El galpón de los recuerdos |
En La Escondida no faltaba nada, ni siquiera el lugar de las herramientas. Pasando bajo el gran arco que dibujaban las higueras estaba el galpón, pegado al gallinero. Era el lugar donde dormían las herramientas más pesadas y peligrosas, como también el hierro para marcar a los animales. En ese lugar, tío Pablo guardaba también el sulky, la reja del arado y la pechera que le colocaba al percherón para realizar los trabajos más pesados. Para que no se lastime al hacer fuerza nos explicaba. Ahí estaban, además, los látigos y otros complementos que colgaban de la pared de ladrillos blanqueada con cal, o que permanecían simplemente apoyados sobre el piso de tierra. En ese galpón, infaltable en todo campo, también solía curar a los caballos que a veces se lastimaban las patas y se abichaban. Tío Pablo vertía acaroína en la herida del caballo que yacía maneado atado de pies y manos, y recostado sobre el piso de tierra bien apisonada. Es comprensible que hasta hoy no pueda separar, en mi memoria, el fuerte olor de la acaroína de la imagen de los gusanos que, ocultos bajo una costra negra, salían ahora en gran número mostrándose, blancos y revueltos, retorciéndose de dolor bajo el desinfectante. Visión aleccionadora e imborrable. Las horas elegidas para esta faena eran las del atardecer. La luz que penetraba por la ventana que miraba hacia el Oeste era tamizada por las plantas exteriores y por los elementos del interior, como las monturas de cuero o los recados de piel de oveja que solía usar tío Pablo. Mientras con firmeza y sabiduría realizaba su tarea curando al Nene (el percherón) o a Lila (la yegua), nosotras tres, autorizadas por él y ubicadas a prudencial distancia, observábamos envueltas en un silencio sepulcral. No podíamos dejar de admirar al hombre que era capaz de realizar esa mágica conjura. Sabíamos que, al día siguiente, ese caballo que hoy relinchaba su protesta estaría sano, en pie, corriendo por el campo. Luego, tío Pablo se higienizaba precariamente en una palangana de losa blanca, desataba al caballo y emprendía el regreso para tomar unos mates con tía Lita, en las horas previas a la comida. Las tres nenas, pegadas a los talones de sus alpargatas negras, lo seguíamos hasta las casas. Ahora que lo pienso, toda su vida usó alpargatas negras con suela de cáñamo trenzado, salvo las contadas veces en las que se puso un traje azul y zapatos. El día de mi casamiento fue una de esas excepciones. Antes de entrar a la cocina debía pasar por el baño para completar su higiene pues, de lo contrario, sabía que no habría con qué refrescar la boca. Una vez sentado, se sacaba la eterna boina y mostraba la frente bicolor, mientras un mechón de pelo blanco le caía como un adorno. Luego se establecía entre el matrimonio un diálogo, para mí, inolvidable: el comentario a su mujer sobre la salud del animal, mientras sorbía el mate y levantaba apenas los ojos castaños, velados por pestañas negras y tupidas. Ella agregaba alguna palabra o hacía alguna pregunta. El mate, la cocina alimentada por los tubos de supergás, las paredes pintadas de verde claro, mi tía Lita escuchando atentamente a su marido mientras los vapores la envolvían, de pie frente a la olla de comida como un soldado frente a su general, asentía con seriedad mientras le cebaba mate y no por eso descuidaba los manjares con los que nos convidaría. Todo lo que ella me ofrecía era delicioso, salvo la odiosa sopa de la que yo no podía escapar nunca. La famosa sopa que tanto gustaba a papá y que, por ser la más delgada y en apariencia más débil, debía tomar invierno y verano, mediodía y noche. ¡Cómo la comprendí a Mafalda en los años de Quino! Hacela de arroz, tía, y ponele un huevito deshilachado rogaba. No puedo, querida, tu mamá me pidió que la hiciera de fideos. Hoy, hasta lo feo de ayer me parece lindo. Nostalgias, recuerdos y más recuerdos formados por aromas, sabores, sonidos, colores... visiones que me acompañarán siempre. |
María Cristina Berçaitz
Recuerdos, tan sólo recuerdos
Editorial Algazul, Buenos Aires, 2006
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