Noche sin luna |
Era
demasiado tarde para pensar. A su lado, la bolsa destilaba sangre. Se
agachó para abrirla y observar su interior. Ahí se apilaban las vísceras.
Revolvió hasta encontrar el corazón, del tamaño de su puño. Una
arcada le subió hasta la garganta. Tomó la bolsa, la cerró y la colocó
dentro de su mochila color azul eléctrico. Se la puso al hombro, salió y
comenzó a caminar por la noche. Las
estrellas se desdibujaban tras la niebla y el rocío le humedecía la
cara. La
cerrazón era total. La humedad se le pegoteaba en los hombros y, desde la
frente, le caían gotas salobres que, por momentos, se le metían en los
ojos, ardiéndole hasta hacerla llorar. Tomó
el camino que bordeaba el bosque. Tenía que deshacerse de esos restos que
la aterrorizaban. No
se explicaba cómo los había encontrado. Aparecieron a su lado, de
pronto, como un rayo que parte la oscuridad. Ahora
estaba internándose en ella. A
la izquierda el campo, más allá del alambrado que delimitaba la ruta
poco transitada. A la derecha el monte, del que sólo vislumbraba los
troncos oscuros. Unos
perros aparecieron y se abalanzaron sobre la mochila mal cerrada que en
ese momento arrastraba de la mano. Con
sus patas intentaron acceder al interior enloquecidos por el olor de la
sangre. Como
pudo los espantó sin lograr alejarlos. Comenzaron
a pelear entre ellos. No querían compartir un botín seguro. Penetró
el monte para cruzarlo. Su deseo era llegar a la gruta. Ahí pocas veces
se acercaba alguien. En ese lugar volcaría su cargamento y dejaría que
los perros y las hormigas hicieran el resto. Le
repugnaba actuar así, pero un impulso la obligaba. Sentía
miedo. Los
perros habían vuelto al ataque. Ya nada podía hacer para ahuyentarlos. Llevó
el bolso a lo alto, lo más alto que pudo. Algunos
saltaron a su lado lastimándola con sus patas, tratando de arrebatarle la
presa. Otros le cortaban el camino. Oía
sus gruñidos y sintió el aliento de los animales en su cara. La
cueva apareció como una boca más negra que el bosque. Apuró
el paso. Casi corrió. Había
llegado. Entró y depositó la mochila. Esquivando las dentelladas la abrió
y la jauría se abalanzó furiosa. En
ese momento notó que, frente a sus ojos, el piso de tierra se movía y
tomaba forma humana. En
la oscuridad no pudo notar de quién se trataba. Apenas
sintió el golpe que, con mano poderosa le atravesó el pecho. Luego supo
que sus vísceras eran colocadas en la bolsa. La historia comenzaba una vez más. |
María Cristina Berçaitz
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