La secretaria de Borges

cuento de Lúcia Bettencourt

Traducido del portugués por Manuel Rodríguez Ramos

No sé cuándo ella descubrió que ya yo no veía. Ni yo mismo lo había percibido claramente. Miraba las páginas de los libros y aún creía que podía verlas, leerlas, comprenderlas, y ella, sabiendo la verdad, proyectaba su plan.

Mi proceso de distanciamiento de los libros duró muchos años. Sin embargo me sentía cada vez más cerca de ellos. Leía cada día menos. Pero, como trabajaba en una biblioteca, podía sentirlos, olerlos, manosearlos diariamente. Mis subordinados se extrañaban por las largas horas de mi turno, pero, si el día y la noche se confundían en la penumbra que me rodeaba, no importaba que esas horas fuesen en la mañana o la madrugada. Yo me dejaba estar en la compañía de mis amigos y me complacía con sus lujosas encuadernaciones de cuero, o me conmovía con la simplicidad de sus forros de cartulina envolviendo los más sublimes tesoros. Los conocía desde siempre, creo. Después que aprendí a leer lo que hubo entre nosotros fue un reconocimiento. La presentación ya había sido hecha, tal vez en una vida pasada, tal vez en el Limbo original. Pensaba que compartía con ellos las historias, y las que allí estaban ya escritas eran hermanas de las que aún permanecían en mi imaginación. Las palabras publicadas clamaban por sus hermanas, les pedían que se organizasen como un ejército invencible y saliesen de la estrechez de mi cerebro para ir a batallar, por escrito, en el mundo. El aforismo «publicar o perecer» cobraba un nuevo sentido y una nueva urgencia.

Conocía cada libro por su olor, sus dobleces, su peso. No necesitaba leer el título del volumen para reconocer el torbellino de la Comedia de Dante, conocida como divina, pero mucho más conmovedora por su humanidad. La tomaba, reverente, y mis nervios sentían la excitación de los impulsos que la habían

creado: las decepciones, las creencias, las humillaciones y las pequeñas venganzas que prepararon a su autor para congeniar con la belleza, la perfección. Percibía cuánto de superstición la impregnaba, e imaginaba la figura sesuda de Dante como un maníaco obsesivo, realizando sus caminatas y doblando siempre a la derecha, para evitar la aterradora siniestra, y su presagio del mal.

Cuando rozaba los volúmenes empolvados de Proust, me faltaba el aire, y me sentía ofuscado, con la luminosa sonoridad de sus palabras reverberando en los vitrales de una catedral. Y, si pasaba cerca del Quijote, me sentía atraído por el calor de su fantasía, y siempre me acercaba para sentir el olor del buen vino barato de las tabernas, y escuchar un poco de la música punteada en las guitarras y de las risotadas espasmódicas de la gente.

Conocía también los volúmenes de filosofía que exhalaban un aroma mezcla de lógica y locura. Nietzsche siempre parecía acompañado de tambores y címbalos, en un ritual pagano que se perpetuaba. Spinoza, Sartre, Platón, todos ellos poseían características propias que me permitían reconocerlos desde lejos, del otro lado de los estantes donde se acomodaban, pero en los que nunca dormían. No existen libros más insomnes que los filosóficos... Desde los más ignorados a los más célebres, desde los más populares a los más sofisticadamente eruditos. A todos podía reconocerlos sin error.

Prescindía de la vista hasta para leerlos. Repasaba los textos ilustrados sin saber que estaba leyendo solo con los ojos de la memoria. Y fue por eso que me costó tanto percibir mi ceguera, que se manifestó primero en la escritura, y no en la lectura, como hubiera sido de esperar. Si yo fuese como los monos del experimento, y me hubiese habituado a escribir a máquina, habría compuesto las obras maestras mundiales y rescrito no solamente el Quijote, sino también Madame Bovary y el Gilgamesh, todo dentro de mis Mil y una noches. No obstante, solo conseguía escribir usando pluma y papel, y así fue que nada pudo ser rescrito, y tuve que seguir girando alrededor de estas obras, hilvanando temas e ideas, acortando distancias, y ajustando perspectivas que extraía de los libros amados.

Fue por mi incapacidad para escribir que necesité de los servicios de ella, que ya trabajaba conmigo hacía algún tiempo. Discreta e indistinta son los dos adjetivos que me gustaría utilizar para describirla, pero ya hace tiempo que renuncié a todas las descripciones. Puedo solamente contar lo ocurrido, aunque sea de esta forma extraña, susurrando cosas en este micrófono, conectado a las cintas magnéticas que preservarán, por un determinado tiempo, mientras alguna tempestad solar más intensa no resuelva destruirlas, mi voz, mis angustias y mis incertidumbres.

Cuando ella asumió las tareas de secretaria hacía las cosas que nunca deseábamos hacer: organizar cuentas y archivos, atender el teléfono, llenar las plumas de tinta y dividir el día en secciones según las actividades programadas. En verdad, ella trabajaba para mi madre que, ya enferma, tenía dificultad para responder las cartas de los editores y lidiar con las exigencias bancarias y domésticas. Mi madre, mujer extraordinaria, había llegado a conseguir una candidata para esposa que pudiese ocupar su lugar, pero la secretaria se fue quedando y, después de la ausencia materna, la heredé, como se hereda un mueble de familia. Ella siempre fue una persona callada, y su presencia era denunciada, no por la agitación del aire o por sus ruidos, sino por la viscosidad del silencio que siempre la rodeaba, y por la consistencia del sosiego que imponía.

Creo que ella ya había percibido mi ceguera, incluso antes de que esta se manifestase. Entonces, artesana matemáticamente precisa, geómetra de la vida, se preparó para el día en que, vencido, la llamé para un primer dictado. Una carta banal. Después, un asunto urgente y más complicado. Al poco tiempo se transformó en parte de mi sistema. Escribir sin ella me era imposible. Por más rápido que yo pronunciase las palabras, o por más despacio que las articulase, su texto nunca estaba errado, y ella se apresuraba a releerlo con su voz espectralmente serena, tranquilizándome.

Ella me adiestró bien. Ya no la sentía más como una presencia extraña, sino como una parte del sistema, comparable a la tinta de la pluma. Esencial, pero sin importancia intrínseca. Cumplía sus funciones, y yo confiaba en ella. El primer desliz ocurrió, probablemente, sin que yo me percatase. Una palabra inocua cambiada por un sinónimo. Borrar «palabra» y escribir «vocablo». ¿Alguna diferencia? En principio ni yo mismo lo notaba. Sobre todo porque ella siempre fue una persona sabia y dueña de un innegable buen gusto.

Y nunca habría hecho un cambio que hiriese la musicalidad propia de mi composición. El ritmo siempre se mantuvo, lo que había cambiado, sin que ni yo mismo me diese cuenta inicialmente, era un simple matiz.

Un día percibí una palabra remplazada. Y ello ocurrió porque, en la víspera, había quedado descontento con mi propia frase. Antes de proferirla, como era mi costumbre, había dejado que su sonido hiciera eco en mi mente, una, dos, varias veces, pero siempre mi cerebro había tropezado en el mismo punto, en la misma palabra de tono levemente pedante y desusado, que me tenía descontento. Cansado, capitulé y, resignado, acepté la palabra insistente. Al día siguiente, como era su costumbre, ella releyó el último párrafo para que yo pudiese rencontrar el ritmo y reiniciar el proceso creativo. Sin embargo, en vez de la frase malograda, había en su lugar una sentencia fluida y sinuosa, una perfección serena. Me faltó la respiración por un instante; ella notó mi sorpresa, pero mantuvo la calma y aguardó a que yo me manifestase. Cobarde, me callé. Después de todo, ella había mejorado mi obra, había pulido una arista, la había perfeccionado. Me callé, y continué callando las otras veces. Las correcciones se multiplicaban. Y, a partir de cierto momento, ya no ocurrían solo en los trechos que no me satisfacían. Yo terminaba un día de trabajo, complacido con los resultados obtenidos y, al día siguiente, percibía que lo que me había dejado satisfecho ya no existía, sustituido por un texto invariablemente mejor que el mío, más nuevo, más resplandeciente, con una cualidad de joya pulida y bien tallada, cuya arquitectura reproducía la luz de los pensamientos expresados con más contundencia e intensidad.

Fue entonces que el verdadero juego se inició. Con osadía creciente, la secretaria llegó a cambiar mi idea central. Una vez, dos veces, todas las veces. Como un dios juguetón, comenzó a revocar los dictámenes de mi naturaleza, y atenuaba los golpes con los cuales yo pretendía herir a mis personajes. O los exponía a reveses no planeados por mí. Si yo los sentenciaba a muerte, ella los salvaba, aunque solo fuese para permitirles componer una epopeya entera en un tiempo congelado, al final del cual la bala disparada por mí alcanzaría fatalmente al corazón del condenado. Si yo los salvaba, ella los tornaba estériles y áridos, enmudecidos.

El trabajo creativo dejó de ser fruto de mi voluntad para convertirse en la labor de dos inteligencias antagónicas, ocupadas en superarse una a la otra. El texto devino tablero de ajedrez, donde cada uno de nosotros intentaba anticipar los posibles movimientos del otro. Si yo cerraba una puerta, ella abría un corredor. Si yo enderezaba por un camino, ella proponía una bifurcación, y percibí que, ahora, toda mi inventiva se orientaba a escapar de los laberintos que ella me creaba, y que mis textos nunca habían sido tan complejamente simples. Resentido, advertía que la cualidad de lo que producía ya no dependía de mí, sino del juego en el que me hallaba prisionero. Irritado, dejé de dictar. No soportaba la idea del desafío que ella me proponía, quería silenciarla, aniquilarla. Solo que, silenciándola, yo también me aniquilaba.

Entonces intenté un subterfugio: conseguí otro escriba, un discípulo que me admiraba y que siempre leía mis textos recién publicados y releía mis libros largamente venerados. Los dictados transcurrían sin novedad, pero eran extremadamente agotadores. Si yo mencionaba una de las obras de mi biblioteca imaginaria, tenía que explicarle que las páginas citadas solo existían en los volúmenes de mi propio universo. Cuando decía el nombre de un detective maldito, o de un jefe de clan perseguido por su suerte, tenía que deletrear sus nombres, explicar la geografía de sus lugares de nacimiento, darles la genealogía exigida por la impaciencia inquisitiva del escriba. Y nada cambiaba, no había más sorpresas inesperadas: si mis palabras acaso se presentaban de manera opaca y sin vida, nadie osaba pulirlas y reagruparlas; si mis palabras se embotaban y aparentaban desgaste, no había quien las voltease y airease. Tenía que admitir que sentía la falta de ella, de su silenciosa labor, de la tela en la que me enredaba y que, después de la extrañeza inicial, comenzó a estimularme.

La llamé otra vez, y la secretaria compareció dócil. Dicté una página, y ella la releyó, serena. La escuché tenso, aguardando las manipulaciones que yo había aprendido a respetar, pero no se apreciaban cambios notables. En verdad, ninguna modificación había sido hecha. Intenté componer frases inconexas, duras y sin ritmo, para forzarla a reaccionar, pero ningún cambio, ninguna corrección tuvo lugar. Me estremecí, quedé desorientado, no sabía qué hacer. Nuestro juego había sido siempre silencioso, tácito, en ningún momento habíamos admitido que jugábamos. Decidí esperar, tan paciente como ella, con la esperanza de que en los próximos días volviese a colaborar en mis composiciones. La secretaria, no obstante, permaneció impasible. Todos los días yo aguardaba, expectante, la lectura que ella haría de mi trabajo de la víspera, al acecho de sus juiciosas intromisiones. Lo que yo oía, sin embargo, era tan solo el mismo texto que había pronunciado y que me parecía cada vez más anémico, cada día más confuso y, por qué no decirlo, senil. Desistí de hacer correcciones, nada me satisfacía y mis historias se resentían con tantas tachaduras y enmiendas. Sin embargo, no tuve el coraje de interpelarla. Me mantuve silencioso y me fui desanimando, dictando cada día menos. Sabía que de esa manera nunca conseguiría terminar el nuevo libro, pero ni el temor de encontrarme con mi editor me motivaba a componer nuevas historias. Percibía, ahora, que ella me era necesaria, que me había enviciado a sus cambios y que solo deseaba crear textos para verlos revueltos, reordenados, dialógicamente trabajados en laberintos cada vez más complejos.

Esa situación ya se extendía por algunos meses, cuando recibí la visita del escriba al que había abandonado. Admirador exaltado, él elogiaba mi nuevo libro, se deshacía en alabanzas, y hacía comentarios casi ininteligibles. Pero yo no sabía de ningún libro nuevo, y tenía plena conciencia de que todas mis historias recientes estaban deshilachadas, rasgadas, sin estructura. Sabía que ninguna editorial publicaría textos como aquellos, ni siquiera con mi firma. Pensé que, desanimado por la demora de nuevas entregas, quizá mi editor hubiese lanzado una redición de obras antiguas, pero el escriba lo negó. Y además me garantizó que esas historias eran lo mejor que yo había publicado. Se exaltaba, diciendo que ni Dédalo sabría componer laberintos más sofisticados que los míos. Le pedí, entonces, que me diese un ejemplo de lo que tanto le agradaba y él me leyó el fragmento de un cuento. Me sentí transfigurado. Una mezcla de placer y terror me invadió. El cuento era mío, pero yo nunca lo había escrito. Reconocía mi idea, un grano de idea que le había lanzado a mi secretaria. Pero aquel grano se había transformado en una simiente que retoñó exuberante, convirtiéndose en un árbol frondoso, al que yo desconocía enteramente, aunque lo supiese parte de mí mismo. A mi pedido el escriba continuó la lectura y acabó por leer todo un libro, de mi autoría, pero que yo sabía que jamás fructificaría a través de mí. Las historias eran mías, aunque yo nunca las hubiese formulado. El estilo era tan próximo al mío, que yo mismo tenía dificultad para detectar las diferencias. Sin embargo, una especie de luminosidad, de brillo, que parecía desprenderse de cada palabra, formaba una reverberación que, sabía, mis textos jamás tuvieron.

Ella me había usurpado totalmente. Había prescindido de mí, negándome hasta el juego inicial de la composición ajedrecística. No puedo, ni quiero desenmascararla, pues con eso me destruiría a mí mismo. Por otra parte, reconozco los textos como míos, y esos nuevos cuentos complementan y amplían mis historias del pasado y les dan una nueva dimensión, nuevos significados. Sin mi producción actual, mis cuentos del pasado quedarían truncados, inexplicados e inexplicables.

Me convertí en el autor más celebrado de mi país, soy un éxito viviente y seré un clásico después de mi muerte. Ella, no obstante, no pasa de ser un fantasma. Depende de mí para publicar sus textos y nadie la creería si, un día, revelase ser la verdadera autora de mis libros. Soy Borges, el gran Borges, amado y reconocido, admirado. Ella es una secretaria sin nombre y sin presencia, envuelta en un silencio cada vez más viscoso, que morirá en el mismo instante en el que yo cierre mis ojos para siempre. Ciego y callado, soy yo quien resplandece enteramente, y la observo consumiéndose en mis glorias. Después de mi muerte, ella no podrá seguir usurpando mi voz, bajo pena de revelarse una impostora sin valor. Para conservar la obra que creó, tendrá que callarse. Y, para que ella desaparezca para siempre, me callo también, y he de dejarla encerrada eternamente en el mejor laberinto que jamás se construirá: el del silencio indiferente del Otro.

 

cuento de Lúcia Bettencourt

Traducido del portugués por Manuel Rodríguez Ramos

Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 pp. 93-98

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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