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La exmujer del escritor, cuento de Marilyn Bobes
por Marilyn Bobes

Comentado por Alberto Marrero

Tú no eres tus personajes,
pero tus personajes sí son tú.
 
Raymond  Carver 

De nuevo mi ex marido ha tenido una hemorragia. En un cuento de su último libro se describió rastrillando el jardín de los vecinos. Mala señal. ¿Hubiera dejado a “Vicky” para casarse con “Amanda”?. Los caracoles dicen que no. Pero el diablo son las cosas ¿Quién sabe?

“Vicky” se lo merecía. Raymond y yo estábamos ligados por una fuerza superior. Por un Destino. Ojalá le hubiera tocado a ella sufrir lo mismo que yo. Él la hubiera dejado por “Amanda” y “Amanda” también se hubiera divorciado. En el cuento, su marido ―el marido de Amanda, quiero decir― le da un ultimátum. Le dice que arregle sus cosas y se vaya de la casa, y Él (mi ex marido, el narrador) hubiera tenido que decidirse: asumir su responsabilidad. Ahora ya no podrá hacerlo. Está sentenciado a muerte y dejará el final tan abierto como lo ha dejado en casi todas sus ficciones.

Cuando empezó a salir con “Vicky”, el mundo se me desmoronó. Tomé una vela, le abrí un hueco por la parte de abajo y metí en él un papel con el nombre de la usurpadora. Después le clavé siete alfileres. Quería hacerle daño. No a Él sino a ella. No era justo lo que hacían conmigo.

Raymond y yo nos conocíamos desde que éramos niños. Vivíamos en el mismo pueblo. Fuimos a la misma escuela. Cuando nos casamos, él tenía diecinueve años y yo dieciséis. No digo yo si hubiera podido volverme loca. Lo que nadie sabe es que nunca estuve loca, sino poseída por un demonio. Por eso compré la vela y le clavé los alfileres. Todavía la tengo guardada en el cuarto de desahogo. Entonces no hizo su efecto. Ahora empezó a funcionar. Esas fuerzas misteriosas así lo quisieron: ella enviudará y Él se irá al otro mundo. No era mi deseo que a mi ex marido le pasara algo malo. Pero tampoco puedo evitarlo. En la magia negra la justicia se hace de la manera en que los poderes ocultos lo determinan. La gente paga todo, independientemente de para quien se haga el “trabajo”.

Dios mío. Parece que fue ayer cuando me internaron en el hospital. Me hacían tragar aquellas horribles pastillas de haloperidol. Yo esperaba día tras día su visita. Me ponía mis mejores vestidos, me maquillaba y aguardaba la hora en que empezaban a llegar los familiares. Pero no se apareció por allí en los dos meses durante los que me tuvieron encerrada. Mi hermana no sabía de Él. Yo le preguntaba y ella me respondía que se había ido de viaje. En realidad vivía su luna de miel con “Vicky”. La había conocido algunos meses antes, en otra ciudad.

Ahora me acusa de ser la culpable de todo. Por mí y por los niños nunca escribió una novela, dijo en alguna parte. Tenía que trabajar muy duro toda la semana. Los domingos se los pasaba en la oficina del Profesor pergeñando esas sórdidas historias de perdedores. En casi todas podía identificársenos: el hombre alcohólico y la mujer desencantada. Hasta que publicó el libro con que se dio a conocer al mundo.

Fue precisamente el año en que descubrió a “Vicky”. Se desentendió de nuestros hijos, y hasta dejó de beber. Nunca volvió a hacerlo mientras estuvo con ella. Para aguantar sus borracheras, estaba yo. Para las cosas bonitas, la nueva adquisición.

Los cuentos de su libro más reciente son sus primeros intentos de reivindicación a través de las palabras. Probablemente sean también los últimos. El año pasado tuvo la primera hemorragia. Le extirparon dos tercios de su pulmón izquierdo, y este año, en la primavera, publicó las historias donde me parece que habla de nuestra vida en común. Y habla como si me conociera.

Unos dos meses después de dejarla, de irme de su lado, Molly se derrumbó. Sufrió un auténtico hundimiento (el que desde tiempo atrás venía gestándose). Su hermana se ocupó de que recibiera la asistencia necesaria. ¿Qué digo? La internaron. Tuvieron que hacerlo, dijeron. Internaron a mi mujer en un psiquiátrico. Para entonces ya yo vivía con Vicky y hacía lo posible por dejar el whisky. No pude hacer nada por Molly. Quiero decir, que ella estaba recluida, y yo aquí afuera, y que no habría podido sacarla de allí aunque hubiera querido. Pero el caso es que no quise. Estaba internada ―decían― porque lo necesitaba. Nadie dijo nada acerca del destino. Las cosas habían ido mucho más lejos.

Así lo explica en su cuento.

Se le ocurrió ponerme a dar volteretas frente a una escuela donde supuestamente yo trabajaba. Es mentira. Fui mesera y otras cosas más. Pero, profesora. Él pudo estudiar. Llegó hasta impartir clases en diferentes universidades. Yo no. Yo cuidaba a los niños para que él brillara.

De todas formas, ponerme a dar esas volteretas fue el recurso que encontró para hacer ver a sus lectores que yo había enloquecido. La verdad es que jamás di semejante espectáculo. Mi estado era mucho menos divertido y mucho más angustioso. Estaba como Iván Dimitrievich Gromov, el personaje de Chejov en “La sala número 6”.  (Por cierto que fue por Él que conocí los cuentos de Chejov). Me sentía como a punto de ser apresada. Igual que Dimitrievich sabía que no había cometido delito alguno, pero me desasosegaba que me acusaran por ello. Constantemente me decía: “soy inocente pero ¿acaso estoy a salvo de haber incurrido en alguna ilegalidad, aún sin querer, por un azar desgraciado?”.

Terror, sensación de estar continuamente vigilada. Insomnio. Alucinaciones. Mientras tanto... Él ganando premios, compartiendo con su nueva mujer la vida que quería: ajeno a todo lo que no fuera los libros que lo estaban consagrando.

Su verdadera obra la hizo sin mí. Seguramente ayudado por ella y por ese editor que le quitaba palabras y más palabras. En mi opinión, le destrozó los cuentos, pero los que saben dicen que lo convirtió en lo que es: un grande entre los grandes.

En una de sus últimas historias habla de una visita que me hizo, antes de que el cáncer le reapareciera en el cerebro. Parecía arrepentido. Todo ese libro es un libro de arrepentimientos. Y de miedo a la muerte. Allí está “Tres rosas amarillas” para demostrarlo.

La última vez que vino a verme le dije: Piensa que estoy muerta. “Quiero que me dejes en paz. Lo que quiero es que me dejes en paz, que me olvides. Mira, tengo cuarenta y cinco años. Cuarenta y cinco, y tengo la impresión de tener cincuenta y cinco, o sesenta y cinco. Así que, déjame en paz, ¿quieres?” Él utilizó mis palabras textuales. En eso me convirtió: en su personaje.

Ahora Él se muere y nadie sabe que existo. Porque no soy sus historias sino su primera esposa: una simple mujer de la que nadie hablará. Será “Vicky” la única heredera de su gloria. Quizás hasta escriba un libro aprovechando la fama del difunto. Ella tiene la preparación para hacerlo. Mientras que yo solo existiré a través de las palabras de otros.

Ser la exmujer de un escritor duele. Es como si la retrataran a una con un lente deformado. Cualquier día alguien escribe un artículo o un ensayo o cualquier cosa con el derecho que le concede la falsa imagen que Él ha dado sobre tu persona.

Habló, por ejemplo, de la vida lamentable que podría haber llevado la mujer de un ciego. Era mi propia vida la que estaba reflejando. Figúrense, dijo, “una mujer que jamás ha podido verse a través de los ojos del hombre que ama”. Una mujer que se ha pasado día tras día sin recibir el menor cumplido de su amado. Una mujer cuyo marido jamás ha leído la expresión de su cara, ya fuera de sufrimiento o de algo mejor. Una mujer que podía o no ponerse maquillaje, ¿qué más le daba a él?”

Esa, simplemente, era yo.

Al fin y al cabo Él morirá, en el cenit de su gloria, acosado por los periodistas, lleno de premios y medallas. Y yo seguiré viviendo sin que sus palabras vuelvan a tocarme. Es cierto que el Destino puede ser modificado. Los cuentos no.

“Vicky” escribirá su libro. Venderá más que nunca. Será la princesa de aquellos finales de los cuentos de hadas. Yo me quedaré en la oscuridad, en el mejor de los casos.

Como le dije la última vez que nos vimos: “Puede que algún día vuelvas a verme o puede que no. Lo de hoy no tardará en borrarse, lo sabes. Pronto volverás a sentirte mal. A lo mejor consigues una buena historia de todo esto. Pero si es así, no quiero saberlo”.

El se alejó por la acera. Unos niños se pasaban un balón de fútbol al otro extremo de la calle. Pero no eran hijos suyos. Ni hijos míos.

Había hojas secas en todas partes, incluso en las cunetas. Miráramos donde miráramos, las veíamos a montones.

Deberían hacer algo al respecto, pensó. Deberían tomarse la molestia de coger un rastrillo y dejar esto como es debido. Y eso, eso mismo estoy pensando metafóricamente yo.

Una lectura inteligente para un terrible verano

 

Comentario y aporte de Alberto Marrero - marrero@cubarte.cult.cu 31 de agosto de 2015

 

Del libro Los signos conjeturales, de la conocida poeta, narradora y periodista Marilyn Bobes (La Habana, 1955), recientemente publicado por Ediciones Unión, tomo el breve relato "La Ex mujer del escritor". Podría haber seleccionado otros de excelente factura (dos de ellos ya fueron reseñados por mí antes de que el libro viera la luz) pero este en particular me cautiva por varias razones, entre las que destaco el poder de síntesis, el logrado juego intertextual y la intensidad del discurso.

Por otro lado, tanto a la autora como a este aprendiz de crítico, nos une la devoción cuasi mística  por el cuentista y poeta estadounidense Raymond Carver, nacido en la ciudad de Clatskanie (Oregón) en 1939 y fallecido a los cincuenta años en 1988, a consecuencia de un cáncer de pulmón. Al morir, su amigo y  traductor al japonés, el no menos célebre novelista Haruki Murakami, manifestó a la poeta Tess Gallagher, la última esposa de Carver, que sentía tan dentro de sí la presencia de este que le horrorizaba la idea de concluir la edición de sus obras completas.

Marilyn logra atrapar en pocas páginas la tragedia de la primera mujer del escritor con la que tuvo dos hijos cuando ambos eran muy jóvenes (él tenía veintiuno y ella diecinueve). Como sabemos, a Carver lo aquejó desde muy temprano una obcecada adicción por el alcohol (dicen que su padre era también un inveterado alcohólico). Sus relatos son de una precisión estremecedora, casi siempre con un marcado carácter autobiográfico. Tratan sobre hombres que han dejado de beber y están a medio camino entre la redención y la reincidencia, ligados a mujeres que ya no aman; hombres que intentan infructuosamente empezar de nuevo y reformar su desastrosa vida.

El cuento de Marilyn recoge momentos tristes de la vida de la mujer que lo ayudó a vencer sus miedos y soportó con estoicismo sus infidelidades,  borracheras, ingresos y perennes recaídas, y que no pudo gozar de la fama posterior de su marido, convertido un buen día en el cuentista más ensalzado de Estados Unidos en las últimas décadas y que todavía hoy ejerce un influencia enorme dentro y fuera de su país.

Narrado en primera persona, el texto utiliza con acierto personajes y fragmentos  de los cuentos del propio Carver para ahondar en conflictos tan sensibles como los sueños perdidos, la complejidad de las relaciones de pareja y sus fracasos, las innúmeras paradojas existenciales, las ironías del destino, la humillación de la mujer en una sociedad humana signada por un machismo cerril, las imperecederas supersticiones que arrastramos. Todo eso y más se sintetiza en este magnífico relato escrito con maestría y sensibilidad por una autora cuya obra es ya una huella indeleble en la literatura cubana.

El resto de las narraciones de este libro nos provocan también un saldo fascinante. Invito a los lectores a buscarlo en nuestras librerías antes de que se agote. Les auguro una lectura refrescante, o mejor, inteligente, en medio de este temible verano.

Marilyn Bobes
Publicado, originalmente, en Cuba Literaria http://www.cubaliteraria.cu/ , 31 de agosto de 2015

http://www.cubaliteraria.cu/articulo.php?idarticulo=18819&idseccion=72

Gentileza de Alberto Marrero, al cual agradecemos.

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