Una cierta ventana enloquecida

cuento de Miguel Cabezas

La luz se filtra por un resquicio de la ventana, va buscando el rosado sucio y húmedo de la pared, salta por los ladrillos abriéndose paso como un traje antiguo y ajado, verdoso y pustulento.

Resbala por la pared desnudando leyendas escritas por manos ansiosas y desaparecidas. Busca saltar hacia el costado pero tropieza con la cabeza del hombre que yace sentado en cuclillas en el suelo inundado de orines pegajosos y ennegrecidos por el tiempo.

La luz hace un círculo sobre la cabeza del hombre. Se detiene sobre un corte profundo y tumefacto ubicado sobre la oreja izquierda.

Penetra la herida, la circunda lamiéndola como si fuese un sexo ofrecido y anhelante.

La herida ha alcanzado la misma oreja por la parte trasera pero la luz no lo sabe. Sólo ilumina la parte más profunda del corte deteniéndose con precisión en los detalles minúsculos de cuero desgarrado.

Ahora va ofreciendo una aureola para el resto del cabello ensangrentado. Una extraña iridiscencia camina entre cada cabello tejiendo una tela de luz debilitada y blanquecina. Pareciera que una lechada de cal hubiera caído derramada sobre ese cráneo.

Ahora la luz va entrometiéndose por la voluta delicada de la oreja, baja hasta el lóbulo, gira como una bolita de colores y cae sobre la mejilla acerada y violeta. Resbala hasta el bigote y con una carambola fantástica se estrella contra el lóbulo de la nariz. Se agarra de un resquejón de sangre reseca que ha quedado estancado entre la nariz y algunos pelos del bigote. El ojo está aún en la penumbra.

Pronto será el amanecer lívido y caliente. Por eso la ventana vibra suave y tenue al paso de la luz de la mañana.

El hombre no sabe qué es el día. Busca en su memoria un mínimo recuerdo, una breve noción de día pero ésta se niega.

Puede ser el instante en que cayó herido sobre el surco blando y mojado cuando la culata del fusil dió de lleno en la parte alta de su oreja. Puede ser.

Entonces; el ojo se trizó en cien pedazos y a medida que caía al suelo cada terrón de tierra se descompuso en miles de fracciones y, éstas, a su vez, fueron ofreciendo el prisma lde cada grano con sus pequeños intersticios, sus espejuelos de sílice, los increíbles insectos, la arenilla poliédrica y grasienta.

Y cuando ya estaba a menos de un metro de la tierra cada grano partía zumbando hacia el cielo haciendo el hueco donde el hombre caería derrumbado silenciosamente.

Después fue el sueño. Mejor dicho, un profundo emborrachamiento. Hasta que aquellos minúsculos alambritos ardientes se metieron en sus testículos y de un solo salto vio la luz potente que quemaba tanto como los instrumentos que recorrían su ingle y su pene.

¿Era aquello la luz del día?

¿Quién sabe?

En cada retorcimiento sus ojos estaban crispados y otra serie de luces se iban quebrando en el interior del ojo.

Cada sacudimiento era un grito. Cada grito se ampliaba en una turbulencia de relámpagos cortos y explosivos que estallaban allí donde los alambritos se posaban porfiadamente.

Se diría que la única noción que adquiría era el violento desmembramiento de su cuerpo amenazado con partirse desgajado en diez pedazos.

Sólo el dolor más puro los mantenía aferrados cual extraños puentes levadizos. Puentes que desaparecían cuando los alambres suspendían su faena. Los ojos permanecían quietos y perdidos en la cavidad del hueso.

Afuera estaba aquella luz terrible y las voces de los hombres que preguntaban cosas que él desconocía o no recordaba. O no quería recordar.

El hombre permanece en cuclillas. La celda es demasiado pequeña para estirar todos los miembros.

Y esto la luz lo sabe.

Por ello busca obstinada el mentón del hombre, el pecho desnudo y sudoroso, las manchas oscuras y tristes en los testículos.

El sol está próximo. Sin embargo el aire es más frío y transparente. Algunas nubes; se desplazan por el cielo agrupándose, liando cada extremo con hilos sutiles y desmadejados.

El hombre se estremece. El aire helado lo lame como sábana colgada de un alambre.

Hunde todavía más su mentón entre las rodillas pero los temblores aumentan tensando y distendiendo cada tramo de la piel.

El sol ya está afuera. La cabeza del hombre se va enderezando con acritud. El mentón se desprende del pecho, la nariz queda sola y aislada cortando la luz de la ventana. El pelo continúa aplastado en el cráneo.

El hombre suelta las manos, las apoya sobre el piso. Desplaza la espalda hacia la pared y el contacto del ladrillo helado le hace recordar otra superficie similar tan antigua como inmediata.

El aire trae ahora reminiscencias de mar. ¿Estará cerca de la costa?

El hombre carece de toda noción de espacio salvo el límite de cuerpo encogido.

Es deseable el mar pero inhallable. También la tierra es un ámbito conocido pero quién sabe si existe.

Extiende cada pedazo de su cuerpo. Es una tarea difícil pero ardua y necesaria.

Aún el ojo permanece en el sueño. No obstante el sueño ya va liquidando sus últimos tramos y del color rojo no queda sino un trozo de gris desleído y balbuciente.

Allí está. El ojo enfrenta el espacio y la primera imagen que surge está completamente trizada.

Es la ventana seccionada en infinitos pedazos.

El hombre concentra la mirada en un rincón de ese cuadrado de luz. Desde allí va recomponiendo y ¡soldando los trozos infinitos.

Sin embargo, hay algunos todavía que se niegan a la unión y se disparan hacia distintos huecos superponiéndose a otros igualmente rotos.

Pero el ojo porfía. Trabaja con denuedo atrapando el torso fugitivo e insertándolo en el lugar vacío.

Ahora el ojo está seguro. Como una araña recorre toda la ventana, refuerza algún tramo débil, afirma los pedazos más temblorosos.

Y entonces pasa a una nueva etapa.

Camina por el cuadrado de luz buscando la pared abierta, la brecha apenas insinuada.

Mira por la ventana y de allá abajo sube el sonido del día, la liviandad de las primeras horas de la mañana que se interna por los árboles y el paisaje del contorno con un rumor de manzana ácida rota a martillazos.

Asoma la longitud de la mirada extendiéndola hacia la luz que ilumina la única estrella que aparece en el cielo.

¿Será la primera estrella de la tarde? ¿O la última del amanecer?

Imposible saberlo can certeza. El tiempo también es impreciso y absurdo. Sin embargo aquella estrella parece una lamparita de magnesio con intervalos violeta y naranja.

¡Naranja es el sabor de las paredes de este lugar! El hombre recuerda vagamente haberlas lamido buscando un resquicio donde poner el aire de su lengua y la espesa nitidez de sus manos.

Ellos vendrán. Le preguntarán: ¿está listo?

El recuerdo de esta frase repercute en su cerebro como un bólido de gas incandescente.

Avanza la mano hasta la ventana, hace un esfuerzo y pliega todo su cuerpo desnudo en la pared.

La estructura fría del estuco y el ladrillo calma el afiebramiento.

“No. No estoy listo” —piensa casi murmurando. “No lo estaré jamás para lo que ellos pretenden de mí”.

“Iré con ellos y me conducirán por las estrechas avenidas llenas de voces humanas. Algunas resonarán vivas. Otras resoplarán muertas”.

“Yo no podré mirarlas. Aún cuando me abarcarán con sus ojos como si fuese un par de dados en un juego de azar”.

“No seré par de siete ni tampoco par de ases”.

“¡Me transformaré en un dado sin número, sin marca y sin cantos libres para rodar”.

“Es posible que sea tan solo un azar siniestro que desea venganza. Sí, venganza por lo que han hecho con nosotros”.

“Pero ya no me importa nada. Veinticuatro horas. Yo sabía que ese es el tiempo que salva a mis compañeros. Si estuviera seguro que he aguantado todo ese tiempo entonces he triunfado”.

“Mi silencio retumbará como un canto omnipotente y maduro de pueblo alzado”.

El hombre calla. Abandona la ventana y camina y camina con pasos muy cortitos por el cuadrado estrecho de la celda.

Observa su cuerpo y mira cómo la luz que traspira la ventana va insertándose en cada herida y quemadura de su cuerpo.

Levanta la mirada y la imagen amenaza nuevamente trizarse.

Respira hondo, profundamente, y detiene el quiebre.

Abre lentamente los brazos hasta tocar ambas paredes de los costados.

Entonces, el murmullo retorna a sus labios dejándose caer por la comisura menos golpeada.

“Y ellos vendrán. Quizás no pregunten nada. Me tomarán de los brazos y me conducirán por las estrechas avenidas donde ya no habrá el sonido de voces vivas ni muertas.

“No importa. Ya ni siquiera me importa. Poseo la lucidez deslumbrante de esta ventana. Imagino al instante los terrones de tierra que traería de los más lejanos rincones de mi país y cada planta que soy capaz de dibujar en el aire de esta ventana reverdecería con la potencia fantástica de los días. A pesar de ellos que vendrán, lo sé, y nada los retendrá ni retardará. Será imposible oponérseles. Ya está jugada mi suerte, pero somos miles y miles. No podrán con todos. Por eso miro y miro la ventana”.

El hambre levanta una mano y con el dedo pulgar dibuja en el aire una figura mientras continúa murmurando.

“Porque mi suerte ha entrado en una máquina de madera que avanza con memoria propia.

Una máquina de viento y nubes. Tiene vida a partir de su propia presencia. La veo como un edificio de formas trapezoides. Mediante un conjunto de aires superpuestos los mantendría suspendido en un vacío de aire. Hay algunas capas de verde violento y grandes manchones amarillos. Un aire rojo lo circunda, lo atenaza. Es como un ancho corredor rojo similar al que caminaré y no veré cuando vengan por mí”.

El hombre avanza hacia la ventana y extiende sus brazos por el hueco. Sus ojos están muy abiertos y brillan de una manera singular.

Toda la luz del mundo está penetrando en ellos.

“Es curioso —grita:— esta máquina es como un extraño esqueleto de dinosaurio donde la gente irá a vivir allí en algún momento. Cada uno tendrá un cubículo donde cantar sus poemas y sus pasiones y sus gritos nunca antes pronunciados”.

Baja la voz bruscamente. Mira hacia los rincones temeroso que lo estén escuchando.

“Por qué me han hecho gritar. Eso recuerdo”.

“Y ahora quiero gritar... creo que ya no puedo. Apenas alcanzaría a musitar para mí algunos nombres que mencionarlos me causa amor y espanto.

¡Yo no quiero el espanto!

Siento que permanecer quieto es la mejor manera de olviidiar. Veinticuatro horas es el plazo que necesitan mis camaradas para estar a salvo.

No musites entonces, olvídate del lenguaje, no existen las palabras, nadie las pudo inventar.

Aquí estoy mudo y soy apenas un recodo de mí mismo. Un simulacro de vida.

¿Ven todo esto?

... mis miembros destrozados, mi sexo quemado, pateado.

Siento todo blando.

Mi cuerpo no existe.

Por eso ellos no vendrán ya a buscarme, es mentira que vendrán. Sienta miedo pero si ellas vienen a buscarme no me importará.

Mi cuerpo ya no está aquí.

Existe en la acción y en las fábricas y en las poblaciones y en el surco cercana a mi casa y en todo lo que está vivo en mi pueblo. Existo en él, y en la sala de torturas...

.. .y así no pueden conmigo. Veinticuatro horas varios días y ya no encontrarán a nadie...

.. .no pueden... no podrán conmigo pues no estoy solo...

... la lucha permanece y crece cada día, estoy seguro, nadie puede decirme lo contrario.

Por eso es mentira que estoy muerto. Aunque ellos vendrán y no preguntarán si estoy listo. Avanzarán a tomarme de los brazos.

¿Podré caminar?

¡Sí, no tengo dudas!

El hombre va soltando las manos de la ventana y su cuerpo se desliza hacia el suelo dejándose caer hacia atrás blandamente.

Queda recostada y con la espalda asentada enfrente a la ventana. Gime suavemente y pareciera que solloza quedito.

De pronto, su cuerpo se estremece con una risa enloquecida.

“... porque tengo mi ventana y no existe nada más que mi ventana. Está suspendida en el aire y la puedo tocar. No lo hago porque temo que se derrumbe y no quede sino la ilusión que habitó una ventana dentro de mí y también fuera de mí.

¡Se vé tan cuadrada de luz, tan bella!

La veo girando como un poderoso ventilador y siento todo el aire que se desplaza hacia mi boca y me cubre como un traje. Ahora detiene sus aspas lentamente y comprenda el calar que me invade...

... con este calor madura voy salo en medio de una superficie abierta. No hay nada a mi alrededor salvo la ventana... ella permanece allí como un gran marco para mi propio retrato.

Más allá percibo el horizonte, mejor dicho, estoy rodeada de horizontes ya que no existe nada más que mi retrato colocado en una tarde ide donde el sol ya ha caído.

A través de mí mismo veo a las nubes desplegarse una a una. Ahora se largan en una carrera destrozándose entre ellas, y sin piedad para las caídas... aquella es un caballo endemoniada, el caballo-nube que enloquece y ya nada lo detiene. Pasa sobre la estructura que antes he pensado, la atrapa, la transforma, la transfigura en su esqueleto. Provisto de él, reinicia su marcha hacia el mismísimo demonio.

Aquella nube-bicho es un perro nube que se acerca rengueando con las babas pendiendo de sus quijadas. Es muy lento su andar y pareciera que no reconoce el camino. Creo que sabe que el camino existente es muy duro, pero no teme correr en tres patas y a pequeños saltos.

... esta nube cercana parece un oso... mejor dicho, es una nube-minotauro. Agacha la cabeza para embestir ... viene... viene, pero... ah, duda, pobre!... ahora va por la pendiente del aire para estallar parsimoniosamente en cientos de gatos remolones, de esos que duermen la siesta en los cementerios...

... esta nube-mariposa monta una jirafa roja de cuello almidonado. Hay un África de cielo, un cúmulo tormentoso le sirve de lecho y un pétalo gigante de alelí le permite ahuyentar los malos pronósticos. ..

... esta nube..

La puerta se abrió.

Tres hombres uniformados y armados con ametralladoras penetraron en la celda.

Avanzaron sobre el detenido, pero éste los miró ausente.

—¿Vas a hablar ahora?

El hombre les vuelve las espaldas y lanza una risa nerviosa. Mira hacia ellos y les señala la ventana, mientras prosigue riéndose a carcajadas.

—¡No te hagai el huevón! ¿Vas a hablar ahora, si o no?

El hombre los mira interrogativamente y sin abandonar la sonrisa mueve la cabeza en señal negativa. Luego, les muestra la ventana ai tiempo que se pone a silbar un canto conocido.

Lo toman de los brazos y lo arrastran desnudo por las estrechas avenidas.

El hombre va enumerando las más diversas formas de nubes animales y nubes insectos. A medida que se van acercando a un gran patio la enumeración se vuelve más y más rápida.

Al llegar al patio otros hombres se acercan, lo maniatan y lo conducen hacia el centro de un gran cuadrado de luz.

El hombre lo observa minuciosamente. Al fin exclama:

—¡Esta es toda la ventana!

Un oficial se acerca y lo mira. Pasa su mano sobre los ojos del preso pero éste no se inmuta deslumbrado siempre por la luz.

El oficial se vuelve hasta donde se encuentra otro uniformado de mayor rango. Le señala al preso y su posición de éxtasis relajado.

Le cuchichea al oído:

—Míralo, este huevón no dá para más. ¿Qué hacemos?

—Fusílalo y me van trayendo a los otros. A ver qué sacamos con aquellos.

A una seña ingresaron de inmediato seis hombres por una puerta lateral.

Apuntaron. Dispararon la ráfaga.

El cuerpo se dobló. Hecho un ovillo se disolvió en el aire.

Sólo quedó en el lugar una ventana girando sus aspas enloquecidas.

 

cuento de Miguel Cabezas

 

Publicado, originalmente, en: El lagrimal trifurca Número 10, mayo de 1974

Link: https://ahira.com.ar/ejemplares/el-lagrimal-trifurca-no-10/

Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas

Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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