Ahora que se aproximan
grandes lluvias, inundaciones, temporales, huracanes y deslizamientos de
tierras, tenemos que reaprender a escuchar a la naturaleza.
Toda nuestra cultura occidental, de vertiente griega, está asentada
sobre el ver. No sin razón la categoría central –idéia (eidos en
griego)– significa visión. La tele-visión es su expresión mayor. Hemos
desarrollado nuestra visión hasta los últimos límites. Con los
telescopios de gran potencia hemos penetrado hasta las profundidades del
universo para ver las galaxias más distantes. Hemos descendido hasta las
partículas elementales y el misterio íntimo de la vida. Mirar es todo
para nosotros. Pero debemos tomar conciencia de que este es el modo de
ser de los occidentales y no el de todos.
Otras culturas próximas a nosotros, las andinas de los quechuas, los
aymaras y otros se estructuran alrededor del escuchar. Lógicamente
también ven, pero su particularidad es escuchar los mensajes de aquello
que ven. Un campesino del altiplano boliviano me dijo: «yo escucho la
naturaleza y sé lo que me dice la montaña». Y hablando con un chamán me
decía: «yo escucho a la Pachamama y sé lo que ella me está comunicando».
Todo habla: las estrellas, el sol, la luna, las montañas soberbias, los
lagos serenos, los valles profundos, las nubes fugaces, las selvas, los
pájaros y los animales. Esas personas aprenden a escuchar atentamente
estas voces. Los libros no son importantes para ellos porque son mudos,
mientras que la naturaleza está llena de voces. Y se han especializado
en esta escucha de tal forma que, al ver las nubes, al escuchar los
vientos, al observar las llamas o los movimientos de las hormigas, saben
lo que va a suceder en la naturaleza.
Esto me recuerda una antigua
tradición teológica elaborada por san Agustín y sistematizada por san
Buenaventura en la Edad Media: la revelación divina primera es la voz de
la naturaleza, el verdadero libro hablante de Dios. Pero como hemos
perdido nuestra capacidad de oír, Dios, por piedad, nos dio un segundo
libro, que es la Biblia, para que escuchando sus contenidos pudiésemos
oír nuevamente lo que la naturaleza nos dice.
Cuando Francisco Pizarro en 1532 en Cajamarca, mediante una emboscada
traicionera, hizo prisionero al jefe inca Atahualpa, ordenó al fraile
dominico Vicente Valverde que con su intérprete Felipillo le leyese el
requerimiento, un texto en latín por el cual se dejaban bautizar y se
sometían a los soberanos españoles, pues el papa así lo había dispuesto.
Si no lo hacían, podían ser esclavizados por desobediencia. Atahualpa le
preguntó que de dónde le venía la autoridad. Valverde le entregó el
libro de la Biblia. Atahualpa se lo puso al oído. Como no escuchó nada,
tiró la Biblia al suelo. Fue la señal para que Pizarro masacrase a toda
la guardia real y aprisionase al soberano inca. Vemos, pues, que la
escucha lo era todo para Atahualpa. El libro de la Biblia no hablaba
nada.
Para la cultura andina todo se estructura dentro de un tejido de
relaciones vivas, cargadas de sentido y de mensajes. Perciben el hilo
que penetra, unifica y da significado a todo. Nosotros los occidentales
vemos los árboles pero no percibimos el bosque. Las cosas están aisladas
unas de otras. Son mudas. Hablar es sólo cosa nuestra. Captamos las
cosas fuera del conjunto de relaciones, por eso nuestro lenguaje es
formal y frío. En él hemos elaborado filosofías, teologías, doctrinas,
ciencias y dogmas. Pero esta es nuestra manera de sentir el mundo, no la
de todos los pueblos.
Los andinos nos ayudan a relativizar nuestro pretendido «universalismo».
Podemos expresar los mensajes mediante otras formas relacionales e
incluyentes y no por aquellas objetivas y mudas a las que estamos
acostumbrados. Ellos nos desafían a escuchar los mensajes que nos vienen
de todos lados. En estos días debemos escuchar lo que las nubes negras,
los bosques de las laderas de las montañas, los ríos que crecen y rompen
barreras, las pendientes abruptas y las rocas sueltas nos advierten. Las
ciencias de la naturaleza nos ayudan en esta escucha. Pero no es nuestro
hábito cultural captar las advertencias de aquello que vemos y entonces
nuestra sordera nos have víctimas de desastres que hay que lamentar.
Sólo dominamos la naturaleza, obedeciéndola, es decir, escuchando lo que
ella nos quiere enseñar. La sordera nos dará amargas lecciones. |