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Mariposa
Cuento de Diego Bermani

El vuelo necesario

 

Lo extraño y una conmoción vital pueden originarse en una mañana quieta, en el patio de casa, en soledad. Una percepción distinta elimina el lugar común, detiene el tiempo que concebimos por hábito, aparece el sueño. Luego se vive para volver a ese instante fugaz.

 

Relato de carácter autobiográfico. Recuerdo solitario. Confesión triste. Deformación del deseo. Otro sueño más arrastrado hacia una tumba. Casi una súplica. En los dominios de la melancolía. En la lúgubre llanura del rencor. Un viento que arrastra cenizas. Hace mucho tiempo atrás.

 

Con Mariposa llegamos a la publicación número 50 de esta Ciudad que se va edificando - por ahora- con la escritura y la imaginación de 16 constructores locales; también parece mentira.

Coordina Diego Fornía. Diagramación y fotomontaje: Germán Sayago

 

Ese día desperté con un humor de mil diablos. Era tarde, cerca de las once, y no tenía nada que hacer. No me detuve en la cocina, sino que pasé directo al patio. No tenía ganas de desayunar. Me senté en un banco de ésos que hay en los parques, bueno, en mi casa teníamos uno que mi padre había comprado, y me quedé mirando el piso. Qué desperdicio de vida. Sólo había una cosa por hacer: dejar pasar los minutos hasta que se hiciera la hora del almuerzo. Quizás más tarde pasara algo. ¡Cuánto tedio en esa mañana de verano!

 

Me acerqué a la pileta (era una pileta de lona) y miré dentro de ella. El agua tenía una coloración verdosa y estaba llena de hojas e insectos muertos. Se había ido evaporando con el paso de los días y llegaba ahora hasta la mitad. Cerca de un vértice vi una mariposa que se había caído en el agua. Era una mariposa muy pequeña, sus alas no pasaban de los dos centímetros. Estaba patas para arriba con las alas adheridas a la tensión superficial del agua, trataba de batir las alas por lo que deformaba la superficie, pero no generaba ondas. Después de un par de intentos logré sacar el pedazo de agua donde yacía atrapada. Filtré el agua verde a través de mis dedos hasta que la mariposa quedó posada sobre mis manos. Sus alas mojadas se pegaron a mi piel y tuve que despegarla con mucho cuidado para no lastimarla. La llevé hasta el asador donde el sol daba de pleno en los ladrillos rojos, y la dejé delicadamente sobre una pequeña superficie horizontal que forma parte de la estructura de la chimenea. Permanecí a su lado, filmando despacio, convencido de que se encontraba medio muerta y de que todo había sido inútil. Moriría. Debe haber estado exhausta.

 

¿Quién sabe cuánto tiempo hacía que estaba allí? Probablemente demasiado tiempo. Pero el sol no tardó en secar sus alas, porque sus alas eran delgadísimas, casi transparentes, a pesar de los colores vivos y furiosos, y mágicamente emprendió el vuelo. Estoy contento de haber vivido ese día. Aquella vez me sentí como un dios, como un dios adolescente que se inicia en el descubrimiento de la dimensión y el alcance de sus poderes, y también, en el entendimiento de lo que podría pasar si algún día llegara a perder el control de sí mismo. Nadie puede destruir las emociones que fueron creadas ese día.

 

Ahora, cuando estoy cerca de una pileta medio llena de agua verde, no puedo evitar salir corriendo a ver si hay alguna mariposa ahogándose.

 

He considerado seriamente comprarme una red para mariposas (las redes se usan especialmente para atrapar peces) y construir una habitación diseñada para contener a miles de ellas, de todos los tamaños y colores. ¿Para qué querría un hombre como yo una habitación llena de mariposas? A veces tengo que contenerme para no salir a cazar mariposas que luego podría arrojar dentro de piletas para después salvarlas y volver así a sentirme como un dios. Porque eso hacen los dioses. Durante años he deseado secretamente volver a vivir ese día.

 

Sería hermoso poder vivirlo una y otra vez, pero con pequeñas variaciones: primero una mariposa, luego un murciélago, después una mosca, otro día una paloma, al cabo de unas semanas una rata y finalmente una flor.

 

Me acerco a la pileta y veo dentro una rata. Nada de un lado al otro tratando de salir, pero no puede. Con sus bracitos no alcanza el borde. Miro que se dispone a ir hacia el otro costado y avanza un poco y de pronto se hunde. Me apresuro a sacarla. A la rata, mi mano atravesando la superficie, abriéndose y yendo en pos de ella, debe haberle parecido un monstruo marino. Pienso que por la desesperación va a rasguñarme, sin embargo apenas si se agarra a mis dedos. Su pelaje mojado se siente áspero en la piel. La dejo encima del asador. Al comienzo se queda muy quieta. Luego, en un instante se sube a la pared, la cual tiene pedazos de vidrio en la parte de arriba, pero ella la atraviesa como jugando y desaparece sobre los techos.

 

Me acerco al borde de la pileta y miro dentro de ella. Cerca de un vértice veo una flor que se ha caído en el agua. No sé qué flor es. No sé mucho de flores. Después de varios intentos logro sacar el pedacito de agua donde está atrapada, dejo escurrir el agua verde entre mis dedos hasta que la flor se posa sobre mis manos, la llevo hasta una pequeña superficie horizontal donde el sol da de pleno y permanezco a su lado sin esperanzas, filmando pensativamente. Ella morirá. Estoy seguro. Pero el sol no tarda en secar sus pétalos, porque sus pétalos son delgadísimos, casi transparentes, y mágicamente emprende el vuelo.

Diego Bermani
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
30 de mayo de 2010

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