La leyenda de la Princesa de Lamu |
El paraísoAlá
hizo el paraíso de arenas y corales y lo pobló de árboles, pájaros y
animales. Llenó sus aguas de peces de sabor exquisito y las coloreó
igual al cielo, para confundir al maligno e impedir que éste
ingresara en él. Como último regalo, recortó las costas para
dotar aún de mayor belleza a su obra y con un soplo bendito de su boca la
separó del continente para
que ningún bien de ahí se fuera y ningún mal arribara. Luego dio vida a
la primera pareja humana. Finalmente se retiró a descansar. Acomodó su
cabeza sobre una nube y se durmió. Aprovechó
el diablo ese instante para oscurecer el cielo, envolver en una espesa
nube gris al paraíso y alejarlo hacia los confines del mundo. Alá
despertando, vio perderse en la distancia
la maravillosa obra por
él creada. Furioso ordenó entonces al viento detenerla mediante
una brisa suave y fresca que, tras hundirse en el mar, se introdujo por
una delgada grieta emergiendo luego, perfumando los aires y cubriendo el
crepúsculo de flores. Así
nació Lamu. El hombreEn
un principio el hombre estuvo solo. Recostarse
cara al cielo para contemplar el universo le resultó penoso a causa del
sol despiadado y de los fuertes vientos. Tuvo que buscar refugio. Construyó
primero una cabaña de arena. Pero fue fácilmente destruida. Intentó
pues, realizarla de conchillas. Pero el mar las reclamó y las volvió a
su seno. Sintió
hambre y nadó en busca de peces y así descubrió la belleza oculta bajo
las aguas en los
magníficos arrecifes de coral que infinitos, se extendían ante
sus ojos. Y
los repitió sobre la tierra creando un muro entre él y la naturaleza que
lo rodeaba. Una
vez que lo hizo durmió en
paz, contemplando la luna y las estrellas. Pero
Alá previsor, había puesto el árbol que surge permanente en el agua
salada y con su madera el
hombre colocó un techo entre él y la noche. También lo usó para
construir barcas, adentrarse en el mar y disfrutar así, aún más, de la
belleza del sol en el ocaso. Con el correr de los días y de los años
llegaron otros hombres al paraíso. Entonces
dejó de serlo. LamuLos
primeros arribaron del norte con sus ídolos y sus mujeres y se fusionaron
con el hombre de Lamu y sus descendientes. Luego lo hicieron del oeste, aportando
palabras y sonidos nuevos. Mezclaron sus alfabetos y surgió entonces el “swahili”. Por último
llegaron del este, con sus barcos y su dios, y les enseñaron el
poder de la vela y las estrellas. Quiso
Alá que la ciudad creciera día a día
y que a sus costas se acercaran navegantes, ricos en sedas y joyas
que necesitaban abastecerse de agua fresca y
frutas secas. Así
Lamu fue adquiriendo renombre y poder. Sus habitantes construyeron
hermosas viviendas con corales y arena, masacraron conchillas y las
cocieron a fuego vivo y, mezclando sus partes con agua salada, blanquearon
las paredes. Lamu
fue la ciudad blanca del norte, la que barren los vientos frescos de
oriente. Las
casas se extendieron sobre el suelo arenoso hacia lo alto, cerradas sobre
sí mismas, preservándolas de extraños y vecinos para salvar su
intimidad, como ordenaba su dios. Sus calles, muy angostas, permitían el
paso de dos individuos o de un burro, pero quedaban abiertas a las sombras
y a la brisa de la tarde. Desde la estrechez de sus callejuelas se
adivinaba un mundo virgen, misterioso, envuelto por gruesas paredes de
coral que, alejando soles y ruidos de los espacios interiores, creaban una
apacible atmósfera de frescura y paz. Por
la “daka” a través de puertas dobles de madera, se accedía a la “kiwanda”, expresión
de la naturaleza, plena de
jazmines y de cielos abiertos. Ahí las mujeres se reunían al
atardecer para conversar y disfrutar de la brisa.
La
cocina se realizaba en la terraza última de la casa,
en la “kidari cha mekeo”, a fin de evitar olores y para que el
humo fuera directamente al cielo a confundirse con las nubes. A
medida que crecía Lamu, aumentaba la riqueza de sus habitantes. Pronto
necesitaron sirvientes y esclavos, por lo que se internaron en el
continente y atraparon a gentes
de pueblos pacíficos y
temerosos, y los llevaron consigo. A ellos les destinaron la planta
inferior de la vivienda, por ser más expuesta al enemigo y menos
luminosa, quedando la superior reservada a la familia. Los
hombres ricos de Lamu comenzaron a horadar las paredes de coral realizando
nichos en distintos lugares de la vivienda desde donde exhibían sus
riquezas, impresionando al
visitante. Pronto
la “zidata” cubría toda la pared del “ndani” dotando de filigrana
belleza a esta última, guardada, impenetrable
habitación donde descansaba el dueño de casa. Pacientes
e imaginativos fueron los artesanos -alguno cuya fama trascendió los límites
de Lamu- que hendieron su buril en las blandas paredes de coral,
respetando perlas y otras maravillas, creando arcos y nichos que luego serían
ocupados por tesoros, embelleciendo aún más, lo ya hermoso. A sus pies,
el arcón, repleto de telas recamadas en piedras e hilos de oro. La lámpara
de aceite durante las noches, bailaba entre hojas y círculos
cuidadosamente tallados. A
medida que crecía en prestigio y belleza, Lamu crecía en historias y
leyendas, pero ninguna traspasó las fronteras como la de: “La
Leyenda de la princesa de Lamu” Cuentan
que Alá, celoso de la belleza de la luna y queriendo eclipsarla, hizo
nacer en Lamu a una hermosa joven, hija de un sultán, célebre por su
bravura y, tan rico como temido. Hubo
quienes dijeron que la madre era una esclava de las tribus del norte a
quien el sultán, prendado por la tersura de su piel de ébano y sus ojos
intensos, guardó en su “ndani”,
no permitiendo que nadie llegase a ella. La esclava murió de tristeza,
extrañando el horizonte lejano de sus tierras, el verde de los montes y
el color de la arena. Murió, no sin antes dar a luz a una princesa, más
hermosa aún que ella. A
medida que pasaba el tiempo, la niña se convirtió en la vida del sultán
quien la ocultaba, prisionera, a los ojos del mundo. Ella le recordaba a
la mujer que le había robado la mente y el alma. Pronto, a pedido de su
señor y bajos sus indicaciones, las esclavas
cosieron para la pequeña ricas prendas de seda bordadas con
piedras preciosas, mientras trataban de adivinar su figura a través de
cada puntada. En
las noches de luna se la podía ver, envuelta en la oscuridad, dirigirse a
la “kiwanda” y pasear
bajo las estrellas. Entre las sombras las sirvientas la observaban
deseosas de conocerla. La
fama de su soledad y de su belleza, esparcida por el perfume de los
jazmines trepadores, recorrió
el mundo llevada por las velas tensas de los navegantes. Y llegó a oídos
de Ibn-vta quién aprontó diez barcos cargados con tesoros y esclavos,
dejó su reino en el este, y partió hacia Lamu. A
medida que se acercaba al archipiélago, los vientos, sabedores de su
cometido, lo alejaron de la costa y lo llevaron hacia el norte, haciéndolo
encallar lejos de su hogar. Ibn-vta quedó a merced del mañana. Pocos
días después sus esclavos, hambrientos, lo abandonaron llevándose con
ellos todas las riquezas que sus brazos pudieron cargar. Esa noche, la del
abandono, el príncipe vestido con sus mejores galas se internó, para siempre, en
las aguas templadas del mar. El nombre de su amada, pronunciado por él
antes de expirar, fue recogido por un pájaro azul quien lo llevó hasta
la princesa y ahí lo dejó, enredado en su negra cabellera que, como
cascada rebelde, caía cubriendo sus hombros. La
leyenda de la princesa, bella y desconocida, llegó también hasta Ta-ahm,
comerciante del otro lado de las montañas de oro. Ta-ahm supo lo sucedido
a Ibn-vta y decidió arriesgar su suerte para conseguir el amor de la
joven. A tal fin enjaezó cincuenta camellos y eligió sus mejores
monturas. Tomó doscientos esclavos, entre hombres y mujeres y, eligiendo
a los más fuertes y a las más
hermosas, emprendió camino a Lamu. Al
atravesar el desierto una tormenta de arena le hizo perder el rumbo. Nunca
más se supo de él ni de su comitiva. Se murmura
que yacen viviendo bajo las dunas doradas. Su
historia la esparció el Simún
y llegó a oídos de Ab-tur en el interior de la selva. Nada tenía el
joven para dar y nada que perder. Cuando decidió partir tomó su morral,
acomodó su daga de filosa hoja, algunas frutas y agua fresca y dejó su
hogar en pos de la aventura. Sorteó
selvas y montañas, atravesó mares y desiertos y finalmente un amanecer,
surgiendo de la bruma, vio levantarse a Lamu. Ayudado por su daga cortó
un árbol que emergía del agua, quitó el corazón al tronco de madera
blanda y en su precaria embarcación, arribó al extremo de la isla que,
hundíendose en el Índico, lo dividía en dos. Allí esperó la noche y
partió con la luz de la luna iluminando el sendero. Fácil
fue hallar el palacio de su amada enclavado en el monte más alto oteando
los vientos. Con su cuerpo ágil escaló la tapia y vio una figura
solitaria y esbelta caminando bajo las estrellas. Se deslizó con sigilo
ayudado por las plantas del jardín y una vez frente a ella, se arrojó a
sus pies y le confesó su amor. Un velo perfumado le cubrió los ojos,
impidiendo toda visión, y fue guiado hasta el “ndani”, donde el aroma
del almizcle surgía de un hornillo. Una vez allí le hicieron beber un
vino exquisito. Aletargado
por el alcohol sintió que su cuerpo era blandamente perfumado con
aceites. El masaje tímido, delicado, lo indujo al sueño. Se sintió
transportado al paraíso. Cuando abrió los ojos se encontró en
pleno océano. Muchos días pasaron hasta que avistara tierra. No
se supo si fue el sol intenso del Indico o la pócima ingerida, lo cierto
es que Ab-tur perdió el
juicio y nunca pudo recordar cómo regresar a su hogar, ni a su amor. La
fama de la princesa nunca vista creció con los años, hasta cubrir el
mundo entonces conocido. Un
día, el viejo sultán, padre de la hermosa niña, murió. No
se vio más en las noches de luna la
figura envuelta en la
oscuridad dirigirse a la
“kiwanda” y pasear bajo las estrellas. Sin embargo, la historia de la
joven llegó hasta los oídos
de Alá que, entre carcajadas dijo: “Tonto es quien es ciego hasta para
no ver lo que tiene ante sus ojos”. Y desató una gran tormenta que
cubrió la isla durante días y noches. En medio de la lluvia que
arreciaba y de los truenos que hacían al hombre ocultarse temeroso surgió
un gran resplandor que, emergiendo de las entrañas de la tierra, creció
como rayo luminoso y se elevó hasta el cielo para ocultarse en el corazón
infinito del Creador. Y
pasaron los años y los años. Murieron los sirvientes. Los vestidos
recamados en piedras perdieron brillo. Un
día en el que la fama de la bella niña había comenzado a ser leyenda,
se dieron cuenta que a nadie se veía en el palacio desde mucho tiempo atrás.
Parecía no estar habitado y
decidieron ingresar en busca de la princesa y poder, finalmente,
conocerla. Atravesaron la “daka” y cruzaron la “kiwanda” donde el viento esparcía la hojarasca. Llegaron hasta el “ndani” y, al penetrarlo en silencio, con respeto, como el que impone un espacio sagrado, se sorprendieron de hallar tan sólo las paredes cubiertas por nichos vacíos y sobre el lecho, abandonado, un antiguo y perfumado velo que, agitado por la brisa de la tarde se hizo hebras volando despacio hasta perderse en el horizonte. |
María Cristina Berçaitz
De "3x6+3"
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