Pat, el tirolés |
Mi
nombre es Pat. Nací una tarde de verano en la que el viento agitaba
suavemente los sauces del río. Nací en la casa de un robusto tirolés,
de pantalones cortos, vistosos tiradores y medias de colores. Cuando,
cada tanto el tirolés se reunía con sus amigos, acostumbraba beber
rubias jarras de cerveza, entonces su bigote negro se teñía con la
blanca espuma, y el reía, reía mucho, mucho más que otros días,
agitando su enorme abdomen y batiendo su quijada fuerte y cuadrada. Siendo
yo muy chiquito, mis primeros juguetes fueron tres peludos y graciosos
cachorritos.
Con
ellos corría y corría bajo las musicales casuarinas del camino,
levantando una nube de polvo dorada por el sol que nos envolvía cubriéndonos
con un manto transparente de brillantes partículas. Cada tanto,
frenando nuestra carrera, nos dábamos mutuo alcance revolcándonos
gozosos.
De mi madre (imborrable, luminoso recuerdo) aún conservo en mi
corazón su pelo muy oscuro, su olor a leche y su tibio regazo. Una
mañana, el tirolés, me tomó en sus brazos fornidos y me trasladó
en el "Ford a Bigotes" (su viejo coche, que hacía mucho
ruido y saltaba ¡y cuánto saltaba! cuando pisaba con los finos y
gastados neumáticos una cresta dura de la huella de barro seco), me
llevó, decía, hasta una casa de tejas rojas, con paredes muy blancas
y ventanas muy verdes. La
casa tenía un hermoso parque, con árboles copudos y transparentes,
sembrado por infinidad de flores de distintos colores y perfumes
exquisitos. Aún conservo en mi memoria aquel momento que, yo
ignoraba, habría de cambiar toda mi vida: el tirolés me entregó a
los brazos de una bella, muy bella señora, de piel muy blanca, pelo
negro como el azabache y una dulce sonrisa en su hermosa boca. -
¡Qué bonito es Pat! -
dijo la señora al tiempo que frotaba cariñosamente su nariz contra
mi cabeza (sentí que me derretía de amor). -
Ven - agregó -
te voy a presentar a mi hija. Y
juntos entramos en esa casa tan blanca de ventanas tan verdes (yo en
sus brazos, embriagado de amor) hasta una habitación apenas iluminada
por un impertinente rayo de sol. Una habitación que olía a bebé y a
ángel dormido. Su mano descorrió de un solo golpe el cortinado azul
que velaba cuidadoso el ambiente tibio y la luz del sol que a
torrentes entró me encandiló. No
pude, les aseguro, evitar cerrar los ojos. Poquito a poco fui espiando
por entre mis párpados, entonces la vi, y toda la ternura escondida
en mi corazón
surgió como una música estridente y maravillosa, la vi a
ella, vi una niña durmiendo.
El
cabello largo, lacio y oscuro le cubría el rostro que se adivinaba
hermoso recortado contra la almohada. Su piel se veía rosada y cálida
y su pecho se elevaba con suavidad bajo el ritmo lento de su respiración
dormida. A
ella, pequeña hada, pareció molestarle tanta luz tan repentina, pues
levantó su brazo izquierdo, doradito por el sol, y se cubrió los
ojos orlados de largas y oscuras pestañas. -
Eleonora, nena linda, mira lo que mamá tiene en brazos -.
Y la hermosa señora me extendió hacia la niña -
Mira querida, este es Pat, Pat el tirolés. Eleonora
abrió un poquito, apenas un poquito, sus ojos (grandes y tan negros
como la noche) haciendo deliciosos pucheros con la boca, (yo creo que
aún tenía sueño). Cuando me vio estiró los labios en una sonrisa y
todas las flores sonrieron a través de su boca. -¡Oh,
mamá! ¡Gracias! ¡Qué bonito es!. Y
tendió sus brazos, llenos de sueños y hoyuelos hacia mí. ¿Hacia mí?
Caramba, ¿tan bonito soy para merecer de tanto amor? miré a mi
alrededor sorprendido. ¡Sí, era a mí!. Y me sentí feliz, muy feliz
de ser tan bonito. Desde
ese momento, Eleonora y yo fuimos amigos y compañeros inseparables,
es decir, nosotros y
Leticia, la muñeca de trapo vestida con un delantal amarillo
con grandes volados por mangas que siempre llevaba consigo. Nuestro día
comenzaba cuando Eleonora se despertaba con un cómplice rayo de sol
jugueteando sobre la cara, y su primera palabra y su primera sonrisa
eran para mí. Yo
dormía a su lado, hecho un ovillo, en mi camita de mimbre con un
pequeño y mullido colchón de paja perfumada, y ella en su cama
blanca, abrazada a Leticia. Amanecía
para nosotros y llegaba mamá con un gran tazón blanco de leche tibia
y dulce, con mucho pan remojado, y Eleonora, sentada sobre la cama,
con su muñeca medio asfixiada bajo su brazo, reía conmigo y devoraba
el desayuno, el cabello lacio revuelto en una madeja oscura cayendo
sobre su espalda y las mejillas rosadas con las huellas de la almohada
impresas en ellas. Luego
de esta deliciosa rutina el día era nuestro, y lo recorríamos de
lado a lado sin descanso. -¡Pat!-
ordenaba mi amiga. -Uno,
dos, uno, dos - y ahí iba Eleonora marcando el paso, el cinturón de
su vestido rojo con el moño
cayendo como una flor marchita. -
Uno, dos, uno dos - Y
sus pies descalzos seguían el ritmo de su voz chiquita. -
Uno, dos, uno dos - Y
su Leticia se bamboleaba colgada de un brazo. Yo la seguía marcando
también el paso, mi cabeza a uno y otro lado: "uno, dos, uno,
dos"
repetía. Luego comenzaba la carrera: Eleonora corría y corría
por el parque con el cabello despeinado al viento y las trenzas rubias
de Leticia prisioneras de su mano pequeña. Cuando la alcanzaba, nos
revolcábamos felices y yo llenaba su sonrisa con mis besos. -
¡Pat! No hagas eso. ¡Pat, no seas tan malo si sos tan lindo! – me
regañaba. "Lindo".
Esa palabra me llenaba de alegría, yo era "tan lindo" para
ella, tan lindo que ella me regalaba su risa fresca y su pelo adornado
con flores silvestres. Y ella ¡Qué hermosa era! Y yo que afortunado
de tener su amor. Las
estrellas nos avisaban el cesar de las risas y los juegos, entonces,
juiciosamente, llegaba la hora del baño, de donde emergía mi hermosa
niña de una nube de vapor, perfumada en brazos de mamá, su sonrisa
dormida, su cabeza apoyada en el hombro blanco y protector y su gesto
que me llevaba a aquel primer día cuando su mano cubrió sus ojos
negros y su boca se frunció en pucheros deliciosos y yo, extraño a
ese mundo y, sin embargo formando ahora parte de él. Una
tarde mamá, (hermosa mamá, tan coqueta, tan bonita) arreglaba su
cabello y su vestido frente a la puerta abierta del placard de su
dormitorio. Giraba
hacia un lado y sonreía, giraba hacia el otro lado, y acariciaba su
pelo negro, sonreía y repetía, una y otra vez, giros y sonrisas
frente a esa puerta abierta que yo no veía completa. Su
actitud despertó mi curiosidad, me acerqué despacio y asomé mi
cabeza por entre sus piernas. ¡Qué horror!
Frente a mamá se reproducía otra mamá, y entre sus piernas
se encontraba mirando, espantado, un monstruo peludo, con dos pequeñas
orejas que se levantaban interrogantes. Huí
a esconderme mientras ella seguía, ignorante de todo, moviéndose
deliciosamente frente a esa otra "ella". ¡¿Qué
misterio guardaba ese placard?! ¡¿Cómo
podía ser que yo, tan cerca desde mi escondite bajo la cama, no
pudiera ver ese terrible monstruo?! ¡¿Esa
terrible dualidad?! Juntando
fuerza y coraje, (sabía que cualquier cosa que sucediera mamá me
defendería) me acerqué otra vez, temeroso, y asomé mi cabeza. Creo
que "él" también se había asustado puesto que lo vi
asomarse con mucho miedo. La "otra mamá" seguía mirando a
la nuestra y, aunque ustedes no lo crean, hacían las dos exactamente
lo mismo. -
¿Qué haces, Pat? ¿Quieres mirarte en el espejo? -
preguntó de pronto la mamá junto a mí. Y
me alzó en sus brazos poniéndome contra su cara, tan bonita, tan
dorada y con los mismos ojos negros de Eleonora.
-
Mírate, Pat, mira que bonito cachorrito
eres. Y
diciendo ésto me puso frente al monstruo peludo, hocico contra hocico
(frío y odioso espejo que me develó el doloroso misterio) hocico
negro y redondo, todo yo, todo, cabeza, cuerpo y patas, cubierto por
una pelambre marrón y un manto negro en el lomo. -
Bonito, lindo perrito - seguía diciendo mamá mientras hundía su
cara en mi cuello peludo. ¡Un
perro! Eso era yo, igual a los tres cachorritos con los que jugaba allá
lejos, en casa del tirolés, mi primer hogar. ¿Cómo
no lo supe antes? ¿Cómo
pude equivocarme? ¿Y mi extraña voz? No, no era voz, era ladrido,
corto, juguetón. El ladrido de un perrito. ¿Y
eso que veía frente a mí era bonito? ¿Yo era bonito? A veces los
seres humanos son muy, pero muy extraños
(de eso me di cuenta con el correr de la vida). Encontrarme
lindo a mí, podía parecer una ironía. Pero
era así, y así me querían y, cosa curiosa, me querían precisamente
porque era así. Ese día frente al espejo, me puse tan contento y me sentí feliz, tan feliz que, a mamá, le lamí su boca de besos mientras mamá se enojaba y reía divertida. |
María Cristina Berçaitz
de Los cuentos de mi abuelita, 2006, Editorial Algazul
Ir a índice de América |
Ir a índice de Berçaitz, María Cristina |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |