Noche sin luna 
Por María Cristina Berçaitz

Era demasiado tarde para pensar. A su lado, la bolsa destilaba sangre.

Se agachó para abrirla y observar su interior. Ahí se apilaban las vísceras. Revolvió hasta encontrar el corazón, del tamaño de su puño.

Una arcada le subió hasta la garganta. Tomó la bolsa, la cerró y la colocó dentro de su mochila color azul eléctrico. Se la puso al hombro, salió y comenzó a caminar por la noche.

Las estrellas se desdibujaban tras la niebla y el rocío le humedecía la cara.

La cerrazón era total. La humedad se le pegoteaba en los hombros y, desde la frente, le caían gotas salobres que, por momentos, se le metían en los ojos, ardiéndole hasta hacerla llorar.

Tomó el camino que bordeaba el bosque. Tenía que deshacerse de esos restos que la aterrorizaban.

No se explicaba cómo los había encontrado. Aparecieron a su lado, de pronto, como un rayo que parte la oscuridad.

Ahora estaba internándose en ella.

A la izquierda el campo, más allá del alambrado que delimitaba la ruta poco transitada. A la derecha el monte, del que sólo vislumbraba los troncos oscuros.

Unos perros aparecieron y se abalanzaron sobre la mochila mal cerrada que en ese momento arrastraba de la mano.

Con sus patas intentaron acceder al interior enloquecidos por el olor de la sangre.

Como pudo los espantó sin lograr alejarlos.

Comenzaron a pelear entre ellos. No querían compartir un botín seguro.

Penetró el monte para cruzarlo. Su deseo era llegar a la gruta. Ahí pocas veces se acercaba alguien. En ese lugar volcaría su cargamento y dejaría que los perros y las hormigas hicieran el resto.

Le repugnaba actuar así, pero un impulso la obligaba.

Sentía miedo.

Los perros habían vuelto al ataque. Ya nada podía hacer para ahuyentarlos.

Llevó el bolso a lo alto, lo más alto que pudo.

Algunos saltaron a su lado lastimándola con sus patas, tratando de arrebatarle la presa. Otros le cortaban el camino.

Oía sus gruñidos y sintió el aliento de los animales en su cara.

La cueva apareció como una boca más negra que el bosque.

Apuró el paso. Casi corrió.

Había llegado. Entró y depositó la mochila. Esquivando las dentelladas la abrió y la jauría se abalanzó furiosa.

En ese momento notó que, frente a sus ojos, el piso de tierra se movía y tomaba forma humana.

En la oscuridad no pudo notar de quién se trataba.

Apenas sintió el golpe que, con mano poderosa le atravesó el pecho. Luego supo que sus vísceras eran colocadas en la bolsa.

La historia comenzaba una vez más.

María Cristina Berçaitz 

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