Richard Wagner y Tannhäuser en París de Charles Baudelaire [1]
Introducción y traducción al español de:
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Introducción del traductor El lector asiste en este texto a la conjunción de dos pensamientos básicos de las artes occidentales en la segunda del siglo XIX: el de Richard Wagner y el de Charles Baudelaire. Esta conjunción desborda los límites de la música y la poesía, campos restringidos en los que se ubica a los dos creadores, y se extiende, por medio de la reflexión sobre el drama, a la esfera del arte en general. La propuesta musical de Richard Wagner va más allá del género operístico en boga a mediados del siglo XIX. En esta época, la ópera en París es un género influyente y apetecido por un público amplio, pero sometida a ciertas reglas predeterminadas (como por ejemplo la exigencia de un ballet al comienzo del tercer acto). El Opéra de París es el teatro por excelencia —reservado a una cierta élite social— donde se consagran, o no, las representaciones operísticas, que responden más que todo a una búsqueda de diversión: el público del Opéra se interesa más en lo que pasa en la sala que en el escenario mismo, viene más a ser visto que a ver un drama musical moderno. Ante esta situación, Wagner propone cambios en la forma de concebir la ópera y en la naturaleza misma de la música; Wagner no se limita a componer la partitura musical de sus óperas, como la mayoría de los compositores de la época, sino que además compone el libreto (obra literaria en sí misma) y funge también como director escénico y director de orquesta; además, convencido de su idea sobre lo que debía ser el drama lírico, asume un papel de dramaturgo total: más allá del músico o del poeta, él se considera ante todo un artista. Así, la ópera wagneriana, además de su énfasis en la melodía continua, se basa en la fusión de la poesía y la música a través del leitmotiv que sugiere un sentido y produce una especie de imagen, musical pero al mismo tiempo poética, que se debe reflejar en la puesta en escena; el drama se concibe precisamente como el arte total, lugar donde confluyen las diferentes artes. Asimismo, Wagner rehúsa poner la ópera al servicio del virtuosismo de los cantantes y evita las arias, tan apetecidas por el público. Como es obvio, esta nueva concepción de la ópera es atacada por los representantes de la ópera tradicional, reacios a todo cambio. Es en este contexto que Baudelaire manifiesta su interés en la obra de Wagner, a quien envía una carta (17 de febrero de 1860) como testimonio de admiración, y con el deseo de “traducir” en palabras al maestro su experiencia en el Théátre des Italiens. En efecto, el 25 de enero, el 1 y el 8 de febrero de 1860 Wagner mismo dirigió en este teatro algunos fragmentos y oberturas de sus óperas El holandés errante, Tannhäuser y Lohengrin, el concierto obtuvo un éxito considerable ante el público en general (del que hacía parte Baudelaire), aunque provocó reservas y ataques por parte de la crítica especializada. La carta de Baudelaire en la que expresa su comprensión y compenetración con la estética wagneriana contiene ya el germen del texto conocido como Richard Wagner y “Tannhäuser" en París. El título de este texto es en cierta forma reductor ya que no solamente se aborda en él la ópera Tannhäuser y su estreno en París, sino que se analiza en general la propuesta operística de Wagner a través Tannhäuser y otras dos óperas más: Lohengrin y El holandés errante. Cabe recordar que la primera parte de este texto se publicó con el título de “Richard Wagner” en La revue Européenne (1861) y que es solamente a partir de su reedición en folleto, completado con un postfacio, que aparece con el título de Richard Wagner y “Tannhäuser" en París. En la primera parte, Baudelaire se dedica más a presentar, justificar y defender las ideas de Wagner sobre la obra de arte total que debe ser la ópera; en el postfacio, se evoca más concretamente la catastrófica recepción de Tannhäuser durante su estreno y se confirma la confianza en un reconocimiento futuro de la estética wagneriana. En efecto, el estreno de la ópera Tannhäuser, el 13 de marzo de 1861 en el Théátre Impérial de l’Opéra, desencadenó un escándalo similar al que 30 años antes había provocado el estreno del drama Hernani de Victor Hugo. En ambos casos dos concepciones opuestas del espectáculo escénico se enfrentaban; si en la famosa “batalla de Hernani” se oponían clásicos y románticos, en la “batalla de Tannhäuser” se enfrentaban los partidarios de la ópera concebida como entretenimiento, hostiles a toda tentativa de renovación, y el representante de la ópera concebida como un “arte total”, es decir Wagner. Ambos campos tenían sus defensores: en el de la ópera tradicional varios críticos musicales (que escribían en revistas como La Revue des Deux Mondes o La Revue et Gazette musicale de Paris) y en el de la “nueva ópera” algunos escritores (Théophile Gautier, Villiers de l’Isle-Adam, Jules Champfleury), entre ellos Baudelaire. Chiflidos, gritos, risas, burlas, manifestaciones... El éxito esperado por Wagner y sus partidarios no se produce, y la ópera será representada solamente dos veces más (18 y 24 de marzo), siempre en medio del caos y la confusión. La primera parte de Richard Wagner y “Tannhäuser" en París se centra sin embargo en las características generales de la ópera wagneriana y en su rechazo de la forma de la ópera tradicional. Así, en este texto se encuentran dos elementos importantes: por un lado la total asimilación de los conceptos teatrales de Wagner por parte de Baudelaire, y por otro lado, la concepción del artista como crítico y teórico (“todos los grandes poetas se convierten naturalmente, fatalmente, en críticos”). Tanto el músico como el poeta se consideran desde la perspectiva amplia del artista cuya obligación no se basa solamente en la producción de obras artísticas sino también en la reflexión sobre las mismas. Baudelaire no se conforma con comentar las ideas de Wagner sobre lo que debería ser la ópera, sino que también cita, en extensos pasajes, sus obras teóricas (y también obras de Liszt). Baudelaire se muestra así en gran conocedor de las polémicas teatrales de su época, y en gran admirador y defensor de la propuesta wagneriana; retoma las consideraciones teóricas de Wagner y las hace completamente suyas. Algo normal si se tiene en cuenta la proximidad temática que existe entre la obra de los dos artistas: la música de Wagner, por medio del mito y la leyenda, busca una universalidad, mientras que la poesía de Baudelaire explora los abismos del alma humana, y se acerca a la universalidad del hombre, dividido entre la lucha de la carne y el espíritu (uno de los temas esenciales de Tannhäuser). Así, más allá de la crónica pintoresca de un momento histórico, en Richard Wagner y “Tannhäuser" en París se encuentra la eterna oposición entre la tradición y el cambio. Tanto Wagner como Baudelaire son partidarios de una nueva estética, y la lucha por la modernidad es por lo tanto el hilo conductor que une la propuesta wagneriana y la reflexión baudelairiana. *** Baudelaire publicó este texto primero como artículo en La Revue Européenne (t. 14, 1861, p. 460-485) con el título de “Richard Wagner”. Posteriormente el mismo texto, ampliado de un postfacio, “Encore quelques mots”, fue publicado en folleto con el título de Richard Wagner et “Tannhäuser" a Paris (Paris: E. Dentu Éditeur, 1861). Esta última versión fue publicada póstumamente en L’art romantique (Paris: Michel Lévy freres, 1868). Traduzco el texto a partir de la edición publicada por E. Dentu Éditeur, que se puede consultar en: Gallica: http://gallica.bnf.fr/ark:/12148/bpt6k6221355j.r=.langES -I- Remontémonos, por favor, trece meses atrás, al comienzo de la cuestión, y que me sea permitido, en esta apreciación, hablar con frecuencia en mi nombre personal. Este yo, acusado justamente de impertinencia en muchos casos, implica sin embargo una gran modestia: encierra al escritor en los más estrictos límites de la sinceridad. Al reducir su tarea, la hace más fácil. Finalmente, no es necesario ser un probabilista consumado para adquirir la certeza de que esta sinceridad encontrará amigos entre los lectores imparciales; hay evidentemente algunas probabilidades para que el crítico ingenuo, al contar solamente sus propias impresiones, cuente también las de algunos partidarios desconocidos. Hace trece meses, pues, hubo un gran rumor en París. Un compositor alemán que había vivido mucho tiempo entre nosotros, sin que nos diéramos cuenta, pobre, desconocido, sufriendo horribles necesidades, pero que, desde hacía ya quince años, el público alemán celebraba como un hombre de genio, volvía a la ciudad, antes testigo de sus jóvenes miserias, para someter sus obras a nuestro juicio. París había hasta entonces oído hablar poco de Wagner; se sabía vagamente que más allá del Rin se agitaba la cuestión de una reforma en el drama lírico, y que Liszt había adoptado con ardor las opiniones del reformista. Fétis había lanzado contra él una especie de acusación, y las personas curiosas por hojear los números de la Revue et Gazette musicale de Paris podrán verificar una vez más que los escritores que se ufanan de profesar las opiniones más juiciosas, las más clásicas, no se preocupan mucho de juicio y mesura, ni siquiera de una prosaica amabilidad en la crítica de las opiniones que les son contrarias; los artículos de Fétis no son más que una penosa diatriba; pero la exasperación del viejo diletante solo servía para probar la importancia de las obras que él condenaba al anatema y al ridículo. Además, desde hace trece meses, durante los cuales la curiosidad pública no ha disminuido, Richard Wagner ha sufrido muchas otras injurias. Hace algunos años, al regresar de un viaje a Alemania, Théophile Gautier, muy emocionado por una representación de Tannhauser, había traducido sin embargo en el Moniteur sus impresiones con esa certeza plástica que da un encanto irresistible a todos sus escritos. Pero estos documentos diversos, al salir a intervalos lejanos, se habían escurrido sobre el espíritu de la gente. Tan pronto como los afiches anunciaron que Richard Wagner haría escuchar en el Théátre des Italiens fragmentos de sus composiciones, se produjo un hecho divertido, que ya hemos visto, y que prueba la necesidad instintiva, precipitada, de los franceses por tomar partido sobre todas las cosas antes de haber deliberado o examinado. Algunos anunciaron maravillas, y otros se pusieron a denigrar exageradamente obras que todavía no habían escuchado. Todavía hoy en día perdura esta graciosa situación, y se puede decir que jamás un asunto desconocido fue tan discutido. En fin, los conciertos de Wagner se anunciaban como una verdadera batalla de doctrinas, como una de estas solemnes crisis del arte, una de estas escaramuzas donde críticos, artistas y público tienen la costumbre de arrojar confusamente todas sus pasiones: crisis felices que muestran la salud y la riqueza en la vida intelectual de una nación, y que habíamos, por decirlo de alguna forma, desaprendido desde los grandes días de Victor Hugo. Retomo las líneas siguientes del artículo de Berlioz (9 de febrero de 1860): “El foyer del Théátre-Italien era curioso de observar la noche del primer concierto. Eran furores, gritos, discusiones que parecían a punto de degenerar en vías de hecho en cualquier momento”. Sin la presencia del soberano, el mismo escándalo se hubiera podido producir, hace algunos días, en el Opéra, sobre todo con un público más verdadero}[2] Recuerdo haber visto, al final de uno de los ensayos generales, uno de los críticos parisinos acreditados, parado pretenciosamente ante la oficina de control, frente a la muchedumbre a punto de interrumpir la salida, dedicándose a reír como un maniático, como uno de estos desafortunados que, en las casas de reposo, llaman agitados. Este pobre hombre, creyendo que su cara era conocida de todos, parecía decir: “¡Miren cómo me río yo, el célebre señor S...! Así que procuren acordar su juicio con el mío”. En el artículo al cual hacía alusión hace poco, Berlioz, que mostró sin embargo mucho menos calor del que se hubiera esperado de su parte, agregaba: “Lo que se suelta entonces de sin-sentido, de absurdidades e inclusive de mentiras es verdaderamente prodigioso, y prueba con evidencia que, por lo menos en nuestro medio, cuando se trata de apreciar una música diferente de la que corre por las calles, la pasión, los prejuicios se toman la palabra e impiden hablar al sentido común y al buen gusto”. Wagner fue audaz: el programa de su concierto no contenía ni solos de instrumentos, ni canciones, ni ninguna de las exhibiciones tan apetecidas por un público enamorado de los virtuosos y sus hazañas. Solamente fragmentos, coros o sinfonías. La lucha fue violenta, es verdad. Pero el público, abandonado a sí mismo, se entusiasmó con algunos de estos irresistibles fragmentos que expresaban más claramente su pensamiento, y la música de Wagner triunfó por su propia fuerza. La obertura de Tannhäuser, la marcha pomposa del segundo acto, la obertura de Lohengrin en especial, la marcha nupcial y el epitalamio, fueron magníficamente aclamados. Sin duda muchas cosas quedaron oscuras, pero los espíritus imparciales se decían: “Ya que estas composiciones están hechas para la escena, hay que esperar; las cosas no definidas lo suficientemente serán explicadas por la plástica”. Mientras tanto, se probaba que, como sinfonista, como artista que traduce por medio de miles de combinaciones del sonido los tumultos del alma humana, Richard Wagner estaba al nivel de lo más elevado, tan grande, es verdad, como los más grandes. He escuchado con frecuencia decir que la música no podía alardearse de traducir cualquier cosa con certeza, como lo hace la palabra o la pintura. Esto es verdad en cierta proporción, pero no es completamente la verdad. Ella traduce a su manera, y con los medios que le son propios. En la música, como en la pintura e inclusive en la palabra escrita, que es sin embargo la más positiva de las artes, hay siempre una laguna completada por la imaginación del auditorio. Son sin duda estas consideraciones las que llevaron a Wagner a considerar el arte dramático, es decir, la reunión, la coincidencia de varias artes, como el arte por excelencia, el más sintético y el más perfecto. Ahora bien, si dejamos de lado por un instante la ayuda de la plástica, del decorado, de la incorporación de los tipos soñados en actores vivos e inclusive de la palabra cantada, es todavía irrefutable que entre más elocuente es la música más rápida y justa es la sugestión, y hay más posibilidades para que los hombres sensibles conciban ideas en relación con las que inspiraban al artista. Tomo enseguida un ejemplo: la famosa obertura de Lohengrin, de la que Berlioz escribió un magnífico elogio en estilo técnico; pero yo quiero contentarme aquí verificando su valor por las sugestiones que procura. Leo en el programa distribuido en la época en el Théatre-Italien: “Desde las primeras notas, el alma del piadoso solitario que espera el vaso sagrado se hunde en espacios infinitos. Ve formarse poco a poco una aparición extraña que toma forma, una figura. Esta aparición se concretiza más y el grupo milagroso de ángeles, llevando en medio de ellos la copa sagrada, pasa ante él. El santo cortejo se acerca; el corazón del elegido de Dios se exalta poco a poco; se agranda, se dilata; inefables aspiraciones se despiertan en él; cede a una beatitud creciente, encontrándose siempre cercano de la luminosa aparición, y cuando por fin el Santo Grial mismo aparece en medio del cortejo sagrado, él se abandona en una adoración extática, como si el mundo entero hubiera desaparecido de repente. “Mientras tanto, el Santo Grial prodiga sus bendiciones sobre el santo en oración y lo consagra como su caballero. Luego las llamas ardientes disminuyen progresivamente su brillo; en su santa alegría el grupo de ángeles, sonriendo a la tierra que abandona, alcanza las celestes alturas. Dejó el Santo Grial al cuidado de los hombres puros, en cuyos corazones el divino licor se impregnó, y la augusta tropa desaparece en las profundidades del espacio, de la misma forma como salió de allí.” El lector comprenderá dentro de poco por qué subrayo estos pasajes. Tomo ahora el libro de Liszt, y lo abro en la página en donde la imaginación del ilustre pianista (que es un artista y un filósofo) traduce a su manera el mismo fragmento: “Esta introducción contiene y revela el elemento místico, siempre presente y siempre escondido en la obra... Para enseñarnos la inenarrable potencia de este secreto, Wagner nos muestra primero la belleza inefable del santuario, habitado por un Dios que venga a los oprimidos y solamente pide amor y fe a los fieles. Nos inicia al Santo Grial; hace resplandecer ante nuestros ojos el templo de madera incorruptible, de paredes odorantes, de puertas de oro, con vigas de asbesto, con columnas de ópalo, con muros de cimofana, a cuyos espléndidos pórticos solo pueden acercarse aquellos que tienen el corazón elevado y las manos puras. Él no nos lo hace entrever en su imponente y real estructura, sino que, como cuidando nuestros débiles sentidos, nos lo muestra primero reflejado en alguna onda azulada, o reproducido en alguna nube irisada. “Al principio es una larga capa durmiente de melodía, un éter vaporoso que se extiende, para que el cuadro sagrado se dibuje allí ante nuestros ojos profanos. Efecto confiado exclusivamente a los violines, divididos en ocho pupitres diferentes, que, luego de varias medidas de sonidos armónicos, continúan con las más altas notas de sus registros. El motivo es enseguida retomado por los instrumentos de viento más dulces; los cornos y los bajos, al unírseles, preparan la entrada de las trompetas y los trombones, que repiten la melodía por cuarta vez, con un estallido deslumbrante de colorido, como si en este instante único el edificio santo hubiera brillado ante nuestras miradas enceguecidas, en toda su magnificencia luminosa y radiante. Pero el vivo destello, conducido por grados a esta intensidad de resplandecimiento solar, se extiende con rapidez como un resplandor celeste. El vapor transparente de las nubes se cierra, la visión desaparece poco a poco en el mismo incienso matizado en medio del cual había aparecido, y el fragmento se termina con las primeras seis medidas, todavía más etéreas. Su carácter de misticismo ideal se hace sobre todo sensible por el pianísimo siempre conservado por la orquesta, y que interrumpe apenas el corto movimiento en que los cobres hacen resplandecer las maravillosas líneas del único motivo de esta introducción. Esta es la imagen que, en la audición de este sublime adagio, se presenta primero a nuestros sentidos conmovidos.” ¿Me está permitido a mí mismo contar, traducir con palabras la traducción inevitable que mi imaginación hizo del mismo fragmento, cuando lo escuché por primera vez, con los ojos cerrados, y que me sentí, por así decirlo, elevado de la tierra? Yo no me atrevería desde luego a hablar con complacencia de mis ensoñaciones, si no fuera útil juntarlas aquí a las ensoñaciones precedentes. El lector sabe qué objetivo buscamos: demostrar que la verdadera música sugiere ideas análogas en cerebros diferentes. Además, no sería ridículo razonar aquí a priori, sin análisis y sin comparaciones, ya que lo que sería verdaderamente sorprendente es que el sonido no pudiera sugerir el color, que los colores no pudieran dar la idea de una melodía, y que el sonido y el color fueran impropios a traducir las ideas; las cosas siempre se han expresado por una analogía recíproca, desde el día en que Dios profirió el mundo como una compleja e indivisible totalidad. La nature est un temple ou des vivants piliers Laissent parfois sortir de confuses paroles; L’homme y passe a travers de forets de symboles Qui l’observent avec de regards familiers.
Comme des longs échos qui de loin se confondent, Dans une ténébreuse et profonde unité, Vaste comme la nuit et comme la clarté, Les parfums, les couleurs et les sons se répondent[3]. Continúo. Me acuerdo que, desde las primeras notas, sentí una de esas impresiones felices que casi todos los hombres con imaginación han conocido, por medio de los sueños, al dormir. Me sentí liberado de las ataduras de la gravedad, y reconocí, por medio del recuerdo, el extraordinario deleite que circula en los altos lugares (advirtamos de paso que yo no conocía el programa citado antes). Luego me imaginé involuntariamente el estado delicioso de un hombre presa de una gran ensoñación en una soledad absoluta, pero una soledad con un inmenso horizonte y una amplia luz difusa: la inmensidad sin ninguna otra decoración más que ella misma. Pronto percibí la sensación de una claridad más viva, de una intensidad de luz creciendo con tal rapidez que los matices que proporciona el diccionario no alcanzarían a expresar este aumento siempre renaciente de ardor y de blancura. Entonces concebí plenamente la idea de un alma moviéndose en un espacio luminoso, de un éxtasis hecho de deleite y de conocimiento, flotando encima y bien lejos del mundo natural. Ustedes podrían notar fácilmente las diferencias entre estas tres traducciones. Wagner indica un grupo de ángeles que lleva un vaso sagrado; Liszt ve un monumento milagrosamente bello, que se refleja en un espejismo vaporoso. Mi ensoñación está mucho menos ilustrada de objetos materiales: es más vaga y más abstracta. Pero lo importante aquí es dedicarse a los parecidos. Poco numerosos, serían todavía una prueba suficiente; pero, felizmente, son numerosos y sorprendentes hasta en lo superfluo. En las tres traducciones encontramos la sensación de la beatitud espiritual y física, del aislamiento, de la contemplación de algo infinitamente grande e infinitamente bello, de una luz intensa que alegra los ojos y el alma hasta el desfallecimiento, y finalmente la sensación del espacio extendido hasta los últimos límites concebibles. Ningún músico se destaca como Wagner pintando el espacio y la profundidad, materiales y espirituales. Es una observación que muchos espíritus, y de los mejores, no pudieron evitar hacer en varias ocasiones. Él posee el arte de traducir, por medio de gradaciones sutiles, todo lo que hay de excesivo, de inmenso, de ambicioso en el hombre espiritual y natural. Al escuchar esta música ardiente y despótica, parece a veces que, sobre el fondo de las tinieblas destrozado por la ensoñación, aparecieran pintadas las vertiginosas concepciones del opio. A partir de este momento, es decir del primer concierto, fui poseído por el deseo de profundizar en la comprensión de estas obras singulares. Yo había experimentado (al menos me parecía así) una operación espiritual, una revelación. Mi voluptuosidad había sido tan fuerte y tan terrible, que no podía evitar querer regresar allí una y otra vez. En lo que yo había sentido, había sin duda mucho de lo que Weber y Beethoven ya me habían hecho conocer, pero también algo nuevo que era incapaz de definir, y esta impotencia me causaba cólera y curiosidad, mezcladas con una extraña delicia. Durante varios días, durante mucho tiempo, me pregunto: “¿Dónde podré escuchar esta noche música de Wagner?” Aquellos de mis amigos que poseían un piano fueron más de una vez mis mártires. Pronto, como sucede con toda novedad, fragmentos sinfónicos de Wagner resonaron en los casinos abiertos todas las noches a la muchedumbre ávida de voluptuosidades triviales. La majestad fulgurante de esta música caía allí como el trueno en un mal lugar. El rumor se extendió rápido, y vimos con frecuencia el espectáculo cómico de hombres graves y delicados sufriendo el contacto de la turba malsana, para disfrutar, a la espera de algo mejor, la marcha solemne de los Invitados al Wartburg o las majestuosas bodas de Lohengrin. Sin embargo, repeticiones frecuentes de las mismas frases melódicas, en fragmentos sacados de una misma ópera, implicaban intenciones misteriosas y un método que me eran desconocidos. Resolví averiguar el porqué, y transformar mi voluptuosidad en conocimiento antes de que una representación escénica me proporcionara una elucidación perfecta. Interrogué a los amigos y a los enemigos. Mastiqué el indigesto y abominable panfleto de Fétis. Leí el libro de Liszt, y por último me procuré, a falta de Arte y revolución y La obra de arte del futuro, obras no traducidas, aquel texto intitulado: Ópera y drama, traducido del inglés. -II- Las burlas francesas estaban en pleno auge, y el periodismo vulgar operaba sin tregua sus niñerías profesionales. Como Wagner nunca había dejado de repetir que la música (dramática) debía hablar al sentimiento, adaptarse al sentimiento, con la misma exactitud que la palabra pero evidentemente de otra manera, es decir, que debía expresar la parte indefinida del sentimiento que la palabra, demasiado positiva, no puede proporcionar (con lo que no decía nada que no fuera aceptado por todos los espíritus sensatos), mucha gente, persuadida por los chistosos del folletín, se imaginó que el maestro atribuía a la música el poder de expresar la forma positiva de las cosas, es decir, que él estaba invirtiendo los papeles y las funciones. Sería tan inútil como aburrido nombrar todas las burlas fundadas sobre esta falsedad, que provenían, a veces, de la maldad, a veces, de la ignorancia, y que tenían como resultado extraviar de antemano la opinión del público. Pero en París, más que en otra parte, es imposible parar una pluma que se cree divertida. La curiosidad general, al ser atraída hacia Wagner, engendró artículos y folletos que nos iniciaron a su vida, a sus largos esfuerzos y a todos sus tormentos. De entre esos documentos, bastante conocidos hoy en día, solo quiero extraer aquellos que me parecen más adecuados para esclarecer y definir la naturaleza y el carácter del maestro. Aquel que escribió que el hombre que no fue, desde su cuna, dotado por un hada con el espíritu de descontento de todo lo que existe, no llegará jamás al descubrimiento de lo nuevo, debía indudablemente encontrar en los conflictos de la vida más dolores que ningún otro. Es de esta facilidad para sufrir, común a todos los artistas y más grande mientras su instinto de lo justo y de lo bello sea más marcado, que saco la explicación de las opiniones revolucionarias de Wagner. Amargado por tantos inconvenientes, decepcionado de tantos sueños, tuvo, en cierto momento, como consecuencia de un error excusable en un espíritu sensible y nervioso en demasía, que establecer una complicidad ideal entre la mala música y los malos gobiernos. Poseído por el deseo supremo de ver el ideal en el arte dominar definitivamente la rutina, pudo (es una ilusión esencialmente humana) esperar que revoluciones en el orden político favorecieran la causa de la revolución en el arte. El éxito del mismo Wagner contradijo sus previsiones y sus esperanzas, pues se necesitó en Francia la orden de un déspota para hacer ejecutar la obra de un revolucionario. Así, ya hemos visto en París la evolución romántica propiciada por la monarquía, mientras que los liberales y los republicanos permanecían testarudamente atados a las rutinas de la llamada literatura clásica. Yo veo, por las notas que él mismo produjo sobre su juventud, que siendo aún niño vivía en medio del teatro, frecuentaba las bambalinas y componía comedias. La música de Weber y, más tarde, la de Beethoven, actuaban sobre su espíritu con una fuerza irresistible, y pronto, al acumularse los años y los estudios, le fue imposible no pensar de una manera doble, poéticamente y musicalmente, no entrever toda idea bajo dos formas simultáneas: uno de los dos artes comenzaba su función allí donde se detenían los límites del otro. El instinto dramático, que ocupaba un lugar tan grande en sus facultades, debía empujarlo a rebelarse contra todas las frivolidades, las banalidades y los despropósitos de las obras hechas para la música. Así, la Providencia, que preside a las revoluciones del arte, maduraba en un joven cerebro alemán el problema que había agitado tanto al siglo XVIII. Cualquiera que haya leído con atención la Carta sobre la música, que sirve de prefacio a Cuatro poemas de óperas traducidas en prosa francesa, no puede conservar al respecto ninguna duda. Los nombres de Gluck y de Méhul son citados con frecuencia con una simpatía apasionada. Así no le guste a Fétis, quien desea absolutamente establecer por la eternidad el predominio de la música en el drama lírico, la opinión de espíritus como los de Gluck, Diderot, Voltaire y Goethe no es para despreciar. Si estos dos últimos han desmentido más tarde sus teorías de predilección, solo fue en ellos un acto de desaliento y de desespero. Al hojear la Carta sobre la música, yo sentía revivir en mi espíritu, como si fuera un fenómeno de eco mnemónico, diferentes pasajes de Diderot que afirmaban que la verdadera música dramática no puede ser otra cosa que el grito o el suspiro de la pasión notado y ritmado. Los mismos problemas científicos, poéticos, artísticos, se reproducían sin cesar a través de los tiempos, y Wagner no se toma por el inventor, sino simplemente por el confirmador de una antigua idea que será sin duda, más de una vez todavía, alternativamente vencida y vencedora. Todas estas cuestiones son en realidad extremadamente simples, y no es poco sorprendente ver rebelarse contra las teorías de la música del futuro (para servirme de una locución tan inexacta como acreditada) aquellos mismos que hemos escuchado tan frecuentemente quejarse de las torturas infligidas a todo espíritu razonable por la rutina del libreto ordinario de ópera. En esta misma Carta sobre la música, donde el autor proporciona un análisis muy breve y muy límpido de sus tres antiguas obras, Arte y revolución, La obra de arte del futuro y Ópera y drama, encontramos una preocupación muy viva sobre el teatro griego, completamente natural, inclusive inevitable en un dramaturgo músico que debía buscar en el pasado la legitimización de su aversión del presente y consejos provechosos para el establecimiento de las nuevas condiciones del drama lírico. En su carta a Berlioz, ya decía hace más de un año: “Yo me preguntaba cuáles debían ser las condiciones del arte para que pueda inspirar al público un inviolable respeto, y, para no aventurarme demasiado en el examen de esta cuestión, hice buscar mi punto de partida en la Grecia antigua. Allí encontré, primero que todo, la obra artística por excelencia, el drama, en el cual la idea, tan profunda como sea, puede manifestarse con la mayor claridad y de la forma más universalmente inteligible. Nos extrañamos con razón hoy en día de que treinta mil griegos hayan podido seguir con un interés sostenido la representación de las tragedias de Esquilo; pero si buscamos el medio por el cual se obtenían semejantes resultados, encontramos que es por la alianza de todas las artes contribuyendo juntas al mismo objetivo, es decir, a la producción de la obra artística, la más perfecta y la única verdadera. Esto me condujo a estudiar las relaciones de diversas ramas del arte entre ellas, y, después de haber comprendido la relación que existe entre la plástica y la mímica, examiné la que se encuentra entre la música y la poesía: de este examen surgieron de repente claridades que disiparon completamente la oscuridad que hasta entonces me había inquietado. “Reconocí en efecto que precisamente allí donde una de estas artes alcanzaba límites infranqueables, enseguida comenzaba, con la exactitud más rigurosa, la esfera de acción de la otra; que, consecuentemente, por la unión íntima de estas dos artes, se expresaría con la más satisfactoria claridad lo que no podía expresar cada una de ellas separadamente; que, al contrario, toda tentativa para expresar con los medios de una de ellas lo que no podría ser expresado sino con los dos juntos, debía fatalmente conducir a la oscuridad, primero a la confusión y luego a la degeneración y a la corrupción de cada arte en particular.” Y en el prefacio de su último libro, retoma en estos términos el mismo tema: “Yo había encontrado en algunas raras creaciones de artistas una base real donde asentar mi ideal dramático y musical; ahora la historia me ofrecía a su turno el modelo y el tipo de las relaciones ideales del teatro y de la vida pública tal como yo las concebía. Encontré este modelo en el teatro de la antigua Atenas: allí el teatro no abría sus puertas sino a ciertas solemnidades donde se realizaba una fiesta religiosa que acompañaban los gozos del arte. Los hombres más distinguidos del Estado tomaban una parte directa en estas solemnidades como poetas o directores; aparecían como sacerdotes ante los ojos de las gentes reunidas de la ciudad y del país, y estas gentes estaban tan llenas de una expectativa tan alta de la sublimidad de las obras que iban a ser representadas ante ellas, que los poemas más profundos, los de un Esquilo y de un Sófocles, podían ser propuestos al pueblo y asegurados de ser perfectamente escuchados.” Este gusto absoluto, despótico, por un ideal dramático, donde todo, desde una declamación anotada y subrayada por la música con tanto cuidado que es imposible al cantante apartarse de ella en una sílaba, verdadero arabesco de sonidos dibujado por la pasión, hasta los cuidados más minuciosos, relacionados con los decorados y la puesta en escena, donde todos los detalles, digo, deben sin cesar converger en una totalidad de efecto, ha hecho el destino de Wagner. En él era como una postulación perpetua. Desde el día en que se liberó de las viejas rutinas del libreto y corajudamente renegó de su Rienzi, ópera de juventud que había sido honorada de un gran éxito, ha caminado, sin desviarse un ápice, hacia este ideal imperioso. Es entonces sin sorpresa que encontré en sus obras que están traducidas, particularmente en Tannhäuser, Lohengrin y El buque fantasma, un método de construcción excelente, un espíritu de orden y de división que recuerda la arquitectura de las tragedias antiguas. Pero los fenómenos y las ideas que se producen periódicamente a través de los tiempos extraen siempre a cada resurrección el carácter complementario de la variante y de la circunstancia. La radiosa Venus antigua, la Afrodita nacida de la blanca espuma, no atravesó impunemente las pavorosas penumbras de la Edad Media. Ya no vive en el Olimpo ni en las orillas de un archipiélago perfumado. Se retiró al fondo de una caverna, magnífica, es verdad, pero iluminada por fuegos que no son los del bondadoso Febo. Al descender bajo tierra, Venus se acercó al infierno, y va sin duda, en ciertas solemnidades abominables, a rendir homenaje regularmente al Archidemonio, príncipe de la carne y señor del pecado. Del mismo modo, los poemas de Wagner, aunque revelen un gusto sincero y una perfecta inteligencia de la belleza clásica, participan también, en una gran parte, del espíritu romántico. Si hacen soñar con la majestad de Sófocles y de Esquilo, obligan al mismo tiempo al espíritu a acordarse de los Misterios de la época más plásticamente católica. Se parecen a esas grandes visiones que la Edad Media extendía sobre los muros de sus iglesias o tejía en sus magníficos tapices. Tienen un aspecto general decididamente legendario. Tannhäuser, leyenda; Lohengrin, leyenda; leyenda, El buque fantasma. Y no es solamente una propensión natural de todo espíritu poético que condujo a Wagner hacia esta aparente especialidad; es una elección formal extraída del estudio de las condiciones más favorables del drama lírico. Él mismo se dedicó a elucidar la cuestión en sus libros. Todos los temas, en efecto, no son igualmente convenientes para proporcionar un vasto drama dotado de un carácter de universalidad. Habría evidentemente un gran peligro al traducir en fresco el delicioso y más perfecto cuadro de género. Es sobre todo en el corazón universal del hombre y en la historia de este corazón que el poeta dramático encontrará los cuadros universalmente inteligibles. Para construir en plena libertad el drama ideal, será prudente eliminar todas las dificultades que podrían nacer de detalles técnicos, políticos o inclusive demasiado positivamente históricos. Cedo la palabra al maestro mismo: “El único cuadro de la vida humana que se pueda llamar poético es aquel donde los motivos que tienen sentido solamente por medio de la inteligencia abstracta dan lugar a móviles puramente humanos que gobiernan el corazón. Esta tendencia (relacionada con la invención del sujeto poético) es la ley soberana que preside a la forma y a la representación poética. El arreglo rítmico y el adorno (casi musical) de la rima son para el poeta medios para asegurar al verso, a la frase, un poder que cautiva como por un encanto y gobierna a su parecer el sentimiento. Esencial al poeta, esta tendencia lo conduce hasta el límite de su arte, límite que toca inmediatamente la música, y, por consiguiente, la obra más completa del poeta debería ser aquella que, en su última realización, sería una música perfecta. “A partir de ahí, yo me veía necesariamente conducido a designar al mito como materia ideal del poeta. El mito es el poema primitivo y anónimo del pueblo, y lo encontramos reproducido en todas las épocas, remodelado constantemente de nuevo por los grandes poetas de periodos cultivados. En el mito, en efecto, las relaciones humanas exponen casi completamente su forma convencional e inteligible solamente a la razón abstracta; muestran lo que la vida tiene de verdaderamente humano, eternamente comprensible, y lo muestran bajo esta forma concreta, exclusiva de toda imitación, la cual da a todos los verdaderos mitos su carácter individual que se reconoce al primer vistazo.” Y en otro lugar, retomando el mismo tema, dice: “Abandoné de una vez por todas el terreno de la historia y me establecí en el de la leyenda. Todo el detalle necesario para describir y representar el hecho histórico y sus accidentes, todo el detalle que exige, para ser perfectamente comprendida, una época especial y remota de la historia, y que los autores contemporáneos de dramas y de novelas históricas deducen, por esta razón, de una forma tan detallada, yo podía dejarlo de lado. La leyenda, pertenezca a cualquier época o a cualquier nación, tiene la ventaja de comprender exclusivamente lo que esta época y esta nación tienen de puramente humano, y de presentarlo bajo una forma original destacada, y por lo tanto inteligible desde el primer vistazo. Una balada, un estribillo popular, bastan para representar en un instante este carácter bajo los rasgos más completos y más sorprendentes. El carácter de la escena y el tono de la leyenda contribuyen conjuntamente a arrojar al espíritu en este estado de sueño que lo conduce pronto hasta la completa clarividencia, y el espíritu descubre entonces un nuevo encadenamiento de los fenómenos del mundo, que sus ojos no podían percibir en el estado de vigilia ordinaria.” ¿Cómo Wagner no iba a comprender admirablemente el carácter sagrado, divino del mito, él que es a la vez poeta y crítico? Yo he escuchado a muchas personas sacar de la extensión misma de sus facultades y de su alta inteligencia crítica una razón de desconfianza relacionada con su genio musical, y creo que la ocasión es aquí propicia para refutar un error muy común, cuya principal raíz es quizás el más feo de los sentimientos humanos, la envidia. “Un hombre que reflexiona tanto sobre su arte no puede producir naturalmente bellas obras” dicen algunos que despojan así al genio de su racionalidad, y le asignan una función puramente instintiva y, por decirlo así, vegetal. Otros quieren considerar a Wagner como un teórico que no ha producido óperas sino para verificar a posteriori el valor de sus propias teorías. No solamente esto es completamente falso, porque el maestro comenzó muy joven, como se sabe, produciendo ensayos poéticos y musicales de naturaleza variada, y que él solo llegó progresivamente a hacerse un ideal de drama lírico, sino que es algo completamente imposible. Sería un hecho completamente nuevo en la historia de las artes un crítico que se haga poeta, una inversión de todas las leyes físicas, una monstruosidad; al contrario, todos los grandes poetas se convierten naturalmente, fatalmente, en críticos. Me compadezco de los poetas a quienes guía solo el instinto; los considero incompletos. En la vida espiritual de los primeros, infaltablemente se da una crisis en la cual quieren reflexionar sobre su arte, descubrir las leyes oscuras en virtud de las cuales ellos produjeron, y sacar de este estudio una serie de preceptos cuyo objetivo divino es la infalibilidad en la producción poética. Sería prodigioso que un crítico se convierta en poeta, y es imposible que un poeta no contenga un crítico. El lector no se sorprenderá entonces porque yo considere al poeta como el mejor de todos los críticos. Las personas que reprochan al músico Wagner haber escrito libros sobre la filosofía de su arte y que de allí sacan la sospecha de que su música no es un producto natural, espontáneo, deberían negar igualmente que Vinci, Hogarth, Reynolds, hayan podido hacer buenas pinturas, simplemente porque ellos dedujeron y analizaron los principios de su arte. ¿Quién habla mejor de la pintura que nuestro gran Delacroix? Diderot, Goethe, Shakespeare: al igual productores que admirables críticos. La poesía existió, se afirmó primero, y engendró el estudio de las reglas. Así es la historia indiscutible del trabajo humano. Ahora bien, como cada uno es el diminutivo de todo el mundo, como la historia de un cerebro individual representa en pequeña escala la historia del cerebro universal, sería justo y natural suponer (a falta de pruebas que existen) que la elaboración de los pensamientos de Wagner fue análoga al trabajo de la humanidad. -III- Tannhäuser representa la lucha de los dos principios que han escogido el corazón humano como principal campo de batalla: de la carne contra el espíritu, del infierno contra el cielo, de Satán contra Dios. Y esta dualidad está representada de inmediato, por la obertura, con una incomparable habilidad. ¿Qué no se ha escrito ya sobre este fragmento? Sin embargo, es presumible que proporcionará todavía materia a muchas tesis y comentarios elocuentes; pues es propio de las obras verdaderamente artísticas ser fuente inagotable de sugestiones. La obertura, digo, resume el pensamiento del drama por medio de dos cantos, el canto religioso y el canto voluptuoso, que, para servirme de la expresión de Liszt, “son puestos aquí como dos términos, y que, en el final, encuentran su ecuación.” El canto de los peregrinos aparece primero, con la autoridad de la ley suprema, como marcando enseguida el verdadero sentido de la vida, el objetivo del peregrinaje universal, es decir, Dios. Pero como el sentido íntimo de Dios es pronto ahogado en toda conciencia por las concupiscencias de la carne, el canto representativo de la santidad es poco a poco invadido por los suspiros de la voluptuosidad. La verdadera, la terrible, la universal Venus se levanta ya en todas las imaginaciones. Y que todo aquel que no ha escuchado todavía la maravillosa obertura de Tannhäuser no se imagine aquí un canto de enamorados vulgares, tratando de matar el tiempo bajo las enramadas o los acentos de una pandilla ebria lanzando a Dios su desafío en la lengua de Horacio. Se trata de otra cosa, a la vez más verdadera y más siniestra. Abandonos, delicias mezcladas con fiebre y cortadas de angustias, regresos incesantes hacia una voluptuosidad que promete calmar, pero no calma jamás la sed; pálpitos furiosos del corazón y de los sentidos, órdenes imperiosas de la carne, todo el diccionario de onomatopeyas del amor se hace escuchar aquí. Finalmente el tema religioso retoma poco a poco su dominio, lentamente, por gradaciones, y absorbe al otro en una victoria calmada, gloriosa, como la del ser irresistible sobre el ser enfermizo y desordenado, San Miguel sobre Lucifer. Al comienzo de este estudio noté la fuerza con la que Wagner, en la obertura de Lohengrin, había expresado los ardores del misticismo, los apetitos del espíritu hacia el Dios incomunicable. En la obertura de Tannhäuser, en la lucha de los dos principios contrarios, no se mostró menos sutil ni menos fuerte. ¿De dónde sacó el maestro este canto furioso de la carne, este conocimiento absoluto de la parte diabólica del hombre? Desde las primeras notas, los nervios vibran al unísono con la melodía; toda carne que lo recuerda se pone a temblar. Todo cerebro bien conformado lleva en él dos infinitos, el cielo y el infierno, y en toda imagen de uno de estos infinitos reconoce súbitamente la mitad de él mismo. A las titilaciones satánicas de un vago amor siguen pronto impulsos, deslumbramientos, gritos de victoria, gemidos de gratitud, y luego gritos de bestialidad, reproches de víctimas y hosannas impíos de sacrificadores, como si la barbarie debiera siempre tomar su lugar en el drama del amor, y el goce carnal conducir, por una lógica satánica ineluctable, a las delicias del crimen. Cuando el tema religioso, invadiendo a través del mal desatado, viene poco a poco a restablecer el orden y a retomar el ascendiente, cuando se levanta de nuevo, con toda su sólida belleza, por encima del caos de voluptuosidades agonizantes, toda el alma siente como una frescura, una beatitud de redención: sentimiento inefable que se reproducirá al comienzo del segundo cuadro, cuando Tannhäuser, desertor de la gruta de Venus, se encontrará en la verdadera vida, entre el sonido religioso de las campanas natales, la canción ingenua del pastor, el himno de los peregrinos y la cruz clavada en el camino, emblema de todas estas cruces que hay que arrastrar en todos los caminos. En este último caso, hay una fuerza de contraste que actúa irresistiblemente sobre el espíritu y que hace pensar en la forma amplia y serena de Shakespeare. Hace poco estábamos en las profundidades de la tierra (Venus, como lo hemos dicho, vive cerca del infierno), respirando una atmósfera perfumada, pero asfixiante, iluminada por una luz rosada que no venía del sol; nos parecíamos al mismo caballero Tannhäuser, que, saturado de delicias fastidiosas, ¡aspira al dolor! Grito sublime que todos los críticos declarados admirarían en Corneille, pero que ninguno querrá quizá ver en Wagner. Finalmente nos reubicamos en la tierra; respiramos el aire fresco, aceptamos los gozos con gratitud, los dolores con humildad. La pobre humanidad es devuelta a su patria. Hace poco, tratando de describir la parte voluptuosa de la obertura, pedí al lector que desviara su pensamiento de los himnos vulgares del amor, tal como los puede concebir un galán de buen humor; en efecto, aquí no hay nada trivial; es más bien el desbordamiento de una naturaleza enérgica, que derrama en el mal todas las fuerzas debidas a la cultura del bien; es el amor desenfrenado, inmenso, caótico, llevado hasta la altura de una contra religión, de una religión satánica. Así, el compositor, en la traducción musical, escapó a esta vulgaridad que acompaña con demasiada frecuencia la pintura del sentimiento más popular —iba a decir populachero—, y para esto le bastó con pintar el exceso en el deseo y en la energía, la ambición indomable, inmoderada, de un alma sensible que se equivocó de vía. Asimismo, en la representación plástica de la idea, él se apartó felizmente de la fastidiosa multitud de víctimas, de las Elviras innombrables. La idea pura, encarnada en la única Venus, habla más alto y con mucha más elocuencia. Aquí no vemos un libertino ordinario, dando vueltas de bella en bella, sino al hombre colectivo, universal, viviendo morganáticamente con el Ideal absoluto, con la reina de todas las diablesas, de todas las faunesas y de todas las satiresas, relegadas bajo tierra desde la muerte del gran Pan, es decir, con la indestructible e irresistible Venus. Una mano mejor ejercitada que la mía en el análisis de obras líricas presentará, aquí mismo, al lector, un informe técnico y completo de este extraño y desconocido Tannhäuser[4] debo entonces limitarme a observaciones generales que, por rápidas que sean, no son menos útiles. De hecho, ¿no es más cómodo, para ciertos espíritus, juzgar la belleza de un paisaje ubicándose sobre un lugar alto, que recorriendo sucesivamente todos los senderos que lo surcan? Solo quiero observar, para mayor gloria de Wagner, que, a pesar de la justa importancia que él otorga al poema dramático, la obertura de Tannhäuser, como la de Lohengrin, es perfectamente inteligible, incluso para aquel que no conoce el libreto; además, esta obertura contiene no solamente la idea madre, la dualidad psíquica constitutiva del drama, sino también las fórmulas principales, claramente acentuadas, destinadas a pintar los sentimientos generales expresados en el resto de la obra, como lo muestran los regresos forzados de la melodía diabólicamente voluptuosa y del motivo religioso o Canto de los peregrinos, cada vez que la acción lo exige. En cuanto a la gran marcha del segundo acto, desde hace tiempo conquistó el voto de los espíritus más rebeldes, y se le puede aplicar el mismo elogio de las dos oberturas mencionadas, a saber, poder expresar de la forma más visible, más colorida, más representativa, lo que ella quiere expresar. ¿Quién pues, al escuchar estos sonidos tan ricos y orgullosos, este ritmo pomposo, elegantemente acompasado, estas fanfarrias reales, podría imaginarse otra cosa que una pompa feudal, un desfile de hombres heroicos, en vestidos brillantes, todos de alta estatura, todos con una gran voluntad y una fe ingenua, tan magníficos en sus placeres como terribles en sus guerras? ¿Qué diremos del relato de Tannhäuser, de su viaje a Roma, donde la belleza literaria es tan admirablemente completada y sostenida por la melopea, que los dos elementos no hacen más que un inseparable todo? Se temía la duración de esta parte, y, sin embargo, el relato contiene, como se ha visto, una fuerza dramática invisible. La tristeza, el abatimiento del pecador durante su rudo viaje, su alegría al ver al supremo pontífice que desata los pecados, su desespero cuando este le muestra el carácter irreparable de su crimen, y finalmente el sentimiento, casi inefable, de lo terrible, de la alegría en la condenación; todo está dicho, expresado, traducido, por la palabra y la música, de una manera tan positiva que es casi imposible concebir otra forma de decirlo. Se comprende entonces que semejante desgracia no pueda ser reparada sino por un milagro, y se le perdona al desafortunado caballero por buscar todavía el sendero misterioso que conduce a la gruta, para reencontrar al menos las gracias del infierno al lado de su diabólica esposa. El drama de Lohengrin lleva, como el de Tannhäuser, el carácter sagrado, misterioso y sin embargo universalmente inteligible de la leyenda. Una joven princesa, acusada de un crimen abominable, del asesinato de su hermano, no tiene ningún medio para probar su inocencia. Su causa será juzgada por medio de un juicio de Dios. Ningún caballero presente baja por ella al campo de batalla; pero ella confía en una visión singular: un guerrero desconocido ha venido a visitarla en sueños. Es este caballero quien tomará su defensa. En efecto, en el momento supremo y cuando todos la consideran culpable, una barca se acerca a la orilla, tirada por un cisne uncido a una cadena de oro. Lohengrin, caballero del Santo Grial, protector de los inocentes, defensor de los débiles, ha escuchado la invocación desde el fondo del maravilloso retiro donde está conservada preciosamente esa copa divina, dos veces consagrada por la santa Cena y por la sangre de Nuestro Señor, que José de Arimatea recogió allí toda chorreante de su herida. Lohengrin, hijo de Parsifal, desciende de la barca, vestido con una armadura de plata, el yelmo en la cabeza, el escudo sobre el hombro, un pequeño cuerno de oro al lado, apoyado sobre su espada. “¿Si obtengo por ti la victoria, dice Lohengrin a Elsa, quieres que yo sea tu esposo?... Elsa, si quieres que yo me llame tu esposo., tienes que hacerme una promesa: jamás me interrogarás, jamás buscarás saber ni de qué comarcas vengo, ni cuál es mi nombre ni mi naturaleza.” Y Elsa: “Jamás, señor, tú escucharás de mí esta pregunta.” Y, como Lohengrin repite solemnemente la fórmula de la promesa, Elsa responde: “¡Mi escudo, mi ángel, mi salvador! Tú, que crees firmemente en mi inocencia, ¿podría haber una duda más criminal que no tener fe en ti? Así como me defiendes en mi miseria, de la misma forma yo respetaré fielmente la ley que tú me impones.” Y Lohengrin, estrechándola entre sus brazos, exclama: “¡Elsa, te amo!” Hay aquí una belleza de diálogo como sucede con frecuencia en los dramas de Wagner, toda impregnada de magia primitiva, toda engrandecida por el sentimiento ideal, y cuya solemnidad no disminuye en nada la gracia natural. La inocencia de Elsa es proclamada por la victoria de Lohengrin; la hechicera Ortrud y Friedrich, dos malvados interesados en la condenación de Elsa, logran excitar en ella la curiosidad femenina, marchitan su alegría por medio de la duda y la atormentan hasta que ella viola su juramento y exige a su esposo la verdad sobre su origen. La duda mató a la fe, y la fe desaparecida se lleva con ella la felicidad. Lohengrin castiga con la muerte a Friedrich por una emboscada que este le tendió, y ante el rey, los guerreros y el pueblo reunido, declara finalmente su verdadero origen: “Todo aquel que es elegido para servir al Grial es inmediatamente envestido con un poder sobrenatural; incluso aquel que es enviado por él a una tierra lejana, encargado de la misión de defender el derecho de la virtud, no es despojado de la fuerza sagrada con tal de que permanezca desconocida su calidad de caballero del Grial; pero así es la naturaleza de esta virtud del Santo Grial, que, develada, de inmediato rehúye las miradas profanas; es por esto que no se debe concebir ninguna duda sobre su caballero: si él es reconocido, debe irse inmediatamente. ¡Escuchen ahora cómo él recompensa la pregunta prohibida! Yo fui enviado por el Grial; mi padre, Parsifal, lleva su corona; yo, su caballero, tengo como nombre Lohengrin.” El cisne reaparece en la orilla para llevar de regreso al caballero a su milagrosa patria. La hechicera, en la infatuación de su odio, revela que el cisne no es otro que el hermano de Elsa, aprisionado por ella en un encantamiento. Lohengrin sube a la barca después de haber dirigido al Santo Grial una ferviente oración. Una paloma toma el lugar del cisne, y Gottfried, duque de Brabante, reaparece. El caballero es conducido de regreso a Montsalvat. Elsa, que dudó; Elsa, que quiso conocer, examinar, controlar; Elsa perdió su felicidad. El ideal desapareció. Sin duda, el lector percibió en esta leyenda una sorprendente analogía con el mito de la antigua Psique, quien fue también víctima de la curiosidad demoníaca, y, al no querer respetar el incógnito de su divino esposo, perdió, penetrando su misterio, toda su felicidad. Elsa escucha a Ortrud, como Eva a la serpiente. La Eva eterna cae en la trampa eterna. ¿Las naciones y las razas se transmiten fábulas, como los hombres se traspasan herencias, patrimonios o secretos científicos? Se estaría tentado a creerlo, pues es sorprendente la analogía moral que marca los mitos y las leyendas presentes en diferentes países. Pero esta explicación es muy simple para seducir durante mucho tiempo a un espíritu filosófico. La alegoría creada por el pueblo no puede ser comparada a las semillas que un cultivador comunica fraternalmente a otro que quiere aclimatarlas en su país. Nada de lo que es eterno y universal necesita ser aclimatado. Esta analogía moral de la que hablaba es como la marca divina de todas las fábulas populares. Será, si se quiere, el signo de un origen único, la prueba de un parentesco irrefutable, pero con la condición de que no se busque este origen sino en el principio absoluto y el origen común de todos los seres. Cierto mito puede ser considerado como hermano de otro, de la misma forma que el negro es llamado hermano del blanco. No niego, en ciertos casos, la fraternidad ni la filiación; creo solamente que en muchos otros el espíritu podría ser inducido al error por el parecido de las superficies o incluso por la analogía moral, y que, para retomar nuestra metáfora vegetal, el mito es un árbol que crece en todas partes, en todo clima, bajo todo sol, espontáneamente y sin esquejes. Las religiones y las poesías de las cuatro partes del mundo nos proporcionan sobre este asunto pruebas abundantes. Como el pecado está en todas partes, la redención está en todas partes; el mito, en todas partes. Nada más cosmopolita que lo Eterno. Que se me perdone esta digresión que se abrió ante mí con una atracción irresistible. Vuelvo al autor de Lohengrin. Se diría que Wagner ama con un amor de predilección las pompas feudales, las reuniones homéricas donde reposa una acumulación de fuerza vital, las muchedumbres entusiasmadas, reserva de electricidad humana, de donde el estilo heroico surge con una impetuosidad natural. La marcha nupcial y el epitalamio de Lohengrin son un digno equivalente de la introducción de los invitados al Wartburg en Tannhäuser, quizá todavía más majestuoso y más vehemente. Sin embargo, el maestro, siempre lleno de gusto y atento a los matices, no representó aquí la turbulencia que en un caso parecido manifestaría la muchedumbre común. Incluso en el apogeo de su más violento tumulto, la música solo exprime un delirio de gente acostumbrada a las reglas de la etiqueta; es una corte que se divierte, y su más viva ebriedad conserva todavía el ritmo de la decencia. La alegría ruidosa de la muchedumbre alterna con el epitalamio, dulce, tierno; el tormento de la alegría pública contrasta varias veces con el himno discreto y tierno que celebra la unión de Elsa y de Lohengrin. Ya me referí a ciertas frases melódicas cuyo asiduo regreso en diferentes partes sacadas de la misma obra había intrigado vivamente mi oído, durante el primer concierto ofrecido por Wagner en el Théátre des Italiens. Hicimos notar que, en Tannhauser, la recurrencia de los dos temas principales, el motivo religioso y el canto de voluptuosidad, servía para despertar la atención del público y ubicarlo en un estado análogo a la situación actual. En Lohengrin, este sistema mnemónico es aplicado mucho más minuciosamente. Cada personaje es, por decirlo de alguna forma, blasonado por la melodía que representa su carácter moral y el papel que está llamado a desempeñar en la fábula. Aquí cedo humildemente la palabra a Liszt, del cual, de paso, recomiendo el libro (Lohengrin y Tannhäuser) a todos los aficionados al arte profundo y refinado, y que sabe, a pesar de esta lengua un poco rara que él afecta, especie de idioma compuesto de extractos de varias lenguas, traducir con un encanto infinito toda la retórica del maestro: “El espectador, preparado y resignado a no buscar ninguno de estos fragmentos separados, que, engranados los unos a los otros sobre el hilo de cualquier intriga, componen la sustancia de nuestras óperas habituales, podrá encontrar un singular interés en seguir durante tres actos la combinación profundamente reflexionada, sorprendentemente hábil y poéticamente inteligente, con la cual Wagner, por medio de varias frases principales, ha apretado un nudo melódico que constituye su drama. Los pliegues que hacen estas frases, al atarse y ligarse alrededor de palabras del poema, son de un efecto conmovedor en extremo. Pero si, después de haber sido sorprendido e impresionado con esto en la representación, uno quiere darse cuenta mejor de lo que ha sido tan intensamente afectado, y estudiar la partitura de esta obra de un género tan nuevo, uno se queda sorprendido por todas las intenciones y matices que ella encierra y que no se podrían asir inmediatamente. ¿Cuáles son los dramas y las epopeyas de grandes poetas que no haya que estudiar para comprender todo su significado? “Wagner, por medio de un proceso que él aplica de una manera completamente imprevista, logra extender la fuerza y las pretensiones de su música. Poco contento del poder que ella ejerce sobre los corazones al revelar allí toda la gama de los sentimientos humanos, le hace posible incitar nuestras ideas, dirigirse a nuestro pensamiento, hacer llamado a nuestra reflexión, y la dota de un sentido moral e intelectual. Él dibuja melódicamente el carácter de sus personajes y de sus pasiones principales, y estas melodías nacen, en el canto o en el acompañamiento, cada vez que las pasiones y los sentimientos que ellas expresan son puestos en juego. Esta persistencia sistemática se une a un arte de distribución que ofrecería, por la fineza de los acercamientos psicológicos, poéticos y filosóficos de los cuales hace prueba, un interés de alta curiosidad también a aquellos para quienes las corcheas y semicorcheas son letra muerta y puros jeroglíficos. Wagner, forzando nuestra meditación y nuestra memoria a un ejercicio tan constante, arranca, por este único medio, la acción de la música del dominio de los vagos enternecimientos y agrega a sus encantos algunos de los placeres del espíritu. Por medio de este método que complica los gozos fáciles procurados por una serie de cantos raramente emparentados entre ellos, él exige una atención singular del público; pero al mismo tiempo prepara las más perfectas emociones a aquellos que saben apreciarlas. Sus melodías son en cierta forma personificaciones de ideas; su regreso anuncia el de los sentimientos que las palabras que se pronuncian no indican explícitamente; es a ellas a quienes Wagner encarga que nos revelen todos los secretos de los corazones. Hay frases, como por ejemplo la primera del segundo acto, que atraviesan la ópera como una serpiente venenosa, enrollándose alrededor de las víctimas y huyendo ante sus santos defensores; hay otras, como la de la introducción, que solo vuelven raramente, con las supremas y divinas revelaciones. Las situaciones o los personajes de cierta importancia son todos expresados musicalmente por una melodía que se convierte en su símbolo constante. Ahora bien, como estas melodías son de una rara belleza, diríamos a aquellos que, en el examen de una partitura, se limitan a juzgar relaciones de corcheas y semicorcheas entre ellas, que aun si la música de esta ópera debía ser privada de su bello texto, sería todavía una producción de primer orden.” En efecto, sin poesía, la música de Wagner sería todavía una obra poética, al estar dotada de todas las calidades que constituyen una poesía bien hecha: explicativa por ella misma, varias cosas están allí tan bien unidas, articuladas, recíprocamente adaptadas, y, si se me permite hacer un barbarismo para expresar el superlativo de una cualidad, prudentemente concatenadas. El buque fantasma, o El holandés errante, es la historia tan popular de este Judío errante del océano, para quien sin embargo una condición de redención fue obtenida por un ángel favorecedor: si el capitán, que debe desembarcar cada siete años, encuentra una mujer fiel, será salvado. El desdichado, arrastrado por la tormenta cada vez que quería doblar un cabo peligroso, había gritado una vez: “¡Cruzaré esta barrera infranqueable, así deba luchar toda la eternidad!” Y la eternidad había aceptado el desafío del audaz navegante. Desde entonces, el fatal navío se había mostrado en varias partes, en diferentes playas, arrojándose a la tempestad con el desespero de un guerrero que busca la muerte; pero siempre la tormenta le perdonaba la vida, y los piratas mismos huían ante él haciéndose el signo de la cruz. Las primeras palabras del holandés, luego de que su barco ha atracado, son siniestras y solemnes: “El término ha concluido: ¡han pasado otra vez siete años! El mar me arroja a la tierra con desprecio... ¡Ah! ¡Orgulloso Océano! ¡Dentro de pocos días tendrás que llevarme otra vez!... ¡En ninguna parte una tumba, en ninguna parte la muerte! Así es mi terrible sentencia de condena. Día del Juicio, día supremo, ¿cuándo brillarás en mi noche?...” Al lado del terrible barco una nave noruega tiró el ancla; los dos capitanes se presentan, y el holandés le pide al noruego “darle por algunos días el abrigo de su casa. darle una nueva patria.” Le ofrece riquezas enormes con las que este se enceguece, y al fin le dice bruscamente: “¿Tienes una hija? ¡Que sea mi esposa!... Jamás llegaré a mi patria. ¿De qué me sirve pues amasar riquezas? Déjate convencer, permite esta alianza y toma todos mis tesoros.” — “Tengo una hija, bella, llena de fidelidad, de ternura, de abnegación por mí.” — “Que ella conserve siempre por su padre esta ternura filial, que sea fiel; ella será también fiel a su esposo.” — “Me das joyas, perlas inestimables; pero la joya más preciosa es una mujer fiel.” — “¿Eres tú quien me la das?... ¿Hoy mismo veré a tu hija?” En la habitación del noruego, varias jóvenes hablan sobre el holandés errante, y Senta, poseída por una idea fija, los ojos vueltos hacia un retrato misterioso, canta la balada que reconstruye la condenación del navegante: “¿Han ustedes encontrado en el mar la nave con la vela roja de sangre, con el mástil negro? A bordo, el hombre pálido, el capitán de la nave, aguarda sin descanso. Vuela y huye, sin término, sin descanso, sin reposo. Un día sin embargo el hombre puede encontrar la liberación, si encuentra en la tierra una mujer que le sea fiel hasta la muerte. ¡Rueguen al cielo para que pronto una mujer le sea fiel! — En medio de un viento contrario, en una tempestad furiosa, quiso una vez cruzar un cabo; blasfemó en su audacia loca: “¡No renunciaré en toda la eternidad!” ¡Satán lo escuchó y tomó en serio su palabra! Y ahora su condena es errar a través del mar, ¡sin descanso, sin reposo! Pero para que el desdichado pueda encontrar la liberación sobre la tierra, un ángel de Dios le anuncia de dónde puede venirle la salvación. ¡Ah¡, ¡que puedas encontrarla, pálido navegante! ¡Rueguen al cielo para que pronto una mujer le guarde la palabra jurada! — Cada siete años, él arroja el ancla, y, para buscar una mujer, desciende a la tierra. Cortejó todos los siete años y aún no ha encontrado una mujer fiel. ¡Las velas al viento! ¡Leven el ancla! ¡Falso amor, falsos juramentos! ¡Alerta! ¡Al mar, sin descanso, sin reposo!” Y, de repente, saliendo de un abismo de ensueño, Senta, inspirada, grita: “¡Que yo sea aquella que te liberará por su fidelidad! ¡Pueda el ángel de Dios mostrarme a ti! ¡Es por mí que encontrarás la salvación!” El espíritu de la joven es atraído magnéticamente por la fatalidad: su verdadero prometido es el capitán condenado que solo el amor puede salvar. Finalmente aparece el holandés, presentado por el padre de Senta: se trata del hombre del retrato, la figura legendaria suspendida en el muro. Cuando el holandés, parecido al terrible Melmoth que enternece el destino de su víctima Immalée, quiere apartarla de una abnegación demasiado peligrosa, cuando el condenado lleno de piedad rechaza el instrumento de salvación, cuando, subiendo a toda prisa en su navío, quiere dejarla a la felicidad de la familia y del amor vulgar, esta resiste y se obstina en seguirlo: “¡Te conozco bien! ¡Conozco tu destino! ¡Te conocía cuando te vi por primera vez!” Y él, esperando asustarla: “Interroga a los mares de todas las zonas, interroga al navegante que ha recorrido el océano en todos los sentidos; él conoce esta nave, el horror de los hombres piadosos: ¡me llaman el holandés errante!” Ella responde, persiguiendo con su devoción y sus gritos al navío que se aleja: “¡Gloria a tu ángel liberador! ¡Gloria a su ley! ¡Mira, y observa si te soy fiel hasta la muerte!” Y ella se precipita en el mar. El navío se hunde. Dos formas aéreas se elevan por encima de las ondas: son el holandés y Senta, transfigurados. Amar al desdichado por su desdicha es una idea demasiado grande para caer en otra parte sino en un corazón ingenuo, y es ciertamente un pensamiento muy bello haber suspendido la salvación de un maldito a la imaginación apasionada de una joven. Todo el drama está tratado con seguridad, de forma directa; cada situación, abordada francamente; y el tipo de Senta lleva en él una grandeza sobrenatural y novelesca que encanta y da miedo. La simplicidad extrema del poema aumenta la intensidad del efecto. Cada cosa está en su lugar, todo está bien ordenado y con justa dimensión. La obertura, que escuchamos en el concierto del Théatre des Italiens, es lúgubre y profunda como el océano, el viento y las tinieblas. Estoy obligado a estrechar los límites de este estudio, y creo que he dicho bastante (por lo menos hoy) para hacer entender al lector no avisado las tendencias y la forma dramática de Wagner. Además de Rienzi, El Holandés errante, Tannhäuser y Lohengrin, él compuso Tristán e Isolda, y cuatro otras óperas que forman una tetralogía, cuyo tema es sacado de los nibelungos, sin contar sus numerosas obras críticas. Estos son los trabajos de este hombre cuya persona y las ambiciones ideales han alimentado tanto tiempo la necedad parisina, y que esta, con sus bromas fáciles, lo ha convertido en su presa cotidiana durante más de un año. -IV- Siempre se puede hacer abstracción momentáneamente de la parte sistemática que todo gran artista voluntario introduce fatalmente en sus obras; queda, en este caso, verificar por qué cualidad propia, personal, él se distingue de los otros. Un artista, un hombre verdaderamente digno de este gran nombre, debe poseer alguna cosa esencialmente sui generis, por gracia de la cual él es él y no otro. Desde este punto de vista, los artistas pueden ser comparados a sabores variados, y el repertorio de metáforas humanas no es quizá bastante vasto para proporcionar la definición aproximativa de todos los artistas conocidos y de todos los artistas posibles. Creo que ya hemos señalado dos hombres en Richard Wagner, el hombre del orden y el hombre apasionado. Es del hombre apasionado, del hombre de sentimiento que trato aquí. En el más pequeño de sus fragmentos él inscribe tan ardientemente su personalidad que esta búsqueda de su cualidad principal no será muy difícil de hacer. Desde el principio, una consideración me había impresionado intensamente: esto es que en la parte voluptuosa y orgiástica de la obertura de Tannhäuser el artista había puesto tanta fuerza y desarrollado tanta energía como en la pintura del misticismo que caracteriza la obertura de Lohengrin. La misma ambición en la una que en la otra, la misma escalada titánica, y también los mismos refinamientos y la misma sutileza Lo que me parece pues, ante todo, que marca de una manera inolvidable la música de este maestro es la intensidad nerviosa, la violencia en la pasión y en la voluntad. Esa música expresa con la voz más suave o la más estridente todo lo que hay de más secreto en el corazón del hombre. Una ambición ideal preside, es verdad, a todas sus composiciones; pero si, por la escogencia de sus temas y su método dramático, Wagner se acerca a la Antigüedad, por la energía apasionada de su expresión él es actualmente el representante más verdadero de la naturaleza moderna. Y toda la ciencia, todos los esfuerzos, todas las combinaciones de este rico espíritu no son, en verdad, sino los servidores muy humildes y muy celosos de esta irresistible pasión. De ahí surge, cualquiera que sea el tema que él trate, una solemnidad de acento superlativo. Por medio de esta pasión él agrega a cada cosa un no sé qué de sobrehumano; por medio de esta pasión él comprende todo y hace comprender todo. Todo lo que implican las palabras voluntad, deseo, concentración, intensidad nerviosa, explosión, se siente y se hace adivinar en sus obras. No creo ilusionarme ni engañar a nadie al afirmar que yo veo ahí las principales características del fenómeno que llamamos genio; o, por lo menos, que en el análisis de lo que hemos llamado hasta aquí legítimamente genio se encuentran esas características. En materia de arte, reconozco que no odio la exageración; la moderación no me ha parecido jamás el signo de una naturaleza artística vigorosa. Me gustan estos excesos de salud, estos desbordamientos de voluntad que se inscriben en las obras como la lava encendida en el suelo de un volcán, y que, en la vida ordinaria, marcan con frecuencia la fase, llena de delicias, que sigue a una gran crisis moral o física. En cuanto a la reforma que el maestro quiere introducir en la aplicación de la música al drama, ¿qué sucederá? Sobre esto, es imposible profetizar nada preciso. De forma vaga y general, se puede decir, con el salmista, que, tarde o temprano, todos los que han sido humillados serán enaltecidos, que los que han sido enaltecidos serán humillados, pero nada más de lo que es igualmente aplicable al desarrollo conocido de todos los asuntos humanos. Bien hemos visto cosas declaradas antes absurdas que se convirtieron más tarde en modelos adoptados por la mayoría. Todo el público actual se acuerda de la enérgica resistencia con la que se encontraron, al comienzo, los dramas de Victor Hugo y las pinturas de Eugene Delacroix. Además, ya hemos hecho observar que la disputa que divide ahora al público era una disputa olvidada y de repente revivida, y que el mismo Wagner había encontrado en el pasado los primeros elementos de la base para sentar su ideal. Lo que es cierto es que su doctrina está hecha para reunir a todas las personas inteligentes, cansadas desde hace tiempo de los errores de la ópera, y no es sorprendente que los literatos, en particular, se hayan mostrado benevolentes por un músico que se jacta de ser poeta y dramaturgo. Del mismo modo los escritores del siglo XVIII habían aclamado las obras de Gluck, y no puedo dejar de ver que las personas que más manifiestan repulsión por las obras de Wagner muestran también una antipatía decidida hacia su precursor. Por último, el éxito o el fracaso de Tannhäuser no puede probar nada definitivamente, ni incluso determinar una cantidad cualquiera de ocasiones favorables o desfavorables en el futuro. Tannhäuser, suponiendo que fuera una obra detestable, hubiera podido subir a la cúspide. Suponiéndola perfecta, podría indignar. En los hechos mismos, la cuestión de la renovación de la ópera no está terminada, y la batalla continuará: una vez calmada, recomenzará. Yo escuchaba decir recientemente que si Wagner obtenía un estruendoso éxito por su drama, sería un accidente puramente individual, y que su método no tendría ninguna influencia ulterior sobre los destinos y las transformaciones del drama lírico. Me creo autorizado, por el estudio del pasado, es decir, de lo eterno, a prejuzgar el absoluto contrario, a saber que un fracaso completo no destruye en ninguna forma la posibilidad de nuevas tentativas en el mismo sentido, y que en un futuro muy cercano se podrían ver no solamente autores nuevos, sino incluso hombres antiguamente acreditados aprovechar, en alguna medida, las ideas expuestas por Wagner, y pasar felizmente a través de la brecha abierta por él. ¿En qué historia se ha leído jamás que las grandes causas se perdían en una sola partida? 18 de marzo de 1861 Algunas palabras más “¡La prueba es palpable! ¡La música del futuro está enterrada!”, exclamaron con alegría los abucheadores e intrigantes. “¡La prueba es palpable!”, repiten todos los tontos del folletín. Y todos los desocupados les responden en coro y muy ingenuamente: “¡La prueba es palpable!” En efecto, una prueba se había llevado a cabo, que se renovará todavía miles de veces antes del fin del mundo: que, primero, toda obra grande y seria no puede alojarse en la memoria humana ni ocupar su lugar en la historia sin enérgicas contestaciones; luego, que diez personas testarudas pueden, con la ayuda de chiflidos agudos, desconcertar a los actores, vencer la benevolencia del público, y penetrar incluso con sus protestas discordantes la voz inmensa de una orquesta, así esta voz fuera igual en fuerza a la del océano. Finalmente, un inconveniente de los más interesantes se verificó: un sistema de abono que permite abonarse al año crea una especie de aristocracia, la cual puede, en un momento dado, por un motivo o un interés cualquiera, excluir al vasto público de toda participación en el juicio de una obra. Que se adopte en otros teatros, en la Comédie Française, por ejemplo, este mismo sistema de abono, y veremos pronto, allí también, producirse los mismos peligros y los mismos escándalos. Una sociedad restringida podrá quitar al público inmenso de París el derecho de apreciar una obra cuyo juicio pertenece a todos. Las personas que se creen libradas de Wagner se alegraron demasiado rápido: podemos afirmárselo. Los invito vivamente a celebrar menos por lo alto un triunfo que no es además de los más honorables, e incluso a llenarse de resignación para el futuro. En verdad, no comprenden mucho el juego de báscula de los asuntos humanos, el flujo y el reflujo de las pasiones. Ignoran también la paciencia y la obstinación que la Providencia siempre ha otorgado a aquellos que ella inviste de una función. Hoy la reacción ha comenzado: nació el mismo día en que la maldad, la tontería, la rutina y la envidia juntas trataron de enterrar la obra. La inmensidad de la injusticia engendró mil simpatías, que ahora se muestran por todos lados. A las personas alejadas de París, que fascina e intimida este monstruoso montón de hombres y de piedras, la aventura inesperada del drama de Tannhäuser debe aparecer como un enigma. Sería fácil explicarla por la coincidencia desafortunada de varias causas, de las cuales algunas son extranjeras al arte. Declaremos en seguida la razón principal, dominante: la ópera de Wagner es una obra seria, que exige una atención constante; se puede imaginar todo lo que esta condición implica de ocasiones desfavorables en un país en donde la tragedia antigua tenía éxito sobre todo por las facilidades que ella ofrecía a la distracción. En Italia se beben refrescos y se chismorrea en los intervalos del drama y la moda no exige aplausos; en Francia se juega a las cartas. “Usted es un impertinente que quiere obligarme a prestar a su obra una atención continua”, exclama el abonado recalcitrante, “quiero que me proporcione un placer digestivo en lugar de una ocasión para ejercitar mi inteligencia”. A esta causa principal hay que agregar otras que son hoy conocidas por todo el mundo, por lo menos en París. La orden imperial, que hace tanto honor al príncipe, y por la cual creo que se le puede agradecer sinceramente, sin ser acusado de cortesanía, ha alborotado contra el artista muchos envidiosos y muchos de estos necios que creen siempre mostrar su independencia ladrando al unísono. El decreto, que acababa de otorgar algunas libertades a los periódicos y a la expresión, abría el camino a una turbulencia natural, comprimida durante mucho tiempo, que se lanzó, como un animal loco, sobre el primer transeúnte. Este transeúnte era Tannhäuser, autorizado por el jefe del Estado y protegido abiertamente por la esposa de un embajador extranjero. ¡Qué admirable ocasión! Toda una sala francesa se divirtió durante varias horas con el dolor de esta mujer, y, cosa menos conocida, la misma señora Wagner fue insultada durante una de las representaciones. ¡Triunfo prodigioso! Una puesta en escena más que insuficiente, hecha por un antiguo autor de vodevil (¿se imaginan ustedes Les Burgraves puesto en escena por Clairville?); una ejecución insulsa e incorrecta por parte de la orquesta; un tenor alemán, sobre quien se fundaban las principales esperanzas, y que comienza a cantar mal con una asiduidad deplorable; una Venus dormida, vestida con un montón de trapos blancos, y que no parecía más descender del Olimpo que haber nacido de la imaginación refulgente de un artista de la Edad Media; todos los puestos entregados, para dos representaciones, a una multitud de personas hostiles o, por lo menos, indiferentes a toda aspiración ideal, todas estas cosas deben ser igualmente puestas en consideración. Solamente (y la oportunidad natural se ofrece aquí para agradecerles), la señorita Sax y Morelli hicieron frente a la tormenta. No sería conveniente alabar solamente su talento; también hay que exaltar su valentía. Ellos resistieron a la derrota: permanecieron, sin flaquear un instante, fieles al compositor. Morelli, con la admirable suavidad italiana, se conformó humildemente al estilo y al gusto del autor, y las personas que han tenido el gusto de estudiarla dicen que esta docilidad le sentó bien, y que jamás apareció en una atmósfera tan propicia como en el personaje de Wolfram. ¿Pero qué diremos de Niemann, de sus debilidades, de sus desfallecimientos, de sus malos humores de niño mimado, nosotros que asistimos a tormentas teatrales, donde hombres como Frédérick y Rouviere, y el mismo Bignon, aunque menos autorizado por la celebridad, desafiaban abiertamente el error del público, actuaban con más pasión cuando él se mostraba más injusto, y se aliaban constantemente con el autor? Finalmente, la cuestión del ballet, elevada a la altura de una cuestión vital y agitada durante varios meses, no contribuyó poco al alboroto. “¡Una ópera sin ballet! ¿Qué es esto?”, decía la rutina. “¿Qué es esto?”, decían los entretenedores de muchachas. “¡Tenga cuidado!”, decía al autor el mismo ministro alarmado. Se hizo maniobrar en el escenario, en forma de consolación, regimientos prusianos en faldas cortas, con los gestos mecánicos de una escuela militar; y una parte del público decía, viendo todas estas piernas e ilusionado por una mala puesta en escena: “He aquí un mal ballet y una música que no está hecha para la danza.” El sentido común respondía: “Esto no es un ballet, sino que debería ser una bacanal, una orgía, como lo indica la música y como algunas veces supo representarla el teatro de la Porte-Saint-Martin, el Ambigu, el Odéon, e incluso teatros inferiores, pero como no puede representarla el Opéra, que no sabe hacer absolutamente nada.” Así, no es una razón literaria sino simplemente la inhabilidad de los tramoyistas, que necesitó la supresión de todo un cuadro (la nueva aparición de Venus). Que los hombres que pueden darse el lujo de una amante entre las bailarinas del Opéra deseen que se pongan bajo la luz con la mayor frecuencia posible los talentos y los encantos de sus adquisiciones es, ciertamente, un sentimiento casi paternal que todo el mundo comprende y excusa fácilmente; pero que estos mismos hombres, sin preocuparse por la curiosidad pública y por los placeres ajenos, hagan imposible la ejecución de una obra que les disgusta porque esta no satisface las exigencias de su protectorado, esto es lo intolerable. Cuiden su harén y conserven religiosamente las tradiciones, pero hagan que se nos dé un teatro donde aquellos que no piensan como ustedes puedan encontrar otros placeres más acordes con su gusto. Así nos desharemos de ustedes, y ustedes de nosotros, y cada cual estará contento. Se esperaba arrancar su víctima a estos enrabiados presentándola al público un domingo, es decir, un día donde los abonados y el Jockey Club abandonan con gusto la sala a una gente que aprovecha el puesto libre y el pasatiempo. Pero ellos habían hecho este razonamiento bastante justo: “si permitimos que el éxito tenga lugar hoy, la administración sacará un pretexto suficiente para imponernos la obra durante treinta días.” Y volvieron al ataque, completamente armados, es decir, con instrumentos homicidas confeccionados con anterioridad. El público, el público entero, luchó durante dos actos, y en su benevolencia, aumentada por la indignación, aplaudía no solamente las bellezas irresistibles, sino incluso los pasajes que lo asombraban o lo despistaban, ya sea porque eran oscurecidos por una interpretación turbia, ya porque necesitaban, para ser apreciados, de un recogimiento imposible. Pero estas tormentas de cólera o de entusiasmo provocaban inmediatamente una reacción no menos violenta y mucho menos fatigante para los opositores. Entonces este mismo público, esperando que el motín le agradecería su mansedumbre, se callaba, queriendo ante todo conocer y juzgar. Pero los pocos silbidos persistieron corajudamente, sin motivo y sin interrupción; el admirable relato del viaje a Roma no fue escuchado (¿ni siquiera cantado? Lo ignoro) y todo el tercer acto fue sumergido en el tumulto. En la prensa, ninguna resistencia, ninguna protesta, excepto la de Franck Marie en La Patrie. Berlioz evitó decir su opinión: coraje negativo. Agradezcámosle que no se haya agregado a la injuria universal. Y luego, un inmenso remolino de imitación arrastró todas las plumas, hizo delirar todas las lenguas, parecido a este singular espíritu que hace en las multitudes milagros alternativos de bravura y de pusilanimidad: el coraje colectivo y la cobardía colectiva, el entusiasmo francés y el pánico galo. Tannhauser no fue ni siquiera escuchado. Además, de todos lados, abundan ahora las quejas: todos quisieran ver la obra de Wagner, y todos denuncian la tiranía. Pero la administración ha inclinado la cabeza ante algunos conspiradores, y ya se devuelve el dinero depositado para las representaciones siguientes. Así, espectáculo inaudito, si puede existir no obstante alguno más escandaloso que aquél al que asistimos, vemos hoy una dirección vencida, que, a pesar del apoyo del público, renuncia a continuar con las representaciones más fructuosas. Parece además que el incidente se propaga, y que el público ya no es más considerado como el juez supremo en materia de representaciones escénicas. En el momento mismo en que escribo estas líneas, me entero de que un bello drama, admirablemente construido y escrito en un excelente estilo, va a desaparecer dentro de pocos días, de otro escenario donde se había representado con grandeza y a pesar de los esfuerzos de una cierta casta impotente, que se llamaba antes la clase letrada, y que es hoy en día inferior en espíritu y en delicadeza a un público de puerto de mar. En verdad, el autor está muy loco al creer que esa gente se apasionaría por una cosa tan impalpable, tan gaseosa como el honor. Como máximo, están dispuestos a enterrarlo. ¿Cuáles son las razones misteriosas de esta expulsión? ¿El éxito estorbaría las operaciones futuras del director? ¿Consideraciones ininteligibles oficiales habrían forzado su buena voluntad, violentado sus intereses? ¿O bien hay que suponer algo monstruoso, es decir, que un director pueda fingir, para darse importancia, desear buenos dramas, y una vez alcanzado su objetivo, regresa rápidamente a su verdadero gusto, que es aquél de los imbéciles, evidentemente el más productivo? Lo que es todavía más inexplicable es la debilidad de los críticos (de los cuales algunos son poetas), que acarician a su principal enemigo, y que, si a veces, en un acceso de bravura pasajera, condenan su mercantilismo, no dejan muchas veces de alentar su comercio por medio de toda clase de complacencias. Durante todo este tumulto y ante las deplorables bromas del folletín, de las cuales me sonrojaba, como un hombre delicado por una bajeza cometida ante él, una idea cruel me obsesionaba. Recuerdo que, a pesar de que siempre asfixié cuidadosamente en mi corazón este patriotismo exagerado cuyo humo puede oscurecer el cerebro, me encontré, en playas lejanas, en mesas compuestas por elementos humanos muy diversos, sufriendo horriblemente cuando escuchaba voces (equitativas o injustas, ¿qué importa?) que ridiculizaban a Francia. Todo el sentimiento filial, filosóficamente comprimido, explotaba entonces. Cuando un deplorable académico se atrevió a introducir, hace algunos años, en su discurso de recepción, una apreciación del genio de Shakespeare, que él llamaba familiarmente el viejo Williams, o el buen Williams — apreciación digna en verdad de un portero de la Comédie Française—, sentí con escalofríos el daño que este pedante sin ortografía iba a hacerle a mi país. En efecto, durante varios días, todos los periódicos ingleses se divirtieron con nosotros, y de la forma más lamentable. Los literatos franceses, al escucharlos, no conocían ni siquiera la ortografía del nombre de Shakespeare; no entendían nada de su genio, y Francia, embrutecida, solo conocía dos autores, Ponsard y Alexandre Dumas hijo, los poetas favoritos del nuevo Imperio, agregaba el Illustrated London News. Tengan en cuenta que el odio político combinaba su elemento con el patriotismo literario ultrajado. Ahora bien, durante los escándalos surgidos por la obra de Wagner, yo me decía: “¿Qué va a pensar Europa de nosotros, y en Alemania qué se dirá de París? ¡Ahí está un puñado de alborotadores que nos deshonra colectivamente!” Pero no, esto no sucederá. Yo creo, yo sé, yo juro que entre los literatos, los artistas e incluso entre la gente mundana, todavía hay un buen número de personas bien educadas, justas, y cuya mentalidad está siempre liberalmente abierta a las novedades que se les ofrecen. Alemania se equivocaría al creer que París solo está lleno de granujas que se suenan la nariz con los dedos con el fin de limpiárselos en la espalda de un gran hombre que pasa. Semejante suposición no sería de una imparcialidad total. Por todas partes, como lo dije, la reacción se despierta; los más inesperados testimonios de simpatía han venido a alentar al autor para que persista en su destino. Si las cosas continúan así, es probable que muchas tristezas podrán ser próximamente consoladas, y que Tannhäuser reaparecerá, pero en un lugar en donde los abonados al Opéra no estarán interesados en perseguirlo. Finalmente la idea se lanzó, la brecha está abierta; esto es lo importante. Más de un compositor francés querrá aprovechar las ideas saludables emitidas por Wagner. Por poco tiempo que la obra haya estado ante el público, la orden del Emperador, a la cual debemos el haber podido escucharla, aportó una gran ayuda al espíritu francés, espíritu lógico, amante del orden, que retomará fácilmente la continuación de sus evoluciones. Bajo la República y el primer Imperio, la música se había elevado a una altura que la convirtió, por defecto de una literatura desanimada, en una de las glorias de estos tiempos. ¿El jefe del segundo Imperio solamente sintió curiosidad por escuchar la obra de un hombre del cual hablaban nuestros vecinos, o un pensamiento más patriótico y más comprensivo lo movía? En todo caso, su simple curiosidad nos habrá beneficiado a todos. 8 de abril de 1861.
Referencias
[1] El texto original francés se puede consultar en http://gallica.bnf.fr/ark:/12148/bpt6k6221355j.r=.langES
[2] Se mantienen los abundantes subrayados del texto original [N. del T.].
[3] Baudelaire cita aquí los dos cuartetos de su soneto “Correspondances” publicado en Les fleurs du mal (1857). La naturaleza es un templo donde pilares vivientes Dejan salir a veces palabras confusas; El hombre lo recorre a través de bosques de símbolos Que lo observan con miradas familiares.
Como largos ecos que de lejos se confunden, En una tenebrosa y profunda unidad, Vasta como la noche y como la claridad, Perfumes, colores y sonidos se responden.
[4] La primera parte de este estudio apareció en la Revue Européenne, donde el señor Perrin, antiguo director de la Opéra Comique, cuyas simpatías por Wagner son bien conocidas, está encargado de la crítica musical. [Nota de Baudelaire]. En el mismo tomo de la Revue Européenne (p. 387) aparece una breve nota de Emile Perrin: “Opéra: 1re représentation de Tannhauser, de M. Richard Wagner”. [N. del T.].
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El texto original francés se puede consultar en http://gallica.bnf.fr/ark:/12148/bpt6k6221355j.r=.langES
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Wagner TANNHÄUSER Wenkoff,Jones,Sotin,Weikl,Schunk,Pickering 1978 sub español(leonora43)Publicado el 1 sept. 2012 |
Introducción y traducción al español de:
Mario Botero García
mariobog@gmail.com
Universidad de Antioquia
Publicado, originalmente, en revista
Mutatis Mutandis. Vol. 6, No. 2. 2013. pp.509-536
Revista Mutatis Mutandis por Grupo de
Investigación en Traductología, Escuela de Idiomas
Universidad de Antioquia
Link del texto: https://aprendeenlinea.udea.edu.co/revistas/index.php/mutatismutandis/article/view/17650/15483
Editado por el editor de Letras Uruguay
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