En la historia política de nuestro país
ocurrieron hechos demasiados lamentables y escandalosos, nuestra
historia se encuentra colmada de momentos complicados y difíciles que
fueron sometiendo a la república y así es como se fueron degradando sus
instituciones las cuales podrían haberla sostenido con vitalidad y
fortaleza si aquello no hubiera acontecido. Hoy los argentinos pagamos
las consecuencias por los tremendos avatares que terminaron postergando
el futuro de varias generaciones. Dentro de los hechos políticos mas
lastimosos que sacudieron a este país en el siglo pasado, el más
significativo y lamentable fue el derrocamiento del Presidente Irigoyen
el 6 de septiembre de 1930, lo cual constituyó un mazazo demoledor para
la república y permitió que aquel nefasto golpe se replicara, aunque con
distintos matices y protagonistas, pero con iguales intenciones por más
de medio siglo.
Irigoyen en su segunda presidencia debió gobernar la nación en medio de
una complicada crisis mundial, pero uno de sus grandes pecados había
sido ganarse la fama de “líder popular” quien además había logrado su
segunda presidencia con un contundente triunfo por el voto de la
flamante “Ley Sáenz Peña” que establecía el sufragio obligatorio y
secreto, en donde a partir de esta ley ahora también los pobres y
humildes votaban en Argentina.
La hora de la espada
No eran tiempos fáciles, la nefasta política argentina ya mostraba sus
dientes y sus miserias, mientras que dentro del ejército se movían
algunos generales y coroneles con verdadera ambición de poder,
dispuestos según ellos, con sus “mejores intenciones patrióticas” de
explotarlas “sabiamente”, la cual estaba latente en sus mentes tomar el
gobierno y se mostraban de manera provocadora. El General José Uriburu,
desde hacia algunos años ya venía haciendo “incursiones” en la vida
política nacional y no dudó en crear por aquellos años la “Legión de
Mayo”(grupo de agitadores que se oponían al gobierno) y declaraba
públicamente que “derrocaría a Irigoyen y al gobierno constitucional y
cerraría el Congreso de la Nación”. Mientras decía estas barbaridades,
miles de ciudadanos incautos la aplaudían con fervor.
Leopoldo Lugones, distinguido escritor argentino, también por aquellos
días había redactado una proclama para derrocar al gobierno y en la
misma divulgaba su doctrina manifestando y difundiendo “La Hora de la
Espada”, lo que era un manifiesto que había publicado por muchos países
de américa del Sur en donde lo político debía subordinarse a lo militar
, mientras que el ejército era el gran protagonista y salvador de la
nación y así fue como los miles y ahora más miles de incautos argentinos
iluminados con estos cambios y propuestas del Lugones aplaudían con
entusiasmo al ver como se podía tirar la república a los leones
hambrientos del coliseo, pensando ingenuamente que la intervención
militar sería lo que nos salvaría y nos daría prosperidad, sin tener en
cuenta que nuestra patria estaba a salvo solamente si se preservaba el
gobierno constitucional.
Lejos de la realidad estábamos los argentinos y así vivimos confundidos
hasta nuestros días. Atrás había quedado la república, el tren del éxito
ya había pasado, pero millones de incautos creían que después de los
aplausos a la “sociedad anónima” y no tan anónima formada por “generales
& políticos golpistas” venían tiempos de bonanza. Grueso error de los
argentinos, “soñábamos con los angelitos”, pero los angelitos no
aparecieron, en su lugar vinieron los demonios que se comieron a la
nación. A esos demonios, nosotros directa o indirectamente con nuestra
inconducta y falta de compromiso republicano los fuimos alimentando y
así fue como la grandeza de este país se fue desmoronando y se
sepultaron todas las ilusiones de vivir en una gran nación.
El derrocamiento de Irigoyen fue atroz; políticos de casi todos los
partidos como conservadores, demócratas, socialistas; militares;
estudiantes; senadores y diputados nacionales y de muchas provincias;
medios de comunicación y ciudadanos en general se complotaron para tirar
abajo al ya viejo y enfermo líder y sentar en el trono al primer general
golpista de la nación. La Sociedad Rural, la Federación Agraria; grupo
de comerciantes e industriales, muchas instituciones intermedias; parte
del Congreso de la Nación, todos coordinaron sus esfuerzos para poner a
las Fuerzas Armadas en el poder.
Uriburu ya retirado del ejército, igual pidió tomar el mando del Colegio
Militar lugar donde había centenares de ciudadanos con banderas
argentinas requiriendo a gritos que el ejército saliera a derrocar al
gobierno. El director del colegio, Coronel Francisco Reynolds, que no
estaba de acuerdo en romper la constitución fue forzado y cedió el mando
a Uriburu quien salió con los cadetes hacia la casa rosada, mientras que
en su trayectoria eran aplaudidos con euforia por la ciudadanía sin
tener en cuenta que lo que hacían era realmente cavar la tumba para
enterrar a la república.
Así daba la lección Uriburu: la ciudadanía debía “aprender” que las
fuerzas armadas podían intervenir a su antojo en lo político; los
gobernantes debían saber que los coroneles y generales del ejército
tenían “poder de policía”, y aquellos jóvenes cadetes del Colegio
Militar que marchaban hacia la casa de gobierno (futuros coroneles en 25
años) debían conocer “el ejemplo” de cómo se pisoteaba la democracia, lo
que varios de ellos terminaron en muchas oportunidades practicándolo en
su carrera años después.
Mientras la casa de gobierno era tomada sin encontrar resistencias, el
austero domicilio de Irigoyen era saqueado ferozmente y quemado por
grupos de bandoleros e inadaptados; se apropiaron de su busto y lo
arrojaron burlona y groseramente a la calle Brasil para ser arrastrado
con cuerdas por la juventud descontrolada por varias cuadras hasta ser
totalmente destrozado (eran los legionarios de Uriburu y los estudiantes
universitarios) Al mismo tiempo que esto ocurría en el Círculo Militar
se brindaba con caviar y buenos vinos por la caída de Irigoyen, mientras
que desde sus inmediaciones varios “legionarios” se acercaron para
entrar al festejo, pero un mayordomo se apersonó para manifestarles que
“sus ropas no se lo permitían”.
El día 8 de septiembre de 1930 la Plaza de Mayo se colmaba de mujeres y
hombres que fervorosamente concurrían con mucho entusiasmo al “juramento
del gobierno militar”. Desde los balcones de la casa de gobierno y
después de jurar como presidente el general Uriburu se dirigió a la
inmensa multitud allí reunida y también les tomó juramento “Jurais por
Dios y la Patria ser fieles a las autoridades que vosotros mismos habéis
impuesto” La repuesta no se hizo esperar un ¡SÍÍÍ JUUUURO! ensordecedor
y alargado salió de la multitud. Las palomas espantadas y casi con
vergüenza volaban desde las torres cercanas rumbo al rio como escapando
a la adversidad de los tiempos políticos y del mezquino futuro de
nuestra nación. ¡La republica se había perdido!
Es mucho lo que perdió este país con aquel golpe cívico militar que
permitió la gestación de futuros golpes dado que esta revolución fue el
“método ensayado y aprobado”, pero lo más asombroso fue que dentro del
mismo radicalismo existieron dirigentes encumbrados que terminaron
justificando el golpe como también lo hizo la Suprema Corte de Justicia
de la Nación que convalidó la dictadura y un efervescente movimiento
estudiantil que pedía que asumiera un general. |