Una borrachera de Pico de la Mirándola |
Toda la habitación se mece: “Como un trirreme en Rodas” comparó un divertido Antes de errarle al borde de la mesa Y caer al suelo que quedaba tan lejos, Allá abajo, lejanísimo, entre nubes de risas. “Debemos elevar al hombre”, susurraba Poliziano, Grave y a la cabecera como insistió y se empecinó Su Magnificencia. Y Poliziano tenía los ojos entrecerrados Y las manos distantes, volantes por los aires. Sin duda era el girar del centro de la Tierra Lo que se presentaba entonces con toda su belleza Y el asombro estaba en deducir por qué No se volcaba la vajilla, qué contrapeso Latía en los labrados candelabros, Qué clavaba las sillas A la veteada petra serena de las losas, Porque el placer de deducir, comparar y medir -Sobre todo las fuerzas invisibles, Ya no los “poderes”, las fuerzas Que empujan los higos a salir Por las puntas de las ramas, Las fuerzas que van y vuelven del sol, Las que inclinan las torres poco a poco Y engastan firmemente los bloques de mármol En las montañas, las que sostienen A los pesados pájaros en la cumbre del aire- El placer de deducir, comparar y medir Es un placer moderno, lentamente refinado Como una gota preciosa que siempre Estuvo a punto de caer sobre el plato sonoro, Sin otra ayuda que el esfuerzo de unos pocos. Qué bueno es repartir cada día la cabeza: Los miércoles bien temprano caminar Por los alados senderos de la geometría, Atento y cauteloso como un extraño Que visita una a una las vertientes De un valle salvaje. Tener una tarde mórbida bajo el calor Que no se sufre en el interior de un portulano, El que guarde, todavía, las huellas no precisas De compases que fueron minuciosos, Y que la noche nos encuentre Con una manzana verde en el regazo, A medio vaciar la botella de añejo (Como acostumbraba a esa hora Domiciano) Reducido el mundo al incensado hebreo Que se eleva, seguro de sí mismo, De unas resquebrajadas páginas triunfantes Como nosotros sobre el tiempo, Aunque sea por un rato, de momento. ¿Qué otras inocencias puede permitirse un hombre? ¿O qué otras marcas puede hacerse en la cara? Para todas las exaltaciones –lo siempre Necesario, lo cada tanto imprescindible- Debe suprimirse la comprensión Del peso leve en el conjunto, Pues el solo recuerdo de aquello, Del gran agujero negro, del púlsar Que te bebe basta para arruinar la fiesta. Aunque con pesar los modernos debamos Lamentarnos de no poder escribir Una larga oda de maldiciones Al que cien años antes plantó La encina que casi nos aplasta, Como podía Quinto Horacio, Esta sigue siendo una buena inocencia. Y Lorenzo que comprende. ¿No es una segunda maravilla que alguien pague las cuentas? Ese florín de oro sólo vale Lo que pesa en sosiego. Decirle a Rímini que venga Y que venga Rímini. Tomar un doble cruz de plata De una bolsa mohosa y ver En su anverso reflejado El arrugado grosor de unas velas, Henchidas y ruidosas en su puerto de piedra Y en el reverso el hombre que baja por la cala Y que se vuelve y te mira con tu cara, Antes de internarse en la marea humana Que inunda la bahía con el parloteo De su lengua, bárbara. Esa lengua que dominaremos el mes entrante, La que se abrirá para nosotros como una fruta áspera. Y los jardines de la India entre muros leprosos Y el perro de jade que nos ha seguido Desde Pekín, tasado inescrupulosamente, Y que no importe. Los rasos y las púrpuras posibles, Caprichoso como la mujer de un cambista Ante el espejo, oscilando Entre el jubón violeta y la camisa de hilo de oro (Sin librea, por siempre sin librea) Para acompañar al Magnífico A las canteras de sátiros. La humana bendición es que unas horas Nos atormente sólo la duda entre un ropaje y otro. Asegurarse todas las mañanas y también por la tarde, Como apenas treinta años antes de la época Se hacía con un rezo, De que cuando el favor y aun la memoria declinen, Y el temblor ocultado con vergüenza en lo público Y negado empecinadamente en privado Se pronuncie triunfante en las manos Y mengüen, parejamente, la curiosidad voraz Por las certezas y el fragor del cuerpo que la anima, Cuando en el otro paisaje comience aquel crepúsculo Y sonriamos estúpidos ante un plato de peras Para luego, discretamente, recobrarnos, Seguirá habiendo una villa donada por un muerto Y servidores y caballos aunque termines inválido, Un grumo de hombre que alguien lleva Por corredores que son suyos en una silla de manos. Que el respeto o la pública fanfarronería Detengan la codicia de los herederos, Para tal fin da lo mismo, Y que de vez en cuando te visite un ambicioso muchacho, Sin duda tan inteligente como pobre Porque venció mil obstáculos para ver al Maestro Y que te oculte lo que ves de su secreto propósito Y le perdones lo oculto. Bondadoso, desdeñoso. Luego con tus últimas fuerzas ayudar al traidor. Quiera el tiempo que sea digno, de tu sangre. Quiera el tiempo que sea digno de tu sangre. Y la alegría de volver, querido Pico, Al mediodía por donde pasó todo esto Como una nube negra y blanca, ella sí Indiferente al pescado de Nápoles y otras viandas, Merced a la enésima copa de bianco De nuevo en la Toscana donde sonríe El sol nervioso del presente, Y que un tímido halagado por Lorenzo Con su mesa y sus sabios te pregunte Si es verdad que hablas y lees, sueñas Y escribes en diecisiete lenguas; Un hombre feliz de la especie que cree Que ser culto es conocer otros idiomas. Aquel rotundo sí que duró tantos minutos, Tu ocurrencia festejada ruidosamente Por los comensales, no menos dignos del Banquete. Y la expresión asombrada del buen hombre. A los veintinueve años, grueso y alto y pelirrojo, De tan bella y larga cabellera, Tu catarata de síes te ocultó para siempre La árida negativa de un cuchillo fundido por Cellini Y mal lavado por un Giardi o Mondolfo, Donde sonreía el tétanos y hablaba mejor que tú, Aquel que llamaba a los griegos Tras un encontronazo en Ilión. Felices o infelices y siempre algo minúsculo Viene a sacarnos del Brueghel, También nuestra Caverna. |
Luis Benítez
Ir a índice de América |
Ir a índice de Benítez, Luis |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |