Amigos protectores de Letras-Uruguay

Límpido
Cuento de Diego Bermani

Desde niño noté que no era como los demás. Recuerdo una vez, cuando todavía estaba en la primaria, que alquilamos una película con mis amigos, en su mayoría compañeros de la escuela. La película era una comedia familiar de ésas de Disney y trataba de un científico brillante pero despistado que sin querer encoge a sus hijos a un tamaño de insecto con su más reciente invento. A mis amigos parecía hacerles mucha gracia la película pero yo empecé a pensar en lo estúpido que era suponer que se puede encoger algo con un rayo, por más brillante que éste sea. Pensaba tan ensimismado que no vi nada de la película salvo el comienzo. ¿Por qué sus hijos no están muertos? Me preguntaba una y otra vez. ¿Cómo hacen para seguir respirando? Es absurdo, no tiene el menor sentido. Los receptores químicos de los pulmones y la sangre de los chicos no están hechos para procesar moléculas de oxígeno gigantes. Deberían haber sufrido una agonía espantosa (siempre tenía pesadillas acerca de morirme por asfixia, era algo que me aterraba) y sin embargo seguían allí corriendo por toda la casa como cucarachas. Por lo menos el guionista debería haber tenido la consideración de ponerles a los chicos trajes de buzo en el momento del accidente para que pudieran seguir respirando el aire miniaturizado dentro de los tanques. Y estas interrogantes dieron paso a otras. ¿Por qué no se quedaron ciegos? Sus ojos no están hechos para detectar fotones cien veces más grandes de lo normal. Luego llegué a un punto de lo más interesante. Todo lo que existe está constituido por distintas combinaciones de tres piezas elementales: neutrones, protones y electrones. Y hasta donde sé, el tamaño de cada una de ellas es constante en todo el universo. Entonces el acto de encoger algo, un pedazo de madera por ejemplo, equivale a crear nueva materia. Y no sólo eso, sino que además, teniendo en cuenta que la materia es sinónimo de energía y que todo cuerpo negro por encima del cero absoluto irradia energía electromagnética en todas direcciones, se hubiera creado al mismo tiempo una nueva energía asociada. ¿Cómo reaccionaría la materia circundante al entrar en contacto con la materia extraña? ¿Qué pasaría en la interfase, es decir, en la piel de los chicos? Creo que la reacción sería similar a la de un organismo al que le trasplantan un órgano. Lo más seguro es que el organismo receptor trate de aniquilar la materia invasora. Sería como poner en contacto materia y antimateria. O probablemente no pasaría absolutamente nada. Quizás los dos sistemas serían tan distintos que sería imposible cualquier interacción entre ellos. ¿Quién puede saberlo? Aparentemente el guionista nunca se dio cuenta del lío en el que se estaba metiendo.

Sé que son momentos insignificantes, pero si nos ocurren el número suficiente de ellos, si forman una larga serie de acontecimientos inevitables, conscientes o inconscientes, el resultado será un distanciamiento de los demás. Una grieta se abrió ante mis pies y detrás de ellos y a mi derecha y a mi izquierda, una grieta que con el tiempo crecería hasta convertirse en un abismo. Como un rift centro oceánico.

Siempre fui un joven un poco extraño, a pesar de la timidez y la melancolía. Hubo un par de años que fueron un verdadero infierno para mí. Entonces solía imaginar que me pegaba un tiro en la cabeza. Funcionaba como una especie de consuelo. Sin ese gesto síquico probablemente hubiera terminado pegándome un tiro de verdad. Cada segundo que tenía libre imaginaba que apoyaba el cañón en mi sien y apretaba el gatillo del revólver. O bien me introducía el cañón en la boca, es bueno variar de vez en cuando. A veces, en lugar de un revólver, usaba una pistola semiautomática de un gris oscuro parecido al de los relojes de titanio. Con el tiempo esto se volvió casi un tic. Lo imaginaba en todas partes, caminando por las calles, en la universidad, mientras hablaba con alguien. Llegué a promediar la suma de más de sesenta suicidios diarios. Mil ochocientos al mes. Veintiún mil novecientos al año. Alrededor de cuatro por hora. Lo que variaba bastante según el clima, los estrenos de cine, la humedad ambiente, la velocidad del viento, si era día de semana o no, si por casualidad me cruzaba en la avenida con un perro raquítico. Incluso cuando estaba con una persona y ésta me daba la espalda por un segundo, hacía la mímica del acto, ponía la mano derecha en forma de pistola, me la llevaba a la sien y movía de golpe la cabeza hacia la izquierda como si efectivamente hubiese salido un proyectil de la punta de mis dedos. Me volví un eximio mimo del suicidio, pero sólo de eso. Nunca me salieron el campo de fuerza ni la escalera ni ninguna de las otras dos o tres cosas que siempre hacen los mimos. Demás está decir que sobre todo lo hacía cuando estaba solo. Esto era doblemente divertido ya que después de la detonación me desplomaba sobre el piso y me quedaba inmóvil en la posición en que quedara, por más incómoda que ésta fuera, con los ojos abiertos y sin pestañar. Primero relajaba las piernas y los brazos, luego me dejaba caer como si estuviera parado en el borde de una piscina. Y yo era el rey de los mimos. Muchas veces me provocaba moretones y rasguños en el rostro que luego tenía que explicar en molestos interrogatorios. Solía decirme en voz alta después de estas escenas: «Marcel Marceau estaría orgulloso de ti, muchacho.» Esa frase me causaba una gracia tremenda y no podía reprimir una risa franca y abierta. Tardé meses en deshacerme de ese hábito. Últimamente he vuelto a imaginarlo, pero más por nostalgia que por necesidad.

No puedo decir que mi vida sea plena ni me considero un hombre feliz, pero al menos puedo vivir. Hoy por hoy puedo soportar la vida y de vez en cuando tengo algún momento de felicidad. Pero hubo una parte de mi vida, una parte que duró un par de años, en que estaba triste todo el tiempo. Ahora miro hacia atrás y no me explico cómo hice para salir vivo de esa gigantesca región de sombras. Fue un tiempo en verdad negro, como si hubiese vivido en las profundidades de una gran boca. Nada de grandes dolores ni grandes tragedias, yo sufría por otra cosa, una especie de vacío que me abría de adentro hacia afuera. Por supuesto nadie sospechó nada. En parte porque siempre he sido muy reservado y en parte porque nadie podía ayudarme. Fueron días interminables. La sensación predominante era de acorralamiento. Me sentía ferozmente acorralado. Me volví taciturno, sombrío, fatal. Estuve triste, terriblemente triste, durante mucho tiempo. La mejor parte de mi día era a la noche cuando me desplomaba sobre la cama y lograba dormir sin soñar, como un simulacro de muerte. Esos pedacitos de inconsciencia eran mi refugio. Sin ellos me habría vuelto loco. Dormir sin soñar, como en un coma. Hundirme en un sueño profundo como en un lago negro, estuario de sombras, océano de tinieblas, como velos superpuestos. Las mejores vacaciones de toda mi vida. Ésos eran los únicos momentos amables que podía permitirme. Sin embargo mientras esperaba ansioso el sueño y el reconfortante abrazo de la nada no podía dejar de pensar que mañana tendría que empezar todo una vez más.

No hace falta tener sesenta años para estar harto de esta vida. A veces solía coquetear con la idea de que perdía las piernas en un accidente. Entonces el gobierno me pagaría una pensión miserable por discapacidad con la que podría vivir precariamente y las personas me dejarían en paz porque no tendría piernas y sería digno de lástima, y podría pasar los días con la nariz metida en mis libros. Qué magnífica excusa. No tener piernas. Un corte limpio apenas por encima de las rodillas y dos muñones perfectos orientados como cañones sobre la cuerina de la silla de ruedas. Eso resolvería algunas cosas. Desde luego que consideré hacerlo en alguna ocasión. Atravesarse delante de un auto no reviste mayor problema, la dificultad reside en restringir el daño a las piernas, porque no quiero, por ejemplo, quedarme manco. También podría acostarme transversalmente a las vías del tren con las piernas sobre los rieles. Pero en esta ciudad no hay subtes ni trenes de pasajeros, así que quedarían solamente los trenes de carga, y a éstos se los ve tan poco por aquí, casi nunca. Además, ¿quién conoce los horarios de estos gigantes?; ciertamente nadie que yo conozca. Aparentemente sólo aparecen cuando uno está detrás del volante y con los segundos contados, por lo que debería bajarme del auto volando, lo que ya no parecería un accidente dados los otros conductores observando la escena. Pero aun suponiendo que lo haga de este modo queda todavía un problema por resolver, un detalle crucial. ¿Qué me garantiza que esta vez la ambulancia llegue a tiempo? No me entusiasma la idea de morirme desangrado al lado de las vías del tren. Quizás cortarme las piernas sea una exageración y con mis pies sería suficiente.

Diego Bermani
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto

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