La leyenda de la Princesa de Lamu 
por María Cristina Berçaitz

El paraíso

Alá hizo el paraíso de arenas y corales y lo pobló de árboles, pájaros y animales. Llenó sus aguas de peces de sabor exquisito y las coloreó igual al cielo, para confundir al maligno e impedir que éste  ingresara en él. Como último regalo, recortó las costas para dotar aún de mayor belleza a su obra y con un soplo bendito de su boca la separó del continente  para que ningún bien de ahí se fuera y ningún mal arribara. Luego dio vida a la primera pareja humana. Finalmente se retiró a descansar. Acomodó su cabeza sobre una nube y se durmió.

Aprovechó el diablo ese instante para oscurecer el cielo, envolver en una espesa nube gris al paraíso y alejarlo hacia los confines del mundo. Alá despertando, vio perderse en la distancia  la maravillosa obra  por  él creada. Furioso ordenó entonces al viento detenerla mediante una brisa suave y fresca que, tras hundirse en el mar, se introdujo por una delgada grieta emergiendo luego, perfumando los aires y cubriendo el crepúsculo de flores.

Así nació Lamu.

El hombre

En un principio el hombre estuvo solo.

Recostarse cara al cielo para contemplar el universo le resultó penoso a causa del sol despiadado y de los fuertes vientos. Tuvo que buscar refugio.

Construyó primero una cabaña de arena. Pero fue fácilmente destruida. Intentó pues, realizarla de conchillas. Pero el mar las reclamó y las volvió a su seno.

Sintió hambre y nadó en busca de peces y así descubrió la belleza oculta bajo las aguas  en los  magníficos arrecifes de coral que infinitos, se extendían ante sus ojos.

Y los repitió sobre la tierra creando un muro entre él y la naturaleza que lo rodeaba.

Una vez que lo  hizo durmió en paz, contemplando la luna y las estrellas.

Pero Alá previsor, había puesto el árbol que surge permanente en el agua salada y con su madera  el hombre colocó un techo entre él y la noche. También lo usó para construir barcas, adentrarse en el mar y disfrutar así, aún más, de la belleza del sol en el ocaso. Con el correr de los días y de los años llegaron otros hombres al paraíso.

Entonces dejó de serlo.

Lamu  

Los primeros arribaron del norte con sus ídolos y sus mujeres y se fusionaron con el hombre de Lamu y  sus descendientes. Luego lo hicieron del oeste, aportando palabras y sonidos nuevos. Mezclaron sus alfabetos y  surgió entonces el “swahili”. Por último  llegaron del este, con sus barcos y su dios, y les enseñaron el poder de la vela y las estrellas.

Quiso Alá que la ciudad creciera día a día  y que a sus costas se acercaran navegantes, ricos en sedas y joyas que necesitaban abastecerse de agua fresca y  frutas secas.

Así Lamu fue adquiriendo renombre y poder. Sus habitantes construyeron hermosas viviendas con corales y arena, masacraron conchillas y las cocieron a fuego vivo y, mezclando sus partes con agua salada, blanquearon las paredes.

Lamu fue la ciudad blanca del norte, la que barren los vientos frescos de oriente.

Las casas se extendieron sobre el suelo arenoso hacia lo alto, cerradas sobre sí mismas, preservándolas de extraños y vecinos para salvar su intimidad, como ordenaba su dios. Sus calles, muy angostas, permitían el paso de dos individuos o de un burro, pero quedaban abiertas a las sombras y a la brisa de la tarde. Desde la estrechez de sus callejuelas se adivinaba un mundo virgen, misterioso, envuelto por gruesas paredes de coral que, alejando soles y ruidos de los espacios interiores, creaban una apacible atmósfera de frescura y paz.

Por la “daka” a través de  puertas dobles de madera, se accedía  a la “kiwanda”,  expresión de la naturaleza,  plena de  jazmines y de cielos abiertos. Ahí las mujeres se reunían al atardecer para conversar y disfrutar de la brisa.  

La cocina se realizaba en la terraza última de la casa,  en la  “kidari cha mekeo”, a fin de evitar olores y para que el humo fuera directamente al cielo a confundirse con las nubes.

A medida que crecía Lamu, aumentaba la riqueza de sus habitantes. Pronto necesitaron sirvientes y esclavos, por lo que se internaron en el continente y atraparon a  gentes de  pueblos pacíficos y temerosos, y los llevaron consigo. A ellos les destinaron la planta inferior de la vivienda, por ser más expuesta al enemigo y menos luminosa, quedando la superior reservada a la familia.

Los hombres ricos de Lamu comenzaron a horadar las paredes de coral realizando nichos en distintos lugares de la vivienda desde donde exhibían sus riquezas,  impresionando al visitante.

Pronto la “zidata” cubría toda la pared del “ndani” dotando de filigrana  belleza a esta última, guardada, impenetrable  habitación donde descansaba el dueño de casa.

Pacientes e imaginativos fueron los artesanos -alguno cuya fama trascendió los límites de Lamu- que hendieron su buril en las blandas paredes de coral, respetando perlas y otras maravillas, creando arcos y nichos que luego serían ocupados por tesoros, embelleciendo aún más, lo ya hermoso. A sus pies, el arcón, repleto de telas recamadas en piedras e hilos de oro. La lámpara de aceite durante las noches, bailaba entre hojas y círculos cuidadosamente tallados.

A medida que crecía en prestigio y belleza, Lamu crecía en historias y leyendas, pero ninguna traspasó las fronteras como la de:

“La Leyenda de la princesa de Lamu”

Cuentan que Alá, celoso de la belleza de la luna y queriendo eclipsarla, hizo nacer en Lamu a una hermosa joven, hija de un sultán, célebre por su bravura y, tan rico como temido.

Hubo quienes dijeron que la madre era una esclava de las tribus del norte a quien el sultán, prendado por la tersura de su piel de ébano y sus ojos intensos, guardó en su  “ndani”, no permitiendo que nadie llegase a ella. La esclava murió de tristeza, extrañando el horizonte lejano de sus tierras, el verde de los montes y el color de la arena. Murió, no sin antes dar a luz a una princesa, más hermosa aún que ella.

A medida que pasaba el tiempo, la niña se convirtió en la vida del sultán quien la ocultaba, prisionera, a los ojos del mundo. Ella le recordaba a la mujer que le había robado la mente y el alma. Pronto, a pedido de su señor y bajos sus indicaciones, las esclavas  cosieron para la pequeña ricas prendas de seda bordadas con piedras preciosas, mientras trataban de adivinar su figura a través de cada puntada.

En las noches de luna se la podía ver, envuelta en la oscuridad, dirigirse a la “kiwanda” y  pasear bajo las estrellas. Entre las sombras las sirvientas la observaban deseosas de conocerla.

La fama de su soledad y de su belleza, esparcida por el perfume de los jazmines trepadores,  recorrió el mundo llevada por las velas tensas de los navegantes. Y llegó a oídos de Ibn-vta quién aprontó diez barcos cargados con tesoros y esclavos, dejó su reino en el este, y partió hacia Lamu.

A medida que se acercaba al archipiélago, los vientos, sabedores de su cometido, lo alejaron de la costa y lo llevaron hacia el norte, haciéndolo encallar lejos de su hogar. Ibn-vta quedó a merced del mañana.

Pocos días después sus esclavos, hambrientos, lo abandonaron llevándose con ellos todas las riquezas que sus brazos pudieron cargar. Esa noche, la del abandono, el príncipe  vestido con sus mejores galas se internó, para siempre, en las aguas templadas del mar. El nombre de su amada, pronunciado por él antes de expirar, fue recogido por un pájaro azul quien lo llevó hasta la princesa y ahí lo dejó, enredado en su negra cabellera que, como cascada rebelde, caía cubriendo sus hombros.

La leyenda de la princesa, bella y desconocida, llegó también hasta Ta-ahm, comerciante del otro lado de las montañas de oro. Ta-ahm supo lo sucedido a Ibn-vta y decidió arriesgar su suerte para conseguir el amor de la joven. A tal fin enjaezó cincuenta camellos y eligió sus mejores monturas. Tomó doscientos esclavos, entre hombres y mujeres y, eligiendo a los más fuertes  y a las más hermosas, emprendió camino a Lamu.

Al atravesar el desierto una tormenta de arena le hizo perder el rumbo. Nunca más se supo de él ni de su comitiva. Se murmura  que yacen viviendo bajo las dunas doradas.

Su historia  la esparció el Simún y llegó a oídos de Ab-tur en el interior de la selva. Nada tenía el joven para dar y nada que perder. Cuando decidió partir tomó su morral, acomodó su daga de filosa hoja, algunas frutas y agua fresca y dejó su hogar en pos de la aventura.

Sorteó selvas y montañas, atravesó mares y desiertos y finalmente un amanecer, surgiendo de la bruma, vio levantarse a Lamu. Ayudado por su daga cortó un árbol que emergía del agua, quitó el corazón al tronco de madera blanda y en su precaria embarcación, arribó al extremo de la isla que, hundíendose en el Índico, lo dividía en dos. Allí esperó la noche y partió con la luz de la luna iluminando el sendero.

Fácil fue hallar el palacio de su amada enclavado en el monte más alto oteando los vientos. Con su cuerpo ágil escaló la tapia y vio una figura solitaria y esbelta caminando bajo las estrellas. Se deslizó con sigilo ayudado por las plantas del jardín y una vez frente a ella, se arrojó a sus pies y le confesó su amor. Un velo perfumado le cubrió los ojos, impidiendo toda visión, y fue guiado hasta el “ndani”, donde el aroma del almizcle surgía de un hornillo. Una vez allí le hicieron beber un vino exquisito.

Aletargado por el alcohol sintió que su cuerpo era blandamente perfumado con aceites. El masaje tímido, delicado, lo indujo al sueño. Se sintió transportado al paraíso. Cuando abrió los ojos se encontró en  pleno océano. Muchos días pasaron hasta que avistara tierra. No se supo si fue el sol intenso del Indico o la pócima ingerida, lo cierto es que Ab-tur  perdió el juicio y nunca pudo recordar cómo regresar a su hogar, ni a su amor.

La fama de la princesa nunca vista creció con los años, hasta cubrir el mundo  entonces conocido.

Un día, el viejo sultán, padre de la hermosa niña, murió.

No se vio más en las noches de luna  la  figura  envuelta en la oscuridad  dirigirse a la “kiwanda” y pasear bajo las estrellas. Sin embargo, la historia de la joven  llegó hasta los oídos de Alá que, entre carcajadas dijo: “Tonto es quien es ciego hasta para no ver lo que tiene ante sus ojos”. Y desató una gran tormenta que cubrió la isla durante días y noches. En medio de la lluvia que arreciaba y de los truenos que hacían al hombre ocultarse temeroso surgió un gran resplandor que, emergiendo de las entrañas de la tierra, creció como rayo luminoso y se elevó hasta el cielo para ocultarse en el corazón infinito del Creador.

Y pasaron los años y los años. Murieron los sirvientes. Los vestidos recamados en piedras perdieron brillo.

Un día en el que la fama de la bella niña había comenzado a ser leyenda, se dieron cuenta que a nadie se veía en el palacio desde mucho tiempo atrás. Parecía no estar  habitado y decidieron ingresar en busca de la princesa y poder, finalmente, conocerla.

Atravesaron la “daka” y cruzaron la “kiwanda” donde el viento esparcía la hojarasca. Llegaron hasta el “ndani” y, al penetrarlo en silencio, con  respeto, como el que impone un espacio sagrado, se sorprendieron de hallar tan sólo las paredes cubiertas por nichos vacíos y sobre el lecho, abandonado, un antiguo y perfumado velo que, agitado por la brisa de la tarde se hizo hebras volando despacio hasta perderse en el horizonte.

María Cristina Berçaitz 

De "3x6+3"

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