Elegía para Juan Manuel Inchauspe |
Leva en la mirada
oscura, navega el pensamiento en la
arruga del ceño, ceñida como una vela al
viento la cabeza de Juan en el perfil
izquierdo de su cara. La cabeza apoyada sobre la mano derecha
que rodea el mentón, el candado del pelo de la barba,
la herida de la boca encerrada
bajo el bigote. Alta. La mano alada eleva
la cabeza, la alza por encima del
cuello, del cogote _como él
decía_ sin perder la
elegancia, en la elegía de una vieja
conversación: cerveza santafesina en
la mesa de la amistad tranquila, la mesa clara de Saer y de Juan, en
otra foto. Pero en ésta leva una luz. La luz de una expresión infusa en los sesos, del peso inexpresado de eso en
la mirada. No el reflejo de un
foco, ni el haz que se astilla contra
un cristal, detrás, contra su nuca. No. Una luz en la pupila,
un punto iluminado, un asunto rodeado de pura luz
en la oscuridad de sus ojos. Algo como el alma que no
sabemos, el fuego que no inventamos, el veneno vencido con
el mismo veneno. Eso. Misterio
escayolado que en los huesos queda y
fulge en la osamenta su “furiosa estrella: Arturo, el
Centauro, la Osa.” nombres de fuego dictados
a otros hombres, dijo Juan. Acordado, fiel al
eco de su voz, dijo: “Combate” y “
Trabajo”. Las palabras, de pronto, anclan en
su cabeza donde
la araña trama la
tela tensa del poema: “Que sea la
frialdad de los otros lo
que ha venido aquí envolviendo
mi cabeza, empujándome. ¿Qué
importa?” ¿Qué
importa ahora la
cabeza de Juan, el medio cuerpo en
blanco y negro, el botón de la camisa, la
sortija de un mechón de cabello apretado
a la sien. Un recuerdo de él en
los diarios...? (No
vivió para eso sino para los besos, los labios que
fueron sueños, sudarios, mortaja fluvial de los sueños, Epitafios
de tantos, Tuñón) : “Todo
arde” Mi
cuerpo solo en el desierto del colchón donde
siento que la muerte me abraza más
amorosamente que la vida. Para decir estuve, estuve en tal pasión, en tal recodo... También,
Juanele, el Juan -para
los íntimos- en esa fotografía tomada
por Courtalón, sobre
mi escritorio, me abrazaba en
su guía como
el faro que atrae a la tormenta, y
la ilumina, la enfrenta claramente a
los ojos. Esa luz. Y el despojo de
todo eso. La poesía, la vida. Aquello de
la creación que Saer definía como un complot: el
lugar donde se está montando una bomba....
Una bomba montada
en el corazón de una esquina en
la que Juan José te cuenta: para
escribir “El limonero
real” tardé nueve años y
a “Cicatrices” lo escribí en veinticinco noches... Esa luz que
no luce, que vela la rebelión, la pelea velada
del cuerpo. El apareo de
ese goce que nace del roce
fugaz, de la “rosa real de
lo narrado”. Como cruzar
a nado el vientre del Paraná partido
en dos por un trueno. Por el
filo calado del lamparón. Y
el ruido en el que se quema el río, es música.... (Esa
luz, esa acústica. Un sonido abandonado al oído. En
el caracol del oído donde
suena esa música. Esa que
no llegaba nunca y cuando llegaba era
seda acordada, cuerdas de un laúd magnífico. El oficio y
el arte, Juan) Ahora, roza
la eslora de tu cara el fluir. Aflora igual
que el ahogado a otra orilla, el recuerdo: y
vive allí, no
en la mano amputada de aquel
amor, no
en el abrazo de tu palabra camarada, sino en
el muñón enamorado de esa palabra.
Aquello embelesado
en la luz, atravesado por la luz que
leva en tu mirada, que navega en
esa luz primera y última: llama del ser que
fue de luz, ultimado por
ser de luz. Ahora Se
incendia en
la fugacidad de otra tarde, todo. “Todo arde”,
Juan. Porque esta hora de decepción, que alimenta la rosa del
porvenir se
pierde. No se besa. Se muerde el
amor. Se devora, se hurta, se harta. Se
atiza para
morir de su fuego. Como el árbol
del alcanfor, Juan. Su llama no deja ceniza. |
Concepción Bertone
Poema del libro inédito “Los bienes debidos”
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