El amor todo locura

Cuento de Martha Berlín

Primer premio del Concurso de cuentos de El molino de pimienta. Cabaret literario

Martha Berlín: Es porteña, del barrio de La Paternal. Publicó dos novelas, una de ellas escrita en colaboración con E. Rodrigué El antiyo-yo y en 1982 con el sello de Ediciones de La Flor, Historia sin monumentos.

El amor todo locura y La prehistoria de la historia la muestran como una notable cuentista.

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El doctor Di Paola se quedó en la puerta cancel de la clínica apostando a que ésta vez Ruby pudiese llegar a la salida. Había puesto todas sus fuerzas en ayudarla y ahora lo iban a intentar otra vez; la miró a los ojos y porque era anarquista no le rogó a Dios.

Ruby le sonrió, giró el picaporte y emprendió la travesía por el largo pasillo, tal como lo había ensayado mil veces con Di Paola. Veintiséis pasos, el obstáculo iba a aparecer junto al tiesto de malvones rojos como granaderos, de guardia bajo el dintel de la puerta que se abría a la calle Amenabar. Ella miró el cielo, como le había enseñado Di Paola que hay que mirar el cielo. A veces Di Paola era burlón, otras hablaba como si lo guiase algo maternal y mesiánico. Ruby comenzó a caminar más despacio, hasta ahora había avanzado dieciséis baldosas, tal vez dos minutos en el reloj de Di Paola. No tuvo el vehemente impulso de abrocharse el guante de botones perlados que le llegaba más arriba del codo, posiblemente porque Di Paola se lo había guardado antes de salir, y ella observó que lo había tomado tan suavemente como a veces le sostenía la mano. También le dijo que si hacía fuerza podía llegar a la salida, que a él le iba a gustar que llamase a las cosas por su nombre, que si un día subían a un taxi lo llamase taxi y no carruaje. Ruby respiró hondo, para seguir avanzando, como contaba Di Paola que hacían los atletas, pero a veces ella no sabía lo que era un atleta, y ahí, a diez baldosas, la puerta se encaraba con ciclópeos ojos de bronce, redondos y sin párpados. Di Paola le hubiese preguntado: —¿Quién te miraba con esos ojos?— Pero ella no podía recordar. El miedo la sumergió en un viaje solitario y tétrico. Apareció el rictus, instintivamente se llevó el dedo a la boca y se pegó la lentejuela en el hoyuelo, tal como lo hacía todas las noches para guiar a los hombres al N° 9 de la rué D’Antín. Asumió la insolencia de su belleza y la indescriptible gracia con que recorría sus habitaciones cubiertas de diamantes y objetos preciosos. Di Paola decía: —Las porcelanas de Sevrés cuestan un huevo. Que los muebles de palo de rosa no le servirían para mucho. Que en Buenos Aires corren los dólares y no los francos. Y que si iban a la cancha de Boca, ¡minga de sedas y terciopelos!— Frases que a Ruby le parecía una obscenidad sobre todo porque eran acompañadas por gestos que no haría ningún caballero. Decía que la “Bombonera” era mejor que “La Opera”, que este río no era el Sena. Que Palermo era Palermo aunque se pareciera al “Bois de Boulogne”. No obstante la puerta aparecía enorme y gelatinosa y ella no se proponía cruzarla. Cuando estaba casi bajo el dintel, arrancó las flores de los malvones, masticó los pétalos y el sabor a sangre le llenó la boca. La puerta se convirtió en un punto ínfimo. La maceta estaba como siempre con una pata de alambre chueca. Ella se llamaba Margarita, estaba enamorada de Armando Duval y si pisas la raya ¡te morís!.

Di Paola miró el reloj, habían pasado siete minutos, no quiso darle más tiempo porque si sobrevenía el ataque, era conveniente que abriera los ojos estando él a su lado, por el criterio de realidad y todas las cosas que estaba probando.

La encontró como la primera vez, con la saliva roja manchándole los labios y las manos teñidas de flores de malvón. La levantó del piso con la impotente realidad de un animal vencido y la llevó al cuarto de la ventana tapiada, el cuarto que Ruby llamaba: la mansión de la rué D’Antín. Estaba dormida, los cabellos negros y las cejas tan perfectas que parecían dibujadas. —Blanca Nieves- masculló Di Paola y pensó en los que hacían los príncipes, pero ahí, en la cama yacía Margarita “la de las camelias”, la más hermosa cortesana que conoció París, pálida y tísica, recostada en un lánguido canapé de brocato con patas doradas. El tenía la obligación de curarla de ese cuento, para lo cual construyó una estrategia cuyo primer nivel operativo consistía en demostrarle que él, Godovino Di Paola, no era el maricón de Armando Duval. No le quedaban dudas, la enfermedad de Ruby era demencia melancólica y lo que más jodía era esa obsesión con los malvones, porque si hubieran sido remolachas vaya y pase, nadie hubiera olido la locura.

Margarita despertó y graciosamente le dijo:

—¿Se va? No me aburre usted con su presencia ¿Lo acompaña la señora Duvernoy?— La tal señora era una ramera retirada que le proveía clientes ricos a Margarita. —¡Cagamos la fruta!— Di Paola acompañó con un gesto —No soy el conde de N***, ni te pago 400.000 francos mensuales, ni sos mi mantenida. No me odias. Soy el doctor Godovino Di Paola ¿A ver decíme quién soy?

—Godo... expresó una leve transparencia en la boca de Ruby.

Di Paola sacó del bolsillo el largo guante de cabritilla con botones de perla que le había pedido a la mañana. Pensó si podía protegerla, una sombra de sufrimiento pasó por su cara. Imagino el guante colgado sobre su escritorio, como otros cuelgan jabalíes o cebras. —Tengo que salvarla— pensó. Bajo la luz de la lámpara su sonrisa apareció como una cúpula de metal tocada por la luna. Desapareció la transparencia y Ruby dijo:

—¡Es que estoy enferma Armando! Tuve un mal día.. .— lo miraba con ojos afiebrados —discúlpeme usted si lo confundí con otra persona, tengo una jaqueca horrible. ¿Golpean la puerta? ¿Quién podrá ser a estas horas?.

Di Paola abrió a la enfermera y compasivamente dijo:

—Es Nanina, señora, ha traído su tisana con veinte miligramos de Mogadán— a veces le seguía el juego, porque había leído que lo lúdico es el contrapiso de la salud, y él quería seguir adelante.

—Gracias... necesito dormir...— Reclinó el cuerpo como si estuviera en el canapé de brocato y se llevó el pañuelo a la boca para ahogar un acceso de tos —¿No quiere recostarse a mi lado, Armando?.

Di Paola sintió unas ganas locas de romper a golpes los ladrillos que tapiaban la ventana. Pensó decir: —Me marcho— porque Armando hubiera hablado así. En cambio dijo: Me voy, pero mañana vuelvo con una jeringa, así grandota, de estreptomicina. No me va a escupir más sangre ni aunque mastique diez kilos de malvones, señorita Gautier.

Ruby lo escuchaba con ese gesto tranquilo y majestuoso con que aceptaba todo lo que provenía de él.

—Toque mis manos, Armando, la fiebre me consume... ¿Se compadecerá de mí?.

El no era como Armando, de eso estaba seguro, no le importaba la frustración, porque cuando uno ama no hay fracasos. Aunque Ruby cayera cien veces bajo el dintel de la puerta lo iban a conseguir.

—¡Bueno, dormite!—Se agachó sobre su camita de Blanca Nieves y la besó en la frente.

Pasaron seis meses. Había dedicado a Ruby tanto tiempo que no podía caer en punto muerto. Estaba haciendo algo mal pero no sabía qué. Releyó los mamotretos de los delirios mórbidos; las ciclotimias y las manías desde Krepelín a Borel. Retiró de la Alianza Francesa las seis versiones de La Dama de las Camelias. Exploró la personalidad de Armando Duval. Llamó a Hay Haley a Filadelfia. Leyó la biografía de los Dumas, ambos, por aquello de que hay algo que se hereda. Tuvo en cuenta que la filogenia reproduce la ontogenia y se imbuyó de la sociología parisina de 1840. Compró un mapa de París y grabados de la época. Estaba como para presentarse a un concurso de preguntas y respuestas ¡pero en esta clínica los pacientes eran menos que excrementos! y no le daban tiempo para nada; el tratamiento de Ruby era para largo, y estaba Rizzio con ese ojo clínico perverso, y la maquinita de electroshock a cuestas, mirando a Ruby con codicia, y el gordo Sack, mejor no hablar de ese sádico. Era claro: estaban en peligro. A veces soñaba ilusiones, se veía con Ruby en Palermo o en la tribuna de Boca comiendo panchos con mostaza. En fin, mil pensamientos que en el fondo tienen que ver con un hombre y una mujer.

—Pronto va a tener que pasarme a su enfermita— graznó Rizzio que no tuteaba a nadie.

Rizzio era uno de esos individuos que practican la salud por razones económicas. Una eterna polera negra le asomaba por el cuello del guardapolvo. Segunda piel que cargaba hacía más de cuarenta años y que había sido la particularidad que le ganó el apodo de “Cuervo”, pero también tenía un ojo con reflejos de mica, las uñas corroídas y varios elementos más que avalaban el deterioro y la rapiña.

—A ese tipo de paloma no se la cura pico a pico, Di Paola. Este lugar necesita dar altas, la salud se mide en estadísticas. Eso de los vínculos y las relaciones humanas es una utopía, este establecímiento no es una comunidad terapéutica ni estamos dispuestos a trabajar con psiquiatras comunistas. Y para decirle lo que pienso, usted debe tener segundas intenciones con La Dama de las Camelias. ¡No es que me parezca mal, al fin y al cabo el sexo es salud! ¿lo dijo Freud, no es cierto? y nosotros estamos acá para curar. Hágame caso, pruebe con Alopidol. Le regalo una muestra gratis y va a ver que es mucho más fácil, tengo experiencia.

Cuando se lo sacaron tenía un pedazo de polera viscosa entre las manos y estaba seguro de que le había aplastado el cráneo como a los ofidios.

—Para mí, estás loco— le dijo el gordo Sack cuando se llevaron el cuerpo del Cuervo a la enfermería— ¿A ver si te tomás en serio el papel de Armando Duval?— Siguió hablando para mostrar que había leído el libro. A esta altura toda la clínica se había leído el libro y cada uno tenía su hipótesis de la situación.

Di Paola sintió una gran bronca, se le pusieron rígidos los siete años de medicina. Avanzó a las tripas del gordo Sack y golpeó sin asco a todos los hijos de puta que deberían llamarse cafishios del dolor y no médicos —¡Hay una diferencia, enano! —gritó —Duval era un cobarde.

Quería a Ruby. Quién podía reprochárselo. La quiso la primera vez que le abrió la puerta que da al pasillo y le mostró que el corredor tenía cielo, que a veintiséis pasos había otra puerta que daba a la calle Amenabar. Volvió a sentir lo que sintió el día en que la encontró amasando pétalos de malvón y Ruby escondió los ojos despavorida como si él hubiera descubierto la madriguera de su locura. Le tocó los cabellos negros como la endrina y probablemente fue ahí que se le ocurrió lo de intercalar el juicio de realidad, por eso le contó que la tisis se había erradicado con los antibióticos hacía casi cincuenta años.

—¡ah!— le había contestado distraída Ruby —¿es que también usted está enfermo? — ¡Yo no! Soy Godovino Di Paola, trabajo en este establecimiento que es una clínica psiquiátrica. Ahora decime ¡rápido! ¿qué haces en cuatro patas?.

Rudy empezó a toser cada vez en forma más teatral; no obstante le respondió: —No se preocupe, estoy acostumbrada a estos accesos.

—¡¿Ahsí?! ¡Levantate! No me arranques los malvones—adoptó ese tono porque había leído un artículo sobre el poder en la relación médico-paciente que propugnaba el uso del autoritarismo en caso de personalidades cicloides pero infelizmente la experiencia estaba hecha sobre treinta y nueve casos de mujeres blancas, de ascendencia semita, habitantes de áreas urbanas, con familias de no más de tres hijos. ¡No importa! El iba a seguir como un corsario alado vomitando fuego. No podían quitarle la oportunidad de recuperar las quimeras; lo sostenía la convicción de que el amor sana porque devuelve la alegría. Ruby tenía que ser feliz porque era inocente.

—¡Bah! No vale la pena que se alarme—se había pegado la lentejuela en el hoyuelo —Qué quiere, no puedo descansar y es preciso que me distraiga un poco. Después de todo, qué más da, tratándose de mujeres como yo... ya ve como los otros se desentienden de mí; el caballero al que usted llama Rizzio, sabe que mi mal no tiene remedio, vea que pálida estoy— Hizo alguna alusión al canapé de brocato del que se acababa de levantar. Bruscamente le ofreció el brazo ¿viene usted, Armando?, regresemos a la sala.

Di Paola la agarró del hombro y con lúgubre firmeza le dijo:

—Acá hay solamente dos salas: la del eletroshock y la de la morgue. Si te agarra Rizzio ¡minga de velas y bujías! ¡Kilowatios, entendés!— Apuntó al cielo raso con el dedo —en este barrio no hay cortes de luz, nena.

Desde ese día comenzó a mostrarle que el corredor tenía cielo: de mañana, de noche y cuando llovía. Caminaron los veintiséis pasos hasta la otra puerta y le sacó muchas veces el guante de cabritilla, despacio, como cuando un hombre va a amar a una mujer.

Llegó el otoño, el cuadro seguía en crónica alternancia. A veces pasaba una semana en que Ruby era Ruby, otras en que se ponía largos vestidos y se tiraba lánguidamente en la cama como si fuera el canapé de brocato y hablaba de “La Opera”, de los condes y de la mansión de la rué D’Antín, mirando el vacío sin darse cuenta de nada. Di Paola se agarraba a la vieja idea de la doma bravía: la del hombre fuerte pero también capaz de acunar, pero si Ruby lo seguía viendo como al mequetrefe de Armando Duval sonaba todo el proyecto; eso de atravesar el pasillo se estaba haciendo denso ¿y si la información científica fuera errónea?, se preguntó. Ya se sabe que a cualquier enfermo se lo puede enterrar en pirámides de estadísticas. Nadie podía decir cuál era el cero coma, cero por ciento de Ruby que había en Margarita, porque si el todo es la representación de la parte, entonces Margarita era un aspecto de Ruby y él tenía que construir el puente entre las dos personalidades.

Una tarde de domingo estaba en la guardia tomando café con todos los cuervos del séquito de Rizzio. Desde el cuarto de Ruby se oyeron extraños ruidos. Di Paola largó la taza que tenía en la mano, desaconsejando a los otros médicos cualquier movimiento. La cosa era clara, si alguien le tocaba a Ruby lo hacía pelota.

Cuando abrió la puerta del cuarto, Ruby ya no tenía el cabello dividido en dos espesos bandos que se unían sobre la nuca, sino el pelo largo y suelto. Unos jeans ajustados y de la remera amarilla se desprendía un halo apenas perfumado.

— ¡¿Qué tal!?— Ruby giró sobre sí misma.

Di Paola la vio como a los pirulines de Boca, azules y amarillos. La lluvia comenzó a repiquetear sobre el techo —¿Le parece que habrá partido esta noche, Godovino?.

—Podes tutearme.

—Bueno, pero a veces me gusta tratarlo como a un caballero.

—Mejor que te acostumbrés a tratarme como a un hombre.

—Entonces aprovecho para decirte que tengo dudas sobre la etimología de tu nombre.

—¿Dudas? ¿Cómo, no sabes quién soy?.

—Sí. Sé quien sos, la duda es con tu nombre. Si viene de “godo” quiere decir que sos noble, de estirpe guerrera y fundador de reinos.

—¿Cómo sabés?— Sonrió Di Paola complacido.

—Porque lo busqué en el diccionario. ¿Viste que a todas las mujeres les gusta buscar en el diccionario? ¿por qué será?. Vos que sos psiquiatra lo tenés que saber.

Puede que a las mujeres no se les enseñe a decir malas palabras por eso las buscan sólitas.

—Sigamos con la otra parte—dijo Ruby -Godo y vino. Lo que llama la atención es la cantidad de calificativos que se le da al vino. Los hay dulces y amargos ¿sabés que hay un vino de lágrimas? es como si las uvas llorasen; se hace sin apretar el racimo. Pero el que más me gusta es el vino generoso—lo miró a los ojos. La elocuencia de la gratitud se extendió por el cuarto borrando la sordidez de la ventana tapiada y las horas en que habían sufrido caminando y cayendo en el largo pasillo.

Di Paola la agarró de la mano para disimular la alegría. —Vamos a comer una pizza con moscato mientras para de llover. Después nos vamos a ver como ganan cinco a cero los ángeles de Boca.

—¿Entonces Racing se va al descenso?.

Di Paola sonrió. Ruby había leído la tabla de posiciones para poder decirle eso. Caminaban por una avenida cerca de la cancha de Boca. La lluvia había acentuado los reflejos plateados de tal manera, que los adoquines y las vidrieras eran cubos de infinitos espejos. Di Paola pensó que hacía sólo seis días que Ruby había fracasado, otra vez, en el pasillo. Que en realidad nunca había llegado sola a la puerta. Que hoy había salido a la calle agarrada de su brazo. Ahora Ruby era Ruby, caminando contenta, hablando con bastante solvencia sobre lo que había leído en el diario. Hubiera querido meterse en su cerebro, no porque le importasen las estadísticas, sino por saber dónde se operaba el cambio. Extendió la mano para encontrarle aquel pulso débil, casi infantil y supo que la vida no puede ser sólo un deseo. Se paró en seco, estaban frente a la vidriera de un negocio donde se exhibía un lánguido canapé de brocato. Sí. En la esquina de Pavón y Necochea un canapé tapizado de aquella seda con arabescos igual al que tenía Margarita en el N° 9 de la rué d’Antín. Con las mismas patas doradas y un almohadón redondo del que colgaban flecos de seda grisáceos. Di Paola pensó que al fin y al cabo un canapé era tan bueno para cantarle al amor como un gato de porcelana, por eso se dijo: ¡Ahora o Nunca!. La abrazó con la infinita ternura con que la había deseado siempre. Le prometió que la sacaba hoy mismo de esa clínica de mierda y se la llevaba a vivir con él. También le dijo que en su departamento quedaría muy lindo el canapé y que en el balcón se podían plantar malvones. Á Ruby le brillaron los ojos. Se llevó el dedo a la boca y se pegó la lentejuela en el hoyuelo.

 

Cuento de Martha Berlín


Publicado, originalmente, en: El molino de pimienta. Cabaret literario Nº 8, diciembre de 1985 / febrero de 1986 (número extraordinario)

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/el-molino-de-pimienta-cabaret-literario-n-8/

Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas

Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte

 

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