Parte del capitulo de la novela “NARCISA” de Walter Bonetto, la que se refiere a la historia de La Villa de la Concepción de Río Cuarto. Para los protagonistas de este viaje, el asombro y la admiración los había invadido, lo que se parecía a una aventura, por no faltar los riesgos y amenazas propias de aquella época, donde los cambios de vida del pueblo a la ciudad eran muy destacados.
Un viaje inolvidable –1859–
– Si el Comandante me da permiso yo te voy acompañar Narcisa.
– Sería muy lindo Damián; mamá se queda para atender a los niños y además ellos se saben comportar, entonces nosotros podríamos viajar juntos, así estaría más segura.
Al final de unas horas la ilusión se apagó, cuando Damián fue al negocio de Peláez donde se vendían los boletos de la diligencia a Córdoba, comprobó lo caro que salían para los dos.
– No Rosa… no podemos ir juntos, porque el viaje nos cuesta 160 reales a cada uno.
– ¿Tánto así?
– Sí, para los dos, ida y vuelta sale eso; tenemos solamente en viaje 320 reales, más todos los otros gastos, nos resulta imposible ir juntos. Así que tendrás que ir sola. –comentó resignado y algo triste Damián.
Nada dijo la mujer, pero también se quedó con tristeza. Ella tenía que viajar para dirigirse a una oficina, en la misma casa de gobierno y revalidar su derecho de herencia que le correspondía por la muerte del Alcalde don Bruno Maldonado. Después de innumerables conflictos con la familia Echenique, éstos, por la intervención del Cura de la Concepción se habían arreglados de buena forma. Narcisa cedió la casona heredada y a cambio aceptó la propiedad donde estaba viviendo libre de impuestos de por vida; además, Echenique para compensar diferencias del valor de las propiedades, entregó un terreno contra el río que lo explotaba como chacra. Para regularizar estos tramites faltaba unas firmas y don Echenique, su viejo adversario, – ahora amigo – le pedía que terminara todas las gestiones; cuándo supo sobre la situación, de que no podía viajar con su marido, él mismo se hizo cargo del boleto de Narcisa ida y vuelta y la cosa se solucionó.
Contento salió el matrimonio para disfrutar del viaje a la capital de la provincia, el cual era para ellos todo un lujo. A las ocho de la mañana, desde la misma plaza al frente de la iglesia partía la diligencia para Córdoba, la que volvería de regreso a los seis días. Ocho caballos estaban prestos, mientras el mayoral y sus ayudantes organizaban los detalles finales de la partida colocando todas las bolsas, cajas y equipajes en el techo agrupadas y atadas para no perderlas por el camino. No pasaron ni quince minutos, cuando la misma partió en medio de saludos de algunos familiares y curiosos; todos despedían la diligencia y hasta el cura enfundado en su negra sotana agitaba su mano derecha deseando buen viaje; así rápidamente fueron dejando atrás las calles de la Villa para tomar camino hacia Tegua donde haría su primer etapa, previo pasar por Corral de Barrancas y levantar a dos pasajeros más con los cuales completarían las plazas disponibles. Con precaución vadearon el río Cuarto por el paso de la arena, en la medida que se acercaban a ese lugar, los recuerdos de Narcisa se agolpaban en su mente; desde aquellos primeros años de vida, aunque ya habían transcurrido más de treinta, sentía los mismos miedos de una invasión. Pensó en su casa en sus hijos y en su madre, solamente la alentaba la idea de estar más cerca de la plaza y del cuartel militar, pero el temor persistía y no dejaba de sentir un poco de culpa por abandonar por unos días su hogar.
– ¿En qué estás pensando? – preguntó su esposo.
– En que no tengamos invasiones, me voy con miedo.
– No, no vamos a tener invasiones en estos tiempos, hay un tratado de paz muy presente y se les está dando muchas raciones, plata y comida a los caciques, podés quedarte tranquila.
El decidido grito del mayoral que conducía la diligencia interrumpió aquellos pensamientos de Narcisa. Un fuerte cimbronazo y luego venció el obstáculo para pasar de la arena del lecho del río y dejarlo atrás para alcanzar el ingreso del camino, una suave pendiente los ponía rumbo a Corral de Barrancas, distante unas tres leguas. Ahora la diligencia tomaba trote como conociendo aquel rumbo. Por una ventanilla Narcisa descubría los últimos ranchitos de la Concepción que se encontraban ahí como mojones en la pampa, anunciando a la población y haciendo campana de los peligros por crecientes del río e invasiones de indios.
– ¡Ay por Dios!, ¿por qué estarán tan lejos de la plaza estas casitas? ¡Mirá que hay niños! – comentó preocupada Narcisa.
– Es que no todos pueden vivir en el centro del pueblo.
– Sí, Damián… pero un poco más cerca. Estas vidas no se salvan cuando atropellan los salvajes.
– Sí, están muy expuestos.
Un poco de trayecto, y ahora no se veía más que pampa abierta, algunos venados aparecieron corriendo por el monte bajo, entre las matas de espinillos y chañares, mientras que de vez en cuando, el mayoral daba indicaciones al postillón sobre un caballo que buscaba desbocarse; quien cumplía esta función era un muchacho que cabalgaba sobre la primer fila de los que tiraban en función de cuartero y guiaba a los animales para asegurar las órdenes que recibía. Los pasajeros en su interior se sentaban uno al lado de otro sobre los laterales mismos de la diligencia en filas enfrentadas. En la medida que se producían barquinazos los cuerpos se rozaban suavemente, pero en general se viajaba con bastante comodidad. Por aquellos tiempos era lo mejor que existía. Al final el recorrido se hizo largo pero sin mayores dificultades hasta el primer atardecer del viaje, en donde tuvieron que cruzar con bastantes riesgos el Río Grande, para llegar a la Posta de Salto. Cruzar el río no fue para nada fácil, dado que traía mucho caudal y había que ir vadiándolo entre grandes piedras que dificultaban el pasaje de la diligencia. Todos los pasajeros estaban asustados porque lo veían peligroso por su corriente un tanto embravecida. El mayoral iba por la costa explorando el lugar hasta encontrar la oportunidad de decidir el momento. Dos hombres a caballo se adelantaban para marcar la posición del cruce y se observaba que el agua llegaba a tapar medio cuerpo de los animales, daba bastante miedo, pero igual, ordenó la travesía. Varios pasajeros se persignaron, y suspiraban profundo, al minuto nomás, veían como el agua penetraba en la diligencia mientras esta se bamboleaba como buscando flotar y se cruzaba sobre la corriente. No faltaron algunos gritos de los pasajeros y al momento ya casi se estaba en pánico. También los gritos y el látigo del mayoral, más la insistencia del postillón hacían tirar a los pobres animales a más no poder, hasta que al final, llegaron con tremendas penurias a la otra orilla y el carruaje se colgó de la cuesta empinada hasta alcanzar el camino. Todo el mundo sintió alivio y se detuvieron para descansar después de tanto aprieto.
– Está muy fuerte la corriente, casi no pasamos.
– Sí, la verdad que fue con lo justo. – dijo un jinete aliviado.
Chorreaba agua de los caballos y también de lo que había juntado la diligencia.
– No se bajen que ya llegamos a la posta. – dijo el mayoral con expresión de alivio.
Una lomada y luego una hilada interminable de tunas al lado del camino, varios ranchos y arboledas de sauces llorones y álamos que se mezclaban con decenas de grandes algarrobos; unos perros se aproximaron al encuentro y ya se veía gente cerca de unos corrales, más a lo lejos, muchas ovejas por el campo, era el panorama previo a la posta.
– Pensé que no iba a cruzar, está bravo el río. La verdad que me sorprendió cuando lo encaró, y me tuvo preocupado hasta que alcanzó la orilla. –dijo don Artemio, el encargado de la posta.
– Me le animé con lo justo. –contestó el mayoral.
–Y cruzó con lo justo don Torres, no le sobró nada. –le volvió a responder don Artemio.
– ¡Gracias tata Dios, que estemos sanos y salvos para hacer noche! Fue bravo este cruce, carajo… la corriente borró el paso, cuando estaba en medio del río se me perdió el piso y flotaba todo, entonces perdía el control de los caballos.–dijo asombrado don Torres.
La gente descendió mientras el sol caía y se escondía detrás de una inmensa hilera de montañas, al igual que los pasajeros, parece que buscaba el descanso después de una larga y no fácil jornada. Varios niños y jóvenes se acercaron para ayudar a los recién llegados, mientras que los peones desataban los caballos y los largaban a sus potreros donde encontraban agua y comida.
– Anduviste bien Manuel, pero el tordillo es muy mañoso. – comentó el mayoral al muchacho.
– Todo el camino me dio trabajo, pero después en el río, es el que mejor se portó.
Ardía el fuego en el mismo patio bien barrido y acomodado, el cual se encontraba protegido por las matas de hojas que formaban la copa de árboles, los que estiraban sus ramas sobre la entrada a una larga galería.
– Pasen, pasen y pónganse cómodos.
Los pasajeros se debían distribuir en dos piezas y en la misma galería, había algunos catres para las mujeres y cueros de corderos para los hombres, el baño eran dos letrinas afuera a unos cuantos pasos de distancia y en la galería había unas palanganas con agua para lavarse las manos y la cara, todo el mundo tenía que dormir vestido. Antes de la hora de la cena se fueron sentando, mientras que la mujer invitaba con mates y unos pastelitos hechos con dulce de tuna, los que estaban exquisitos, y así, entre charla y descanso se fueron distendiendo en aquel atardecer de la Posta de Salto, mientras esperaban el cordero asado para le cena.
– ¿Todos de la Concepción?
– Sí, casi todos. – contestó Narcisa a la dueña de la posta.
– ¿Viven tranquilos aquí en este lugar?
– Y, vivimos… pero siempre hay un poco de miedo. Las soledades de estos lugares son difíciles.
– ¿Tienen miedo a los indios?
– Aquí no hay invasiones, los indios que andan por estos lugares son del lado de la sierra y no son malos; son todos buenos, solamente un poco pedigüeños, pero con mi marido siempre le damos y no tenemos problemas con ellos.
– ¿Y qué le piden?
– Y piden de todo, lo que más les gusta de lo que nosotros tenemos es el achúcar, el aniz que ellos lo piden como “añí, añí” y la “chaña” que es la caña dulce. Cuando podemos le damos, y ellos se van contentos. Dicen que somos “cristianos amuigo”. En cambio, a lo que le tenemos miedo aquí es a los gauchos forajidos, que andan constantemente, y si uno se descuida un poco, lo asaltan y le roban todo.
La mujer le fue contando la vida de la posta sin tapujos, cómo criaba sus hijos, sorteaban los peligros, cómo venían las provisiones, cómo obtenían la carne y el pan. Al final cenaron un exquisito cordero asado para luego pasar la noche.
Luego de desayunar café con leche y fiambre de pata de ternero acompañado con tortas fritas recién hechas, todos los viajeros abonaron la estadía y saludaron con cortesía y agradecimiento al matrimonio de la posta, dado que lo habían hecho sentir muy cómodos por lo hospitalarios que se mostraron. Todo aquel caserío de tierra pisada y techo de paja y barro, era muy humilde y precario, como la mayoría de las construcciones de aquellos tiempos, pero reinaba la limpieza y el orden, cosa que no era normal en este tipo de establecimientos.
Muy temprano partió la diligencia, seguía al trote rápido de sus caballos cruzando campo y bordeando sierras; luego pasaron el pueblo de Corralitos, para después llegar a la Posta de Junta de los Ríos, donde se detuvieron una media hora, solamente a cambiar caballos. Bastante cansados continuaron el trayecto siguiendo el curso de un camino relativamente bueno, aunque muy guadaloso por sectores. Al mediar la tarde se distinguió casi repentinamente la ciudad de Córdoba como enclavada en una hondonada. La extensión de las edificaciones asombraron a Narcisa y a Damián; sobre las mismas, soltaban figuras esbeltas y elegantes muchas torres de iglesias como queriendo poner campanarios a la inmensidad del espacio en aquel lugar de la tierra entre montañas y llanura.
– Qué grande que es, ¡hay por favor!, nunca la había visto, nada que ver con La Concepción. Mirá cuantas iglesias se ven y que torres altas que tienen. – comentaba con asombro Narcisa a su esposo.
Continuando el final del camino, aparecieron como anticipando a la misma ciudad las primeras casas que formaban un contorno perimetral de ranchitos muy pobres con sus corrales de palos, caballos, mulas, perros flacos, niños descalzos y sucios, jugando por los patios, algunas vacas, de tanto en tanto hileras de humos que se levantaban donde se quemaban ladrillos, al final una calle ancha y cada vez más casas. Se hamacaba la diligencia, ahora en camino desparejo y muy transitado se cruzaba con otras tantas diligencias, muchas cargadas de gente, vaya a saber hacia dónde se dirigían. Iván carretas y arrieros con sus mulas llevando cargas en sus lomos, hombres a caballo que transitaban de ida y vuelta la misma calle, la que daba la sensación de ir por una bajada bastante pronunciada. Antes de llegar al curso de un río, dobló por otra calle, cada vez más casas y más gente, muy pocas ahora con techo de paja, la mayoría con techado de chapas o tejas, había muchas de dos pisos y esto le causaba una admiración extraordinaria a Narcisa y a Damián.
– Mirá, ¿Cuántas casas apiladas?... una casa en el techo de la otra y hacen un jardincito al frente pero con rejas. –algunos pasajeros con disimulo se reían de los dichos de Narcisa.
– No, no es jardín Narcisa, eso es el balcón.
– Bueno, yo nunca había visto.
La diligencia paró a metros de la plaza, por donde giraba la vista había iglesias monumentales. Narcisa estaba asombrada, mucha gente caminaba por aquel sector.
– ¿Esto, es un día de fiesta que anda tanta gente?
– No, Narcisa, aquí siempre anda toda esta gente.
– ¡Qué sabés Damián!, cheeee… si vos no conocés, ¿o acaso has venido? – preguntó un poco ofuscada, haciendolé un gesto de desagrado por contradecirla.
– ¡No!, yo no conozco, pero me han contado.
– Ay Damián, si le vas hacer caso a lo que te cuentan.
Un señor mayor con buen sentido del humor que esperaba su bolsa de equipaje y había viajado con ellos, los saludó extendiéndole la mano y le terminó diciendo con cierta simpatía:
– Disfruten… pero no peleen.
– Gracias señor.
Veredas y calles con muchos vendedores de dulces, pasas de frutas secas, pastelitos y empanadas; muchachos vociferando el diario; otros vendían medias, pañuelos, peines, espejos y perfumes; mucha gente que andaba de compras, carros y diligencias que iban y venían entre calles barrosas, ante tanto trajeteo después de las lluvias de días atrás; coches más pequeños que diligencias llevaban a dos o tres pasajeros al trote por el medio de calle. De tanto en tanto dos policías a pie con gorra alta y redondeada con escudo de metal brilloso y penacho de copete, andaban como furiosos armados con bastón y sable recorriendo las calles, mientras que también se observaban otros a caballo, que controlaban aquel bullicioso movimiento para poner orden al congestionado transito de vehículos y personas.
Narcisa se daba cuenta que Córdoba no era La Concepción, era otra cosa. Negocios muy concurridos con carteles de chapa a todo color y lustre, se encontraban al frente o suspendidos sobre sus entradas, anunciando moda y ropa. Detrás de un vidrio inmenso, un centenar de par de zapatos y botas exhibidos en vidriera al público y sobre la vidriera siguiente, zapatos de mujer. Ahí se clavó Narcisa llena de asombro por lo que veía, es que no le alcanzaban los ojos para contemplar aquella ciudad y sus deslumbrantes cosas nuevas. Siguieron caminando y en otros sector un comercio al lado de otro con ventas de ropas, comidas, adornos y bazar, artículos de cuero. Todo eran novedades que deleitaban a la mujer a quien no le alcanzaban los ojos para contemplar.
– Aquí hay una pulpería al lado de otra Damián, esto es una locura.
– Es que no son pulperías, Narcisa.
– ¡Bueno chee!...es una forma de decir. ¿No puedo hablar nada acaso? Estás complicado hoy, por cada vez que abro la boca me reprendés. No voy hablar más así no te incomodo.
– No, Narcisa, no te enojés.
– Y si todo lo que digo te cae mal.
– Bueno, está bien… perdoname.
Después de andar un rato caminando por las calles céntricas, se alojaron en un hotel que ya le habían indicado en la calle San Jerónimo, muy cerca de la policía, era uno de los tantos hoteles que había en el centro de la ciudad. Realmente todo lo que veían los asombraba, este viaje para Narcisa y Damián era como “el lujo de sus vidas” jamás habían vivido ni por unas horas en un hotel. Ahora en este lugar les brindaban todas las atenciones y para ellos era tan novedoso como gratificante.
– ¡Che Damián!… esto es mejor que dormir en la posta.
– ¡Qué te parece, claro que es mejor!
– Qué lujo todo esto. Pero no me gusta el baño pegado a la pieza. Está bien limpio, pero aquí cuando vas a cagar, ¿quién aguanta el olor? Estos cagan al lado de donde duermen…están locos, ¿no habrá baño afuera?. Che Damián, ¿para qué será este tanquesito?
– Para bañarse, esto es una bañadera, se llena de agua y después uno se mete adentro.
– Bueno… entonces la llenamos y nos metemos ¿Qué te parece?
– Que sí Narcisa, nos metemos, así me enjabonas la espalda.
– Bueno…dale, dale, ponele agua.
– Viste que hay dos piletitas, una es para hacer caca y la otra para hacer pichí, aquí es por separado. Adonde se caga no se mea… ¡están locos, locos!
El marido observaba los razonamientos de su mujer y le causaba risa, pero bueno, no le era tan simple para ella comprender el adelanto y las condiciones de la buena vida. Observaba un mundo distinto un mundo ignorado y verlo así de golpe, causaba cierto impacto.
– Narcisa explicame lo de recién ¿Cómo por separado?
– Y sí, no ves que son dos piletitas Damián ¿No las ves acaso?
– No Narcisa, no son para hacer caca y pichín por separado.
– ¡Pero cómo que no!, acaso no ves que ésta no tiene agujero como ésta otra.
– No Narcisa, ésta es para hacer caca y ésta es para lavarse la cola después de hacer caca.
– ¿Estas seguro?
– Sí, estoy seguro.
– Que locos que son estos tipos… y vos Damián, ¿de dónde sabés tanto?
Al día siguiente, después de presentarse en la oficina de la casa de gobierno, que estaba detrás de la Catedral, y a metros del hotel en que paraban, habiendo terminado todos los tramites, quedaron distendidos y contentos, porque todo le había salido bien, además Narcisa cobró un dinero que estaba en manos del apoderado del defensor de pobres y le correspondía a ella por haber sido hija adoptiva de don Bruno Maldonado. Todo esto fue un inesperado regalo de la vida, y en base al mismo hicieron algunos gastos comprando muchas cosas de la ciudad para llevarles a los niños y a Rosa y también varias prendas de vestir para ellos. Narcisa se midió tantas blusas, sombreros y polleras como nunca lo había hecho en su vida, se encontraba deslumbrada y feliz mientras se miraba al espejo pero no sabía por cuál decidirse. Es que según los vendedores todo lo que se probaba la hacían muy bella, así fue como hicieron una buena cantidad de compras, hasta una valija, la que venía llena de vestidos, zapatos, pañuelos, y tantas cosas más.
La diligencia un poco antes del medio día inició el regreso por el mismo camino, bien al atardecer llegó a Salto donde nuevamente pasaría la noche, al descender el ambiente les resultaba familiar, don Artemio le comentó que ahora el río estaba muy fácil para cruzarlo, esa noticia los tranquilizó. Al final del próximo día la llegada a La Concepción fue muy emotiva, Rosa y los dos niños estaban en la plaza esperando la diligencia. Narcisa los vio por la ventanilla y se llenó de alegría, al bajarse, todos se abrazaron en un encuentro muy emotivo. Paquetes bolsas y valijas estaban pesadas; mientras que la curiosidad de los niños aumentaba. La satisfacción de llegar a casa ocasionaba todo un festejo para la familia.
– Vimos muchas cosas muy lindas y agradables, pero como la casita nuestra, nada. –dijo la mujer mientras comenzaba a abrir los bultos para entregar los regalos.
– ¿Mamá qué es esto?
– Calma chicos, no se arrebaten, hay un poco de todo y para todos.
De aquellas valijas y bolsas salían pañuelos, espejos, peines, botas, sombreros, todo muy hermoso y atractivo pero lo que más se festejaba fueron unas latas ovaladas llenas de caramelos rellenos que se le entregó una a cada niño y otra para Rosa. |