La primera piedra

Cuento de Silvina Bullrich

Vete y no peques más.

Cuando aquel hombre de mirada penetrante, de tez pálida y de voz fatigada pronunció esas palabras, ella tuvo ganas de arrojarse a sus pies heridos por los guijarros del camino, de besarlos con pasión, con humildad, con todos esos sentimientos confusos que habían empezado a agitarse en ella y seguirlo luego por los senderos polvorientos, bajo el ardiente sol de Israel. Pero el hombre no hizo ningún ademán para atraerla: la mano que se había levantado en su defensa no se extendió en busca de un acercamiento. Además la frase era categórica: él quería que ella fuera pura y aceptara la soledad. Sólo en la soledad se forja la pureza. Ella alzó los ojos e interrogó en silencio al profeta venido de Nazareth que acababa de salvarle la vida. El parecía  contemplarla, pero ella no tardó en comprender que ni siquiera la veía, que miraba a través de su cuerpo hacia lo lejos, lo invisible. Todo en él impedía las exaltaciones, hasta la gratitud. No daba ni pedía ternura: sólo bondad. No, algo más fuerte: justicia.

La mujer adúltera bajó entonces nuevamente la vista y ordenó a sus piernas que no la traicionaran, que la condujeran lejos de sus verdugos frustrados y de su salvador que ya parecía llamado por otra misión más alta que la de consolar a una mujer débil, esclava de la carne. Cuando salió del templo y atravesó el patio populoso, algunos insultos rechinaron en sus oídos, algunas risitas tímidas se desgranaron, pero lo cierto es que la gente ya domada se hizo a un lado para dejarla pasar. Algunas piedras recogidas para su lapidación rodaron a sus pies con un ruido sordo. Manos ya indiferentes las dejaban caer; todos preferían desentenderse de ella y de ese defensor de los humildes con el cual era mejor no tener líos.

 

Ocurriera lo que ocurriere durante los años que le quedaban poi vivir, Raquel estaba segura de no olvidar un solo detalle de ese terrible día marcado para su vergüenza. Solamente tres veces había estado en brazos de aquel hombre con el cual la había sorprendido su cuñado entre los olivares. Era un mediodía cálido en que el jansin, ese viento enervante que no sopla, sino que penetra en los poros y pone en la boca una sed insaciable, había debilitado sus resistencias.

Fueron tres deslumbrantes mediodías pasados entre risas con uvas y granadas y aceitunas jugosas. Sus cuerpos húmedos se pegaban desprendiendo un   olor animal que excitaba aún más a David y daba al adulterio un gusto diferente del conocido en las oscuras noches conyugales. El amor era eso y nadie se lo había dicho. Ella lo había presentido en los primeros tiempos de su matrimonio, pero Samuel era demasiado joven, demasiado apresurado y sus padres dormían en el cuarto contiguo; entonces hubo que aprender a gozar en silencio, a ahogar el último gemido, a sonreír en vez de reír. Sólo los ojos brillaban en la habitación sombría, inútiles, incapaces de distinguir nada; hubo que aprender a mirar con las manos, como los ciegos: manos anhelantes que remoldean las formas queridas. Luego nació un niño muerto, alguien habló de maldición y Samuel comenzó a alejarse de ese cuerpo quizá condenado a la esterilidad.

El profeta parecía adivinar todo eso, casi podría decirse que ya lo sabía. Su mirada fue mucho más dura cuando se posó sobre los escribas y los fariseos que la habían llevado a su presencia con la esperanza de verla condenar públicamente. Ellos querían lapidarla: la ley de Moisés lo permitía, hasta lo mandaba, pero ya eran leyes un poco caducas, petrificadas en las tablas, y los hombres necesitan leyes nuevas, frescas, entonces sienten ganas de acatarlas, piensan que han sido dictadas para ellos y no para sus abuelos. ¿Qué otro motivo podían tener para pedir la anuencia de ese extraño profeta que según sus suegros no podía traer nada bueno?

—Queremos saber si acatas o si niegas las leyes de Moisés; habla, ordena y obedeceremos, habla Jesús de Nazareth, dinos si debemos lapidar a esta mujer sorprendida en adulterio.

Durante unos instantes él pareció no oír las preguntas, miraba hacia abajo y escribía algo en la tierra. Pero los acusadores insistían: la jauría humana es cobarde, se esfuerza para que sobre uno solo recaiga la responsabilidad de sus desmanes. El alzó por fin una mirada cargada de fatiga, paseó sobre ellos sus ojos lejanos, nostálgicos, donde se leía claramente el hartazgo de los problemas de este mundo. Raquel creyó oirle murmurar: ";Y a mí qué me importa?" Pero por supuesto fue una alucinación, quizá dictada por el miedo de verse abandonada entre las garras de sus lapidadores, pues en seguida la voz pronunció con firmeza las palabras inolvidables:

—Que aquel de vosotros limpio de pecado arroje la primera piedra. Entonces un silencio impresionante habitó el templo, sólo turbado al cabo de unos minutos por los pasos lentos que se deslizaban sobre la tierra como serpientes: sus acusadores se alejaban uno a uno sin protestar. Parecía que la conciencia de cada cual estaba a la vista como la cara: era inútil ocultarla, pues brillaba como un faro en la penumbra del templo. Mientras tanto Jesús, desentendido de un problema tan mezquino y tan humano, que acaso parecía no incumbirle a nadie más que a Raquel, a Samuel y a David, había vuelto a escribir en tierra. ¿Qué escribía? Ella hubiera dado todo en el mundo por haber tenido en ese momento la presencia de ánimo de inclinarse a descifrar los signos que tan tenazmente grababa el nazareno. Cuando todos hubieron abandonado el templo, un joven hermoso que alguien había llamado Juan pasó junto a ella y le sonrió con dulzura, luego se dirigió también hacia la puerta. Ella comprendió que debía quedar sola ante su juez y se estremeció. Durante un momento largo, muy largo, formado por minutos o por siglos, Raquel sintió que sólo habían quedado ella y él en el mundo para juzgar su acto. Y de pronto le pareció monstruoso haberlo cometido. ¿Por qué no haber sabido arrancar a Samuel de la casa paterna y haberse revolcado con él en los trigales? ¿Qué había venido a hacer David en su vida? ¿Acaso no podían ella y Samuel comer uvas y granadas y mezclar sus sudores y ver a través de sus párpados cerrados a causa del sol demasiado fuerte, un mundo rosa, transparente y brillante? Sintió un deseo irrefrenable de echarse de rodillas y pedirle perdón a aquel hombre que escribía para siempre su sentencia en la tierra. ¿Pero por qué a él y no a Samuel? ¿Qué tenía que ver él ni nadie con lo que había ocurrido en su cuerpo? Mientras Raquel vacilaba, Jesús alzó nuevamente los ojos, los paseó por el templo vacío y dijo con una ironía apenas perceptible:

—¿Adónde están, mujer, los que te acusaban? ¿Ninguno te ha condenado?

Ella tenía la garganta anudada; sólo logró murmurar: “Ninguno”.

Entonces él cerró los ojos y cuando volvió a abrirlos estaban ahogados en lágrimas. Dijo sin vacilar:

—Yo tampoco te condeno.

Raquel dio unos pasos para acercarse a él. Pero un ademán imperioso la detuvo:

—No me agradezcas nada, quizá me maldigas mañana. Mi perdón no es fácil de llevar. Ahora vete: vete y no peques más.

Ella empezó a retroceder, como si esa mano levantada la empujara en forma irresistible. El, de pie, volvió a decir:

—Es una advertencia, es una orden, es mi condición para no condenarte. Hoy conoces la dulzura del perdón, no olvides que con él va mi castigo: yo no castigo con piedras. Vete y no peques más.

Las palabras aún resonaban como notas de órgano en el templo vacío y la mujer se encontró afuera bajo el inclemente sol de Jerusalén. El sudor que corría por sus piernas y sus mejillas ya no se mezclaría con el que corría por los miembros olorosos de David; el jánshr que soplaba en las entrañas misteriosas del espacio despertaba una sed que no aplacaría ningún racimo de uvas tendido por una mano dadivosa.

Entonces la luz se hizo y ella comprendió el castigo que había sido vestido de perdón. Vete. ¿Adónde? ¿Adónde ir, Dios de Jehová? Imaginó su llegada a la casa de sus suegros, la ira de esa madre herida en su orgullo y el dolor de Samuel ofendido. Sus pasos, sin embargo, la llevaban implacablemente al hogar. Los pasos de una mujer nunca pueden conducir hacia otro lado. Necesitaba un refugio contra el sol, contra la muchedumbre, quizá contra sí misma. Sólo allí podría obedecer la orden del profeta iluminado.

Su suegra estaba en el umbral, pisando aceitunas en un mortero. No la oyó llegar.

—Shalom —dijo Raquel levantando la mano en señal de paz. Entonces la vieja empezó a gritar y el hijo menor acudió con su gran perro manchado y el viejo le arrojó la sierpe con la que talaba sus viñas.

Atraído por el ruido Samuel apareció más pálido que nunca: el sol no podía nada contra su blancura. La miró sin odio, pero con un dolor tan intenso que Raquel por primera vez se sintió sin fuerzas, vencida por los sollozos, convertida toda entera en un aullido y una llaga.

—¿Por qué? —suplicó Samuel—. ¿Por qué?

Pero ya su padre y su hermano lo empujaban hacia adentro y la puerta se cerraba tras ellos.

—Vete —rugió la suegra—, vete o te degüello con esa sierpe que por desventura no te ha alcanzado.

“Vete”. Era como si esa palabra fuera la única que le estaba destinada en el vocabulario humano. Y Raquel se fue. Fue hacia aquel olivar donde él la había poseído por primera vez. No sabía exactamente lo que buscaba, quizá simplemente un poco de sombra.

 

Al día siguiente, cuando David la encontró dormida entre los árboles jóvenes que apenas empezaban a anudarse, sintió una ola de ternura inundar su corazón y su vientre. Se acercó a ella y la despertó con un beso suave en la sien, junto a la oreja. Raquel lo miró, se sobresaltó.

—No —gritó—. ¡Vete! La maldición caerá de nuevo sobre nosotros.

David creyó que le reprochaba su abandono y empezó a disculparse.

—Veinte hombres me tomaron y me ataron a un árbol; creí que también a mí me lapidarían, pero no me importaba, sólo pensaba en ti. Imaginaba tu piel tan tierna desgarrada por los guijarros afilados que eligen cuidadosamente los fariseos para herir a quienes envidian. Porque nos envidian, ¿entiendes?, envidian nuestros triunfantes mediodías, nuestro amor fuerte y joven, en cambio Samuel...

Ella le mandó callar:

—Tengo algo que decirte —comenzó con infinita tristeza— Ninguna piedra desgarró mis carnes, nadie se atrevió a lanzármela. Ves, no estoy herida, sólo los pies me sangran por las aristas del camino. Dios me ha perdonado porque un hombre me perdonó bajo una condición...

El escuchaba; escuchó todo hasta el final. Sus ojos se agrandaban por el espanto. Por fin, gritó enfurecido:

—Mil veces mejor hubieran sido todos los guijarros de la Judea antes que esa sentencia inhumana que ha caído sobre ti. Ve, vuelve hacia ese hombre que se dice el Mesías y dile que llame uno a uno a quienes quisieron lapidarte; dile que ponga él mismo las piedras más puntiagudas entre sus manos; que tu martirio dure una hora o que se extinga junto con tu vida, paro que no te convierta a los veintidós años en un viejo sarmiento sin savia y sin retoños. Imagina una tierra privada para siempre del calor del sol, de la sombra del follaje, de la caricia de la brisa, de la frescura de la lluvia, eso serás tú, Raquel, muerta, peor que muerta, enterrada viva.

Ella trataba de calmarlo, pero lloraba suavemente. El continuaba:

—Dile a ese falso Mesías que no infrinja las leyes de la naturaleza. Dile que no resucite a los muertos y no entierre a los vivos, que deje cumplirse los ciclos, que los árboles den frutos y las mujeres amen.

Mucho más gritó David mientras ella de tanto en tanto murmuraba: “Calla, no blasfemes, la maldición de Dios caerá sobre nosotros.” En sus oídos sólo resonaba la frase cortante que le había sido destinada: “Vete y no peques más”. Las palabras de David no la alcanzaban; quedaban colgadas en el aire, ajenas, incomprensibles, como si no las pronunciara en hebreo.

Al atardecer, él se alejó vencido. Por la noche comió y bebió en una taberna de Jerusalén y poseyó a otra mujer.

Raquel volvió al templo a buscar a Jesús. Quería que le explicara cómo debía hacer para obedecer sin que su perdón fuera un espantoso castigo. Pero desde aquella mañana nadie había visto al nazareno. Algunos dijeron no haberlo visto jamás, otros le aseguraron que era sin duda víctima de una de esas alucinaciones causadas por el sol a las vendimiadoras imprudentes que trabajan sin cubrirse la cabeza. No faltó quien rezongara que no alcanzarían diez vidas pata seguir los pasos de cada falso Mesías que recorría las rutas de Israel. Una vieja que hilaba en un umbral pudo por fin darle alguna indicación:

—Vino de Galilea y dicen que allí se volvía. Toma un camino cualquiera o quédate inmóvil, de todos modos lo encontrarás.

Y continuó desovillando su pobre mata de lana amarillenta. Cuando Raquel se alejaba la hilandera le gritó:

—Búscalo donde haya agua: todos sus compañeros son pescadores y dibujan peces hasta en la tierra.

¡Peces! ¿Sería ése el signo que él trazaba en el polvo mientras ella aguardaba su sentencia? De todas maneras, cualquiera fuera el signo, ella no podría nunca olvidar su sentido. Todo en ese hombre le parecía oscuro: sus palabras, sus actitudes. Debía encontrarlo, pedirle aclaraciones, decirle que era una pobre mujer ignorante, resuelta a obedecer, pero perdida e irremediablemente sola en su acatamiento y en su obediencia.

 

De día caminaba, comía el pan que alguna mano caritativa le tendía, los higos o las aceitunas que robaba, temblando, porque antes nunca había robado. Cuando el sol caía a plomo y los labriegos descansaban antes de reanudar el trabajo, ella se acercaba silenciosa a una higuera, a un olivo, a una viña y alguna vez tuvo la audacia de mamar en la ubre henchida de una oveja. De noche tenía miedo, tenía frío, la torturaba el hambre mal saciada por mendrugos insuficientes. Entonces lloraba hasta que el sueño se apiadaba de ella, cerraba sus párpados y secaba sus lágrimas.

Así pasaron varios días. Por fin una mañana, después de tres horas de marcha, el mar más celeste de la tierra se extendió como un espejismo ante su vista. Raquel se restregó los ojos pues nunca había visto el mar y no sabía que brillaba tanto. Tampoco sabía que podía ser claro y sereno como un lago. Tanto le habían hablado de sus tormentas que sólo lo imaginaba encrespado de olas, junto al agua había palmeras y un follaje exuberante como nunca había imaginado que existiera en Israel. Los restos de un templo destruido completaban la imprevista belleza del paisaje. Una voz de hombre, grave y tierna, la quitó de su ensimismamiento con el saludo ritual:

—Paz.

—Paz —contestó ella.

El le tendió una ancha hoja cubierta de dátiles y se sentaron juntos, a comerlos, a la sombra de una palmera.

El mundo había vuelto a adquirir contornos definidos y por primera vez, desde que el perdón la había condenado a la soledad y al vacío, Raquel sintióla embriaguez de vivir.

—Me llamo Josué— le dijo  su anfitrión—. Tengo una cabaña aquí cerca y un rebaño de quince cabras.

Le señaló algunas que escalaban irrespetuosamente las columnas tronchadas que yacían en el suelo. Luego le dijo que el lugar se llamaba Ashkalón y que esas columnas eran las del templo que en un último alarde de fuerza Sansón había conseguido derribar. Hablaba mucho, con voz rítmica, como si cantara o recitara versos. Ella lo escuchaba embelesada. Poco a poco el calor, el vino nuevo y la voz monótona que le contaba cosas ocurridas en Israel la adormecieron, y apenas tuvo tiempo de pensar, mientras naufragaba en el sueño, que esta vez no la vencía el llanto sino el bienestar.

Despertó al son de la flauta de junco de Josué. El mar ya no brillaba; bajo el cielo violeta del atardecer la masa de agua sombría resultaba menos tranquilizadora. Raquel se estremeció. El pastor se había acercado a ella sin dejar de tocar la flauta. Le sonrió, se sonrieron. Sus cuerpos jóvenes y descansados se tendían el uno hacia el otro. Raquel inmóvil, los ojos entreabiertos, veía acercarse a sus labios los labios rosados del muchacho. Pero cuando sus bocas iban a unirse se enderezó de un salto. Una voz sonora había repetido la orden fatal:

—Vete y no peques más.

Entonces, ágil como una cabra, corrió entre las columnas del templo destruido y Josué corrió tras ella implorando su perdón. Cuando la hubo alcanzado y ya la oprimía entre sus brazos, ella se echó a llorar como un niño contra el hombro tostado y desnudo. Las palabras saltaron a borbotones de su garganta. Lo contó todo: Samuel, David, los hombres dispuestos a lapidarla y el profeta que la había perdonado bajo esa monstruosa condición.

Josué creía en los profetas y por la descripción de Raquel comprendió que el hombre del templo de Jerusalén era aquel que arrastraba a las masas y se decía hijo de Dios. Entonces le dio una cesta con dátiles, una jícara con leche recién ordeñada y la dejó partir.

 

Las mujeres no suelen tender frutos ni vino a las que recorren los caminos con los pies descalzos y el cuerpo cubierto de harapos.

Y menos aún si a pesar de la caricia del sol la piel es lisa y suave, si entre las crenchas enredadas brillan dos ojos inmensos amparados por frondosas pestañas. Poco a poco Raquel aprendió que los corazones caritativos laten siempre, aparentemente, en un pecho de hombre; luego aprendió también que todos los hombres pedían que se les pagara con la misma moneda el puñado de olivas y el sorbo de agua fresca que le alcanzan a una mujer extenuada.

Ya no explicaba nada. Después de aceptar los alimentos huía huraña como un animal salvaje; también aprendió a hurtar con más destreza para no tener que pedir; prefirió los senderos ocultos a los caminos anchos transitados por las caravanas.

Cuando llegó a Tiberíades, al borde del lago Génésareth, no necesitó preguntar por Jesús pues todo el mundo hablaba de él. Le dijeron que era hijo único de María y de José, un carpintero de Nazareth; le contaron que aplacaba las tormentas que agitaban el lago, multiplicaba los panes, llenaba las redes de peces, lavaba en el Jordán los pecados de los hombres y perdonaba a las mujeres descarriadas. Raquel recogió todos los informes posibles y luego, ya segura de dar con él, se dirigió a Nazareth.

 

En la parte alta de la ciudad, no lejos del mercado estaba el taller de José. Raquel empujó la puerta después de haber llamado repetidas veces sin obtener contestación. Un anciano sentado sobre un escabel levantó la vista y le sonrió. Muchas veces los hombres le sonreían así, sin preguntarle nada.

—Vengo en busca de Jesús, hijo de José y de María.

—Yo soy José y Jesús no es mi hijo —dijo el anciano—. Ya ni siquiera es hijo de María. El sólo reconoce a su padre que está en el cielo.

Raquel no supo si hablaba con ira, con resignación o con ironía, o si simplemente comprobaba un hecho. Como no encontraba nada que contestar expuso su pretensión:

—He venido a verlo. Lo busco desde hace muchos meses. He recorrido por él todos los caminos de la Galilea y de la Judea, he atravesado el desierto del Negev, he seguido cien pistas equivocadas; ahora estoy en su casa; sea el hijo de quien sea no me muevo de aquí antes de haberlo visto.

Su propio tono decidido y prepotente la sorprendió. El anciano, en cambio, no pareció inmutarse.

—Puedes quedarte si quieres. En el arcón hay queso de cabra, y el agua del pozo está fresca. Hay también pescado salado y un trozo de cordero frío. La gente nos cubre de regalos, todos creen que Jesús se los retribuirá en el cielo. Come, bebe y duerme, pero no pretendas ver a Jesús pues nadie sabe nunca por dónde anda.

—Lo esperaré —dijo ella.

José se encogió de hombros sin contestar.

Raquel comió y bebió hasta hartarse. Era la primera vez desde que había salido de su casa que se alimentaba con carne y pescado.

Luego se quedó dormida. Despenó veinticuatro horas más tarde. José Continuaba sentado sobre el mismo escabel como si estuviese clavado ahí desde la eternidad, para la eternidad. No obstante debió haberse movido porque junto a la mujer alguien que no podía ser sino él, había colocado un cántaro lleno de leche y una escudilla. Ella bebió hasta la última gota. Luego salió a la calle y fue a lavarse a la fuente donde, según le indicó José, María iba todas las mañanas a buscar agua como las demás mujeres de Nazareth.

Junto a la fuente las mujeres conversaban y reían. Los muchachos pasaban para ver chorrear el agua sobre sus brazos y sus cuellos desnudos. Raquel rió con ellas; dijo que era forastera, parienta lejana de José y que había venido a visitarlo por orden de su madre. Mientras hablaba advirtió que mentía, cosa que no había hecho jamás. En verdad, desde el día de su lapidación frustrada, había aprendido a robar y a mentir. De niña le habían enseñado que esos eran los pecados más feos que podía cometer, pero ahora sabía que para las personas mayores la palabra pecar tiene una acepción muy distinta de la que se aprende en la infancia. ¿El único pecado era acaso el acto de la carne? Solamente Jesús podía contestarle, aclarar sus ideas, devolverle la paz perdida, ayudarle a desentrañar el bien del mal, colocarla definitivamente en el camino recto por el que le había ordenado andar sin indicarle con exactitud cuál era ese camino y por dónde había que emprender la marcha. Quizá él hablara con Samuel, con sus padres y su hermano, y los convenciera de que debían recogerla para que ella pudiera vivir sin pecar, sin mentir y sin robar.

Al volver al taller de José resolvió contarle al carpintero la situación insoluble en que la había colocado el perdón condicional de su hijo. Se sentó en el suelo junto al escabel y por enésima vez narró su infortunio.

José era hombre de pocas palabras y no la interrumpió durante el relato. Sólo cuando ella hubo terminado habló él:

—¿Qué buscas aquí, mujer?

—A Jesús el nazareno, al culpable de mi vida errabunda.

—¿Qué puede hacer ahora por ti? Te salvó de la lapidación, ¿qué más pretendes de él?

—Mi carne no sufrió el filo de los guijarros pero sufre todas las noches las urgencias de mis veintitrés años. Me acosan el hambre, el frío, la soledad, la tentación. Yo misma acaricio mis pechos y mi vientre que la mano de un hombre debería acariciar. Mi vientre no engendrará, mis pechos no amamantarán, ¿es justo eso, anciano?

—Supongo que no. Aunque quizá no esté escrito que todos los vientres tienen que engendrar y todos los senos amamantar. Quizá sea otra tu misión.

—No será andar por los caminos.

—Acaso sea andar por los caminos.

Raquel se impacientó, Ese anciano resignado, que miraba con filosofía un mundo que no tardaría en abandonar, la irritaba.

—No he venido a pedir tu opinión sino a buscar a Jesús. El hizo de iní lo que soy: él debe reparar y explicar.

—Jesús no explica nunca las cosas dos veces. El dictó su sentencia, ahora arréglatelas sola.

Y entonces ocurrió algo imprevisto. El anciano impasible se echó a reír. Reía y reía ante la mirada estupefacta de la mujer adúltera. Al cabo de unos segundos ella se abalanzó sobre él, lo tomó de los hombros, lo sacudió con furia:

—¿De qué te ríes, anciano? ¿Hay acaso motivo de risa? Tienes ante ti a una mujer condenada a andar por los caminos.

—Todos, tarde o temprano andaremos como tú por los caminos —dijo ya serio José—. Todo el pueblo hebreo andará por los caminos, porque así lo dispone mi hijo Jesús.

Calló unos instantes y luego le dijo paternalmente:

—Vuelve a tu casa y créeme que Dios habla pero no explica; ordena pero no ayuda a cumplir las órdenes. Arréglatelas sola; mientras t están sobre la tierra los hombres deben arreglárselas solos. No sé lo que ocurrirá en el cielo.

 

Y Raquel volvió a recorrer el camino que conduce a Jerusalén.

Al acercarse a la ciudad le extrañó ver una muchedumbre que se ajetreaba y formaba corrillos. Pidió explicaciones pero la gente llevaba prisa. Su experiencia andariega le había enseñado a interrogar a los ancianos, a los paralíticos, a los que nadie escucha y tienen ganas de hablar, a los que miran pasar a los demás porque ellos no tienen fuerza para seguirlos. Supo así que esa gente iba a presenciar una crucifixión.

—¿A quién crucifican hoy? —preguntó Raquel.

—A un falso Mesías, hacedor de milagros, hijo de un carpintero de Galilea.

Raque sintió vacilar el suelo bajo sus pies: el hombre bueno, el que la había salvado estaba a punto de morir en la cruz. Una ola de piedad y de amor inundó su corazón. ¿Qué hacer para salvarlo, para retribuirle lo que le debía? Ya no recordaba su propio desamparo, le parecía insignificante comparado con el del hombre condenado a morir en la cruz.

Olvidando su cansancio, sus pies lastimados y su decisión de volver al hogar conyugal, Raquel corrió, atropellando, dando codazos, abriéndose paso entre la muchedumbre hasta el lugar de la crucifixión.

Mientras avanzaba, sus nobles sentimientos empezaron a mezclarse con otros más turbios, más egoístas. ¿Qué sería de ella si el profeta moría sin haberle aclarado el sentido de su perdón? Sólo él, Jesús, podía hablar con Samuel y decirle que su deber era abrirle los brazos, perdonarla, permitirle reivindicarse. Los pensamientos se agolpaban en su mente, se atropellaban como esa gente en el camino que conducía al monte de los olivos, el mismo monte en que ella se había entregado a David.

 

Cuando llegó ya estaban clavando gruesos clavos en las manos de Jesús. Los tendones y los huesos de sus brazos se estiraban con un crujido que parecía leve desde abajo pero debía resonar como un trueno en los oídos del crucificado. La cabeza echada hacia adelante cubría con el pelo sudoroso y sangriento los ojos cuya mirada grave y nostálgica Raquel recordaba ahora como si sólo hubiera brillado para ella, para perdonarla, para condenarla. El himno de amor que había empezado a crecer en su corazón cuando se enteró de que iban a crucificarlo estalló de pronto con la fuerza de una revelación. ¿Qué importaban Samuel, ni David, ni el pastor de Ashkalón, ni todos los hombres del mundo comparados con ese misterioso carpintero de Galilea?

—Jesús —gritó—, Jesús no mueras, te necesito...

Sus brazos abrazaban convulsivamente el madero y de su garganta seca, de su pecho jadeante salió la pregunta que la torturaba:

—En nombre de Dios, contéstame antes de morir: ¿cuál es la palabra que escribías en tierra, cuál es tu mensaje? Dilo, nazareno.

Entonces, en medio del pesado silencio que la rodeaba, creyó oír una voz que no podía afirmar de dónde venía, si del hombre clavado en la cruz, o de la muchedumbre, o de su propio corazón, o de las celestes profundidades del cielo. La voz susurró levemente, apenas perceptible como un vuelo de mariposa o la caída de una hoja, una sola palabra: Amor.

Amor. ¿Sería esa la palabra que él escribía en el polvo del templo para que ella comprendiera, sólo ella, pues a los demás la palabra amor los llenaba de furor y de odio? ¿Bastaría acaso la palabra amor para borrar todo pecado? Quizá pecar era todo lo que se hacía sin amor. Quizá Samuel era su pecado y no lo era David; o acaso David era un pecado porque ella en el fondo de su alma sólo quería a Samuel, o quizá ambos eran un pecado, un mero acto carnal. El nazareno había dictado su ley pero para cumplirla no había más juez que el corazón de ella.

—Amor, amor— clamó de pronto la mujer iluminada, visionaria como una pepita de oro envuelta en barro cuyo brillo auténtico es difícil adivinar. ¿Qué sabía ella de sus sentimientos si nadie la había ayudado jamás a desentrañarlos, si nunca le habían permitido confiar ciegamente en ellos para regirse en la vida?

—Amor, amor —clamó de pronto la mujer iluminada, visionaria. Y se volvió hacia la muchedumbre y la muchedumbre le contestó palabras obscenas porque la palabra amor se convierte en una palabra obscena cuando la muchedumbre se apodera de ella.

Pero Raquel ya no le temía a nada, ni a los soldados romanos que pretendían arrancarla de la cruz a la que se aferraba, ni al populacho que se volvía contra ella para escapar, por medio de la violencia, de la opresión que lo embargaba.

—Amor, amor —clamaba ella y la gente enfurecida contestaba como un eco absurdo:

—Ramera, prostituta.

Una mujer más fea que las demás sintió que las palabras no bastaban para vengarse de esa loca que los desafiaba con ese monótono himno compuesto por una sola palabra, una palabra que para ella no tenía sentido y sin embargo la hería como una puñalada. Se agachó, tomó un grueso guijarro y lo lanzó acompañando el ademán con una risotada histérica que parecía más bien un alarido. Era un ademán tan fácil de imitar, que los demás consideraron sin duda una lástima privarse de descargar así sus nervios castigados por las tres crucifixiones y por esa sola palabra amor que removía en ellos demasiadas frustraciones, demasiados fracasos, demasiadas ilusiones imposibles.

 

Sin embargo ya era innecesaria esa lluvia de piedras: la primera había alcanzado a Raquel en la frente, y lo último que oyó antes de alejarse para siempre de un mundo al que ya nada la ataba, fue un gemido doloroso que le traspasó el corazón con más fuerza que los guijarros lanzados contra su carne ya insensible: “Padre mío, ¿por qué me has abandonado?” Raquel creyó oír la voz de su propio corazón que se expresaba así, antes de detenerse para siempre en un último latido convulsivo.

 

por Silvina Bullrich
 

Publicado, originalmente, en: Ficción. Revista-Libro Bimestral Núm.  nº 33-34 Septiembre-octubre-noviembre-diciembre de 1961

Ficción se editó entre 1956 y 1971 - Lugar de edición: Ciudad de Buenos Aires

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/ficcion-no-33-34/

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas que es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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