su pensamiento, transmitido con una vivacidad que nos agarra desprevenidos. Tiene la virtud de hablar hacia lo eterno sin dar cátedra. –Algunos personajes aparecen en casi todas sus obras: los médicos y maestros rurales, por ejemplo, para los que pide consideración. Chejov fue también médico...–Los médicos tienen “valor de auxilio” y un aspecto romántico: las mujeres se enamoran de ellos. –¿Cómo ha sido el trabajo con los actores?–El amor que cada uno de ellos siente por lo que hace me permite trabajar con gran libertad y mucha potencia. Puedo pedirles cualquier cosa. Es cierto que no soy un desubicado, que si algo no funciona o aparece por ahí un elemento decorativo, lo quito. –¿A qué llama decorativo?–A las invenciones y ocurrencias de quien dirige, que a veces son lindas, pero no aportan a la obra. Sólo agregan “grasa a la carne”. Prefiero quitar también las repeticiones que alejan del drama. Soy muy crudo con Chejov. Pienso que han pasado muchos años desde la creación de sus obras y que él también las hubiera modificado. Quito los soliloquios, los apartes y las escenas informativas. En lugar de información, introduzco un “movimiento conflictivo”. La obra es de Chejov, pero le incorporo elementos contemporáneos. Y lo hago con respeto, porque soy dramaturgo y busco lo significativo. No distraigo con ocurrencias. –¿Qué pasa con el entorno social de la obra original? ¿Le interesa mantener la atmósfera de esa Rusia zarista, cuya aristocracia declina ante una burguesía económica y comercial en ascenso?–Para contar el drama de Los hijos... no necesito sumar un tema social externo. Otros lo harán, yo no. Es más: trato de acercar la obra a la gente, de manera que el espectador diga: “Este es mi primo o mi amigo...”. Cuando dirijo, cada personaje tiene algo mío: reacciones y pensamientos generosos y mezquinos. –¿Quiso que predominaran los sentimientos?–Forcé la pasión de los enamorados para que parezcan más enamorados y los desencuentros fueran enormes. Todos sufren por el amor no correspondido, como en la vida. –Convencidos de que se sufre, ¿es un contrasentido buscar la felicidad?–La vida es la búsqueda de la felicidad. No digo que uno no la encuentre, la necesita. La felicidad amorosa y otro tipo de felicidad. Yo mismo me despierto en la mañana y me pregunto qué encontraré ese día. Es un poco literal lo que digo, pero necesito apasionarme por distintas cosas. Creo que si no fuera así, no haría teatro. Uno de mis deseos es relacionarme con la gente. Cuando trabajaba en la carpintería de mi familia, sentía que me moría de soledad. Hasta los 24 años trabajé la madera. Mi abuelo y mi papá eran carpinteros y heredé el oficio. Para algunos es maravilloso hacer muebles, pero yo buscaba algo que entonces no sabía qué era. –¿Le interesaba el teatro?–No había ido al teatro en mi vida; me gustaba el cine. Sin embargo, pensé levantar un teatro en la carpintería. Había en mí una creatividad explosiva que no sabía cómo canalizar. Después estudié pantomima clásica y moderna. Entre mis maestros estaban Roberto Escobar e Igón Lerchundi. Me conecté con gente ligada al maestro Ariel Bufano y me inicié en el arte de las marionetas. Trabajé muchos años en el Grupo de Titiriteros del San Martín. Sentí que mi veta creativa estaba ahí. Con algunos compañeros creamos El Periférico de Objetos y mostramos nuestras obras, también en el extranjero, hasta que fue desapareciendo mi amor hacia los objetos. Ya había empezado a escribir y dirigir, y en los últimos años dirijo a actores. Mi dramaturgia está puesta al servicio de la escena. No estoy escribiendo muchos textos autónomos, me inclino más por los guiones, las versiones... –A esta altura, sabrá todo sobre Chejov...–No. Tengo la obra y me pregunto qué dice; y cuando alguien observa “esto no es Chejov”, respondo: “No, esto es teatro”. Las “enciclopedias” sobre Chejov me importan poco. A la hora de dirigir, obstaculizan. Tengo esta libertad porque soy autodidacta en la dirección, aunque estudié con maestros muy creativos y libres, como Mauricio Kartun, que observaron esa manera mía de aprender. Mauricio me dijo que yo hacía lo que él me había explicado que no debía. Era así, y no por contradecirlo. Me ha enseñado muchísimo. En mi aprendizaje tuve esa necesidad adolescente de contradecir al padre. Hoy, mi hija adolescente, que estudia música, hace algo semejante y me pone loco. Cuando alguien me dice que tal autor debe hacerse de una determinada manera, yo, consciente o inconscientemente, voy por otro lado. Pienso que, finalmente, estamos ocupándonos de teatro y no de una ciencia exacta. No hay una única idea ni una única opinión sobre un autor y su obra. De todas formas, no es algo que me quite el sueño. Me encanta experimentar la incertidumbre que produce no saber cómo haré la obra y qué va a resultar. –Eso se ajusta a los personajes de Chejov.–Quizá por eso los siento cerca, como si hablaran de nosotros. La voz de Chejov es una voz antigua que no da cátedra y nos deja ser libres. Eso me gusta. Dudo de los pensamientos puros y de la gente que cree que lo propio es lo mejor. El teatro se “hace haciendo” y no sentándose a una mesa de trabajo y programando punto por punto. Admito que con ese método se puede llegar a algo, pero a cambio se pierde la oportunidad de descubrir la vida dentro de una obra. Pensar con cabeza argentinaLos hijos se han dormido saldrá de gira internacional a partir de noviembre, presentándose en el Festival de Temporada Alta de Girona; el Teatro Palacio Valdés de Avilés (España); en la ciudad de Lille (Francia) y el Teatro de La Bastille, de París, en el marco del Festival de Otoño. Premiado e invitado a encuentros internacionales de América y Europa, con obras propias y grupales, como las realizadas junto a El Periférico de Objetos, Daniel Veronese dice sentir cierta conmoción por el estreno de ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, en Barcelona, dirigiendo a un elenco catalán. “No es lo mismo llevar un espectáculo probado y visto por los programadores o empresarios que nos convocan, porque en esos casos rara vez pasa algo malo –apunta–. Por supuesto, me interesa salir de gira y que nos inviten, pero últimamente me gusta estar acá, con mi familia. Son etapas. He recorrido el mundo con distintas obras. Hemos hecho temporadas en París, Nueva York, Londres... y siguen convocándonos. A veces me parece extraño que el mundo se haya abierto así para nuestro trabajo y para el de otros autores, directores y elencos argentinos, porque hoy son muchos los que viajan. Está bien llevar los espectáculos adonde lo requieran y poder seguir pensando con ‘cabeza argentina’. Eso es lo que quiero mostrar, obras producidas con cabeza argentina y sin dar la receta.” La obraLos hijos se han dormido, de Daniel Veronese. Versión de La gaviota, de Anton Chejov. Con Claudio Da Passano, María Figueras, Berta Gagliano, Ana Garibaldi, Fernán Mirás, Osmar Núñez, María Onetto, Carlos Portaluppi, Roly Serrano y Marcelo Subiotto. Escenografía de Alberto Negrín; asistencia artística de Felicitas Luna y coordinación de vestuario de Valeria Cook. Dirección de D. Veronese. Sala Casacuberta, Corrientes 1530 (0800-333-5254). Funciones de miércoles a sábados a las 20 y domingos a las 19. Localidades: 60 pesos. Miércoles: 30. Coproducción con el Festival de Otoño de París, el Teatro de La Bastille y Sebastián Blutrach. |
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Por Hilda Cabrera
Diario Página12 (Argentina)
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/10-22321-2011-07-19.html
Martes, 19 de julio de 2011
Autorizado por la autora
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