La casita de alfileres |
Nunca
nadie creyó que el conejo Esteban fuera capaz de semejante hazaña. Encontrándose
él recorriendo la huerta en busca de zanahorias rojizas y de hojas
tiernas de lechuga, atinó a tropezar con una caja de alfileres que llevó
hasta su hogar. Allí
la guardó, con mucho cuidado, en un nicho de la pared, luego comenzó a
acomodar las
hortalizas que llevaba consigo. Como
se acercaba el verano y pensaba en la posibilidad de un cambio de
vivienda, recorrió, al día siguiente, su campo y los campos vecinos,
sin poder encontrar ninguna cueva que lo conformase. Ya casi había desistido de su intento cuando vio, accidentalmente, tirada entre la basura, una hermosa y colorida caja de zapatos, revestida con papel blanco satinado, cruzado, en diagonal, por franjas rojas, azules y verdes. Al
abrirla, descubrió que estaba tapizada con un suave y mullido raso color
canela. Encantado,
el conejo Esteban, decidió que éste sería su nuevo hogar. Con
gran esfuerzo trasladó la caja hasta un soleado y verde prado y ahí se
dedicó a hacerle algunos arreglos: le abrió dos ventanas en sus lados
angostos, para tener, de esta manera, ventilación cruzada, y las adornó
con cortinas hechas de hojas secas. Le puso una puerta en el centro de sus
lados anchos, protegiéndola con un hermoso toldo amarillo brillante. A
su alrededor trabajó la tierra, e hizo un gran jardín con huerta en la
que sembró, entre otras cosas deliciosas, rabanitos, hinojos y lechugas. Finalmente
colocó una alta chimenea fabricada con caña tacuara y dividió la caja
en dos, para tener sala y dormitorio. Una
vez hecho todo ésto, mudó sus antiguos muebles y se fue a dormir a su
cama de mimbre, pensando en realizar una gran fiesta de inauguración. Planeó
todo, sin olvidar detalle y decidió llevarla a cabo en la noche de luna
llena, para facilitar la llegada de sus amigos y para que su casa luciera
espléndida bajo la plateada luz de la luna. Invitó
a los conejos de los alrededores, ya fueran blancos o salvajes, y a alguna
liebre que él sabía educada. A
medida que iban llegando sus amigos, se sorprendían por la belleza y
originalidad de su hogar. Mas
tarde, en lo mejor de la tertulia, cuando se divertían bebiendo jugo de
zanahorias y comiendo bocaditos de rabanitos salados, oyeron un gran ruido
en el exterior y el aullido característico del viejo y siempre hambriento
lobo Gregorio, quién, sorpresivamente, se lanzó a la cacería. Asustados,
los invitados huyeron, cada cual para un lugar distinto. El conejo
Esteban, furioso, no tuvo más remedio que refugiarse en su antigua
madriguera. Al
día siguiente, cuando dejó de temblar, se dedicó a pensar en una solución
fácilmente realizable Se
mordió un largo rato la blanca y suave oreja derecha y, de pronto, recordó
que tenía una caja de alfileres guardada en un nicho de su vivienda,
donde él estaba en ese preciso momento. No
dejó pasar un solo instante y, sacándola de su
lugar, la llevó a la casa de mil colores, que se encontraba ahora
abandonada, con la mesa y las sillas tiradas por doquier. Limpió
primero todo, cuidadosamente, pues Esteban era un conejo muy prolijo, y
luego procedió a clavar, uno a uno, todos los alfileres, largos y
afilados, desde adentro de la caja hacia afuera. Una
vez hecho ésto, la casa parecía un erizo vestido de fiesta. No
conforme con lo ya realizado,
Esteban cavó, con sus patitas delanteras, un profundo y ancho foso
alrededor del hermoso jardín y de la huerta y, colocando un puente
levadizo hecho con astillas de pino trenzadas, llenó el foso con agua del
arroyo, la que llevó mediante la construcción de un pequeño canal. Cuando
terminó, cansado de tanto trabajar, se fue a dormir hecho un ovillo
blanco. Al
día siguiente, invitó nuevamente a sus amigos para festejar la solución
encontrada. Apenas unos pocos se animaron a ir pues aún les duraba el
susto pasado unas semanas atrás. Los
valientes que llegaron se dispusieron a disfrutar de una velada, en
apariencia tranquila, pero, aún así, cada tanto, espiaban por las
ventanas abiertas, temerosos de ser sorprendidos. Tan
equivocados no estaban pues, cerca de la medianoche, cuando los pájaros
ya no pían y hasta los sapos se han ido a dormir, oyeron un aullido
conocido, y luego, un golpe seco sobre sus cabezas. A
continuación, el aullido se convirtió en un grito de dolor y, asomándose,
vieron huir, humillado y dolorido, al lobo Gregorio, quien, en su afán de
atraparlos, había saltado por encima del foso lleno de agua y del jardín
y, cayendo pesadamente sobre la caja de zapatos, se había llevado la
sorpresa de que, miles de finitos y punzantes alfileres de acero, se le
clavaran en la panza, rosadita y hambrienta. A
partir de ese momento, Esteban, gozó del respeto de toda la comarca, no sólo
por su valor, sino también por su ingenio. Desde entonces, los sábados por la noche, sus amigos se llegan hasta ahí, para jugar a las cartas, charlar, o divertirse bailando, mientras ven, entre los matorrales que se encuentran más allá del foso, los ojos brillantes del lobo Gregorio, quien los observa goloso, sin atreverse a nada, pues, aún le dura, en la panza, el recuerdo de aquel agudo y humillante dolor. |
María Cristina Berçaitz
de Los cuentos de mi abuelita, 2006, Editorial Algazul
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